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Bill Clegg - ¿Has tenido familia alguna vez?

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Bill Clegg ¿Has tenido familia alguna vez?

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Para Van, y para nuestras familias

JUNE

No hay lago. Ha avanzado poco a poco por este camino pedregoso durante horas y no ha visto ninguna señal de agua, ni coches ni humanos, ninguna prueba de que haya tomado la salida correcta después de Missoula, o que haya puesto el coche en la dirección correcta cada vez que la casi carretera se bifurcaba. Está sola y perdida y no importa. Nada importa, piensa, no por primera vez. Da vueltas a esa idea a menudo: ninguna decisión que tome tendrá efecto alguno sobre ella u otra persona. Antes le habría entusiasmado la idea de existir sin obligación o consecuencia, pero la experiencia no se parece en nada a lo que había imaginado. Ésta es una media vida, un purgatorio dividido donde su cuerpo y su mente coexisten pero ocupan realidades separadas. Sus ojos miran lo que está por delante —la carretera, un árbol caído—, pero su mente explora el pasado, juzga cada decisión, revive cada fracaso, desentierra lo que pasó por alto, tomó por sentado y aquello a lo que no prestó atención. El presente apenas cuenta. La gente que ve no son los que echan gasolina en el Subaru, quienes la adelantan en la autopista o le dan cambio cuando le venden botellas de agua y cacahuetes en tiendas pequeñas y en gasolineras. En cambio, es Luke, que le suplica en una cocina que ya no existe; Lolly, que grita con toda la fuerza de sus pulmones de catorce años al otro lado de la mesa de un restaurante de Tribeca; Adam, que la mira, conmocionado, con la mano de una chica joven entre las suyas; Lydia caminando hacia ella aquella mañana, antes de saber lo que había pasado, y la confusión y el dolor en su rostro cuando June la alejó con un gesto. Vuelve a esos recuerdos y los repasa una y otra vez, escudriña cada palabra rememorada, vuelve a ver cada error. Cuando agota uno, aparece otro. Siempre aparece otro.

Su mente salta a su amiga de la infancia, Annette. Annette vivía a dos calles de distancia en el mismo barrio de Lake Forest, y pasaban las noches de los sábados una en casa de la otra, jugando con la colección que tenía Annette de caballos de porcelana, escuchando discos de Shaun Cassidy y de los Jackson 5, haciendo listas de los lugares donde vivirían cuando fuesen mayores, qué coche conducirían y qué aspecto tendrían sus maridos. Recuerda que convenció a Annette para que fuera con ella a un campamento en New Hampshire el verano entre quinto y sexto. Annette era tímida, una criatura cautelosa, y era reacia a ir al campamento. Sería la primera vez que estaban fuera de casa sin sus padres y Annette enumeró muchas razones para no ir: los chicos del instituto que hacían de socorristas en la piscina del club, un espectáculo de caballos árabes que iba a Chicago. Pero June siguió hablándole durante las vacaciones de Navidad, e incluso convenció a su madre para que llamara y describiera a la protectora madre de Annette el lugar al que ella misma había ido de niña. June no se acuerda de por qué era tan importante que fuera con ella, pero recuerda claramente el trío de primas de Beverly Hills que de forma natural y sin ceremonia se colocaron el primer día en la cúspide de la jerarquía social. Tenían nombres glamurosos —Kyle, Blaire y Marin— y las tres tenían el mismo pelo ondulado, hasta los hombros y de color castaño claro.

El segundo día del campamento, las Beverly, como las llamaban, le pidieron a June que se cambiara la litera con una niña rechoncha, de voz arenosa, que se llamaba Beth y era de Filadelfia. Beth y las Beverly estaban a cuatro camas de June y Annette, y Beth, explicaron las primas, no sólo olía a ajo, sino que las miraba cuando se cambiaban. A June le pica la cara cuando recuerda cómo llevó su saco de dormir y su bolsa de viaje a su nueva litera mientras Annette almorzaba con las otras en la sala común. Esa noche, una de las supervisoras se presentó en la cabaña de June con Annette e insistió en hablar con ella. No había creído a Beth cuando le había contado que June le había pedido que cambiaran de litera. June recuerda que la cara de Annette se relajó al entrar en la cabaña. Imagina lo que debió de pasar por su cabeza en ese momento: ahí estaba June, su mejor amiga, la chica con la que había viajado por medio país, que lo sabía todo de ella y que llevaba la pulsera de cuerda que Annette le había hecho para su cumpleaños dos años antes. Ahí estaba June y lo aclararía todo. Recuerda cómo intentó mostrarse natural, fingir que no había ocurrido o cambiado nada importante. Pero, mientras ofrecía torpemente una explicación ensayada donde parecía que era buena idea darse espacio la una a la otra y conocer a nuevas personas, la cara de Annette se heló. Miró a June como si estuviera mirando a una total desconocida. No era ira o dolor lo que mostraba su cara pálida, confundida. Era horror. En ese instante, June se había transformado en alguien que no conocía. June veía cómo Annette negaba con la cabeza como si le hubieran dado una pedrada por la espalda. Puede ver cómo se volvió hacia la puerta de la cabaña y se alejó mientras las Beverly cuchicheaban en sus literas. Annette regresó a casa a la mañana siguiente. Tenían doce años y no volvieron a hablarse. Ese otoño, cuando regresaron al Lake Forest Country Day el primer día de sexto, Annette ni la miró.

June se pregunta qué pasó con la vasta colección de caballos de porcelana de Annette. Prestaba meticulosa atención a cada uno, les limpiaba el polvo y pulía sus pelajes de cristal, cepillaba suavemente sus crines y sus colas. Había docenas, quizá cientos. Annette era hija única y tenía el cuarto de juegos lleno de estanterías blancas repletas de esos caballos. Ella y su madre hacían viajes ex profeso para ver a tratantes de antigüedades en Springfield, Bloomington y Chicago para ampliar su colección. Tenía también un caballo de verdad, uno de carreras castrado de color marrón oscuro al que ella llamaba Tilly y que tenía en un establo en Winnetka, pero a June nunca la invitaban después del colegio o las mañanas del fin de semana cuando Annette montaba a caballo. June no recuerda con claridad a su padre, sólo que fumaba en pipa, siempre llevaba corbata y casi nunca estaba.

Después de octavo, Annette y Tilly fueron al este a un internado con caballos, en Virginia, y June le perdió el rastro. Más de dos décadas más tarde, después de que se divorciara de Adam y de que se trasladara a Londres, June almorzó con una cliente, la esposa estadounidense de un banquero británico, y cuando surgió su infancia en el Lake Forest, la mujer preguntó si recordaba a una chica llamada Annette Porter. Había pertenecido a una hermandad de la Universidad Butler, en Indiana. Una chica estupenda , dijo la mujer, y aunque a June le dolió oír el nombre de Annette incluso tantos años después, fue un alivio saber que le habían dado la bienvenida en una hermandad en algún sitio, y que en ese círculo la consideraban estupenda.

A June nunca se le había ocurrido hasta ahora qué le podría haber pasado a la madre de Annette cuando su hija se fue de casa. Imagina que la pobre mujer asumió las tareas de Annette y quitaba el polvo, limpiaba y cepillaba las crines de cada figura. June la ve ahora, todos esos años más tarde, murmurándoles, poniéndolos al día acerca de la pequeña traidora del barrio que venía por casa, la que atrajo a Annette a un campamento, y que al final recibió su merecido.

Haces de luz azul brillan entre los pinos, y durante un momento June lucha por recordar dónde está. Traza un mapa imaginario mientras reduce la velocidad hasta parar. Montana. El Parque Nacional de los Glaciares. Lago Bowman. Apaga el motor y observa cómo el lago aparece entre los espacios de los árboles. Se acuerda de cuando Lolly veía una luz que saltaba al otro lado de la casa de Connecticut y estaba convencida de que era un ovni. No descansaba hasta que habían salido a verlo y por supuesto siempre era una estrella sobre los árboles, más allá de la casa, parpadeando. Aun así insistía en que había visto algo extraordinario.

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