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Juan Soto Miranda - Los caballeros de la ciencia

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Juan Soto Miranda Los caballeros de la ciencia

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Los

Caballeros

de la

Ciencia

Juan Soto

Miranda


Copyright © 2015 Juan Soto Miranda

www.juansotomiranda.com

ISBN: 978-1519139139

Todos los derechos reservados. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluida la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo público.


A mis padres,

que me enseñaron a escribir.

Y en especial a mi padre,

a quien le hubiera gustado leer este libro

y que desde algún lugar cuida de mí.


Nota del autor

Presento aquí mi primera novela de ficción. Los personajes, organizaciones y hechos que en ella aparecen son únicamente producto de mi imaginación. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

Los lugares, con cierta libertad, existen. Las referencias arquitectónicas son reales y pueden contemplarse en la actualidad.


Eran las seis menos diez de la mañana cuando se recibió la extraña llamada en el cuartel de la Guardia Civil de la localidad de Guadarrama. Una voz ronca de hombre con acento extranjero anunciaba un triple asesinato cometido durante la noche en los alrededores del embalse de La Jarosa. Indicó el lugar de la escena del crimen, junto a la carretera forestal que bordea la montaña y a la que se accede desde la presa. No dijo nada más. Colgó.

La sargento María Ballesteros sintió cómo un escalofrío recorría su espalda. Aquel hombre no le había permitido hacer ninguna pregunta. No habría sido la primera vez que se recibía una falsa llamada en la dependencia pero, en este caso, el tono del interlocutor hizo que tuviera claro que no se trataba de ninguna broma de mal gusto. Tenía una especie de sexto sentido para estas cosas que no solía fallar. Parecía que el hombre estuviera aún junto a los cadáveres con las manos ensangrentadas y el arma homicida en ellas. Le tembló el pulso por un momento. En el fondo sabía que no hacía falta precipitarse. Si realmente se había producido un asesinato y el culpable había llamado para denunciarlo, estaría ya muy lejos de allí.

—¡Eduardo! —dijo mientras se acercaba a la mesa de trabajo de su compañero—. Nos vamos. Hay un aviso de triple asesinato cerca de La Jarosa. Te cuento el resto por el camino.

El hombre arqueó las cejas sin decir nada y comenzó a colocar los papeles que tenía desperdigados por el escritorio. Estaba trabajando en una serie de robos acaecidos en varios chalets deshabitados durante la temporada de invierno; sospechaban de una banda de inmigrantes ilegales que estaba operando por la mayoría de pueblos de la sierra y a la que no habían conseguido cercar.

María se recogió la rubia melena en una coleta y se puso la gorra mientras cogía las llaves del todoterreno. Informó rápidamente de la situación a los dos únicos miembros del cuerpo que quedarían en el cuartel y salió tras esperar la llegada de su compañero.

Arrancaron el vehículo y se encaminaron hacia el encantador paraje. El embalse, uno de los más pequeños de la Comunidad de Madrid, con una capacidad máxima de siete hectómetros cúbicos, era un lugar bien conocido por María. Llevaba ocho años viviendo en Guadarrama y había pateado la zona de cabo a rabo, recorriendo la mayor parte de sus caminos. Rodeado de montañas y con unas preciosas vistas al singular Valle de los Caídos, con su impresionante cruz, era un lugar magnífico para un fin de semana de senderismo y relajación. Sus padres, que solían pasar los veranos en algún punto de la serranía madrileña buscando disfrutar de la naturaleza, habían elegido aquél como uno de sus variados destinos, y María, que en ese momento era aún adolescente, se prometió a sí misma que cuando fuera mayor viviría lo más cerca posible.

La sargento puso al día a Eduardo de la llamada y alertaron por radio a los compañeros que permanecían de servicio a esas horas. Acababan de ser informados y otro coche patrulla se dirigiría hacia la zona para colaborar en las tareas de búsqueda.

Una vez llegaron a la presa tomaron el camino hacia la derecha, por la carretera que subía prácticamente hasta la cumbre de las montañas y que creían que era la que había indicado el autor de la llamada. Eduardo se bajó para levantar la barrera que impedía el acceso a vehículos no autorizados. Aprovechó para sacar dos focos del maletero y colocarlos en el techo del todoterreno apuntando hacia los lados izquierdo y derecho.

La calzada, que no se había asfaltado desde hacía muchos años, conservaba un buen estado general, aunque en algunas partes parecía un simple camino de piedras. Subían muy despacio. Había poca luz todavía y no sabían exactamente por dónde buscar. Pensaron hacer una primera pasada sin salir de la carretera forestal a ver si veían algo en las inmediaciones, quizás en la misma cuneta.

Pararon a la altura de un viejo depósito de agua de base rectangular. Estaba abandonado y en muy malas condiciones de conservación. Cogieron unas linternas de la guantera y bajaron del vehículo dejando el motor en marcha. Dieron una vuelta por los alrededores pero no vieron nada fuera de lo normal. Después subieron a lo alto del depósito para intentar ver su contenido. Un fuerte olor a putrefacción les hizo llevarse las manos a la nariz. Se asomaron. Estaba parcialmente cubierto de agua, ramas y piñas.

—Ten cuidado —dijo Eduardo señalando con su linterna el borde del depósito por el que avanzaban—. Esto está en ruinas. Mira bien dónde pisas.

Se detuvieron en una de las esquinas y enfocaron los haces de sus linternas hacia abajo. El olor se había hecho más intenso y en el fondo, como a tres metros de profundidad, divisaron un animal que por el tamaño parecía ser un conejo en avanzado estado de descomposición. No era fácil distinguir a esa distancia.

—No parece que pueda haber tres cuerpos aquí —sentenció María que había dado la vuelta completa al depósito—. Vamos a seguir. Si no encontramos nada volveremos más tarde con la luz del día.

Avanzaban lentamente. Cada uno miraba por su ventanilla. Volvieron a detenerse a la altura de un angosto riachuelo que bajaba desde una de las cumbres hacia el pantano. El caudal era abundante, comparado con años anteriores, debido a las frecuentes lluvias y las grandes nevadas de ese particular invierno. María se asomó al pequeño puente. Después dio un rodeo y bajó dando un salto hasta situarse junto al agua. Eduardo la siguió. Tampoco allí vieron nada inusual.

—Echaré un vistazo en aquellas rocas —dijo el hombre señalando una pequeña formación susceptible de esconder algo.

La sargento pensó que no habría nada, pero no quiso desanimar a su compañero. Según su percepción de la llamada, los cuerpos debían estar en algún lugar relativamente fácil de encontrar. Siguió el cauce del río apartando con sus pies algunas ramas caídas que se le cruzaron en el camino. En el silencio reinante una urraca chirrió en un árbol cercano haciendo que diera un respingo. Cruzó con una zancada más grande de lo habitual a la otra orilla y volvió hacia el puente sin apartar su mirada del suelo. No vio nada que hiciera sospechar que hubiera sucedido algo allí esa noche y tampoco Eduardo.

Continuaron la ascensión. Tardaron unos veinticinco minutos en llegar a lo alto de la montaña. Allí la carretera llaneaba y, desde algunos puntos, había unas magníficas vistas. Fue entonces cuando la sargento Ballesteros detuvo el vehículo dando un brusco pisotón al pedal central del mismo, tiró del freno de mano y se quitó el cinturón de seguridad. El hombre miró al lado de la ventanilla de su compañera tratando infructuosamente de encontrar lo que había llamado su atención.

María paró el motor del todoterreno y se bajó. Delante de ella, tras una hilera de pinos, se extendía un claro bastante despejado. Aunque comenzaba a haber luz natural, cogió de nuevo la linterna y enfocó a su alrededor. Avanzó en línea recta mirando a un lado y a otro mientras su compañero permanecía de pie apoyado en el coche preguntándose qué habría visto.

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