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Rafael Dezcallar - El pirata bien educado y sus amigos (Las Tres Edades)

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Rafael Dezcallar El pirata bien educado y sus amigos (Las Tres Edades)

El pirata bien educado y sus amigos (Las Tres Edades): resumen, descripción y anotación

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Índice Para Íñigo e Inés Jaime y Sofía eran dos niños pequeñitos - photo 1

Índice

Para Íñigo e Inés

Jaime y Sofía eran dos niños pequeñitos Bastante pequeñitos aunque no tanto - photo 2
Jaime y Sofía eran dos niños pequeñitos Bastante pequeñitos aunque no tanto - photo 3

Jaime y Sofía eran dos niños pequeñitos. Bastante pequeñitos, aunque no tanto como creían sus padres, que siempre pensaban que eran más pequeños de lo que realmente eran. Eso fastidiaba bastante a Jaime y a Sofía, aunque al final se habían acostumbrado, porque sabían que sus padres no tenían remedio, y cuando les decían alguna tontería o los trataban como niños enanos de verdad, simplemente se miraban y suspiraban.

A los dos les encantaban los animales, y cada uno tenía su favorito.

A Sofía le gustaban los caballos, pero de eso hablaremos más tarde. En cuanto a Jaime, su animal favorito era el elefante. Eso exige una cierta explicación. Su padre le había contado que una vez, cuando él era de verdad muy pequeño, se escapó un elefante de un circo que había acampado cerca de su casa. Alguien había cerrado mal la puerta de su jaula, y él simplemente la abrió. Nunca había salido del circo, y sentía curiosidad por ver la calle. Pero como tenía ese tamaño, todo el mundo que le veía salía corriendo, dando gritos de miedo. El elefante no entendía por qué, él era un buenazo y lo último que se le ocurriría sería hacerle daño a nadie. Pero el caso es que todo el mundo salía corriendo. También los coches frenaban en seco cuando le veían, y daban marcha atrás para tratar de alejarse de él lo más rápido posible, organizando un lío terrible en el tráfico.

Ese día Jaime estaba jugando al fútbol cerca de su casa. Su padre le había prometido que enseguida iría a jugar con él, pero Jaime ya conocía las promesas de su padre: al final siempre las cumplía, aunque tardaba mucho más de lo que decía. Total, para leer esa montaña de papelotes que cada día se traía a casa.

De manera que Jaime seguía jugando solo, esperando a que llegara su padre (pensaba ganarle), cuando el que se presentó fue el elefante. Este se encontraba ya un poco cansado, porque había caminado un rato por las calles, y se echó al suelo a descansar. Jaime nunca había visto un elefante, y al principio le dio bastante miedo. Pero cuando el elefante se recostó en el suelo lo miró, y Jaime vio que sus ojos eran amables y su mirada tranquila, que no tenía intención de hacerle ningún daño, y le cayó simpático. Muchas veces los niños ven esas cosas mucho mejor que los mayores. Se acercó entonces un poco. Sabía que eso era precisamente lo que sus padres le hubieran dicho que no hiciera, pero le pudo la curiosidad, y además la mirada del elefante era la de un amigo que se había metido en problemas. El primero de todos esos problemas parecía ser un granito bastante gordo que tenía en la espalda, y que intentaba tocar con la trompa sin conseguirlo, porque estaba demasiado lejos para que pudiera alcanzarlo. Jaime se dio cuenta de que el granito lo molestaba mucho, y entonces se acercó un poco más y se lo rascó. Como le pareció que al elefante le gustaba lo que había hecho, se lo volvió a rascar. Y en efecto, al elefante le gustó mucho porque lo miró con ojos aún más simpáticos y le dio la trompa como si fuera la mano, porque esa es la manera en que los elefantes saludan. Y así estuvieron un poquito más, Jaime rascando el granito del elefante, y este mirándolo con agradecimiento y dándole la mano –perdón, la trompa– de vez en cuando.

Pero entonces llegó su padre, dispuesto a jugar su partido de fútbol con Jaime. En cuanto vio lo que estaba pasando corrió hacia él, lo cogió en brazos y lo sacó de allí. Poco después llegaron la policía y los bomberos, que estaban buscando al elefante por todos lados. Pero la verdad es que no sabían cómo llevárselo de vuelta al circo. Nunca habían tenido que detener a un elefante. A estafadores y ladrones sí, pero a elefantes no. Con ellos venía el director del circo, que llevaba un traje con un chaleco de color rojo. A Jaime lo impresionó mucho porque nunca había visto antes un chaleco rojo. El director era calvo y un poco gordito, y tenía unos bigotes negros torcidos hacia arriba. Jaime les explicó a su padre y al director que el elefante había sido muy simpático con él, y que no le había hecho ni pizca de daño. Su padre conocía a Jaime y vio que decía la verdad. El director conocía al elefante y vio también que Jaime decía la verdad. Entre los dos convencieron a los policías y a los bomberos de que no trataran mal al elefante, y sobre todo que no le dispararan una de esas balas con somníferos que tenían preparadas para hacerle dormir y poder llevárselo luego con una grúa de regreso al circo. Y en efecto, en cuanto se acercaron el director y Jaime (de la mano de su padre, que no estaba dispuesto a soltarlo) a él y le pidieron que volviera a su jaula, el elefante se levantó y emprendió dócilmente el camino de vuelta al circo. La ciudad de los humanos tampoco era tan interesante.

A los pocos días, Jaime fue con su hermanita Sofía y con sus padres al circo, invitado por el director. Cuando comenzó el número de los elefantes, el que se había escapado –que según les dijeron se llamaba Lorenzo–, en cada vuelta que daba por la pista giraba la cabeza para mirar a Jaime al pasar y lanzaba un berrido de alegría con su trompa, que era contestado por otros berridos de los demás elefantes que desfilaban con él. Probablemente, Lorenzo ya les había contado en el lenguaje especial de los elefantes lo que había pasado, y ya todos sabían que Jaime era amigo suyo y de todos los elefantes.

Después de la función, Jaime fue con sus padres y su hermana a ver a Lorenzo. Al llegar frente a su jaula, Lorenzo volvió a emitir un berrido de alegría, al tiempo que movía la trompa de un lado a otro, como si estuviera bailando con ella un vals para elefantes. Todos los elefantes de las jaulas cercanas lo imitaron y empezaron a mover la trompa de la misma manera. Estaba claro: Lorenzo ya les había hablado de Jaime.

El circo se fue de la ciudad a los pocos días, pero Jaime ya se había hecho amigo de los elefantes, de todos los elefantes.

Ya hemos explicado que Jaime era amigo de los elefantes Pero habíamos dicho - photo 4
Ya hemos explicado que Jaime era amigo de los elefantes Pero habíamos dicho - photo 5

Ya hemos explicado que Jaime era amigo de los elefantes. Pero habíamos dicho que Sofía también tenía un animal favorito: el caballo. Sofía era amiga de todos los caballos. Esto también hay que explicarlo.

Desde muy pequeñita, a Sofía le encantaron los caballos de juguete. Tuvo uno de balancín en el que podía subirse y columpiarse. Lo llamaba su caballito blanco white. Es que el caballo era blanco, pero además sus padres se habían empeñado en que ella empezara desde muy temprano a aprender inglés. Sofía se esforzaba por hacerlo lo mejor que podía, pero aún no estaba muy segura de lo que estaba en inglés y lo que estaba en español. De modo que prefería no tener que escoger. El caballo era blanco white.

Como le gustaban tanto los caballos, Sofía dijo que quería aprender a montar. A sus padres no les gustaba la idea porque les daba miedo que a una niña tan pequeña pudiera hacerle daño un caballo. Pero Sofía era una cabezota de primera división, y fue tanto lo que insistió que sus padres terminaron llevándola a un picadero cercano a su casa donde se enseñaba equitación a los niños.

Sofía estaba encantada en su clase de equitación. Además tenía una profe estupenda que se llamaba Marta, que le enseñaba muchas cosas y le daba mucha confianza, haciéndola sentir que era la mejor amazona del mundo. Marta se había dado cuenta de que Sofía se entendía bien con sus animales. Pero claro, como era pequeñita, a Sofía solo la dejaban montar en los ponis. Sobre todo en uno que era gordo y pacífico, totalmente incapaz de hacer nada que pudiera hacer daño a un niño, y que se llamaba Rosquilla. Rosquilla era bonachón, y ponía tanto cuidado en la manera en que se dejaba montar por los niños como si fuera el padre de cada uno de ellos. Los padres de verdad miraban a sus hijos con cierta aprensión al verlos montados a lomos de animales, pensando que estos podían, en cualquier momento, ponerse a hacer eso, el animal. Pero no entendían que los animales no son capaces de aprender la tabla de multiplicar o las capitales de Europa, pero muchas veces saben más que los humanos de otras cosas que son bastante más importantes que esas.

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