Ana Ripoll - Los Incorpóreos 3. Mañana fuer ayer (Las Tres Edades)
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- Libro:Los Incorpóreos 3. Mañana fuer ayer (Las Tres Edades)
- Autor:
- Editor:Siruela
- Genre:
- Año:2013
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Los Incorpóreos 3. Mañana fuer ayer (Las Tres Edades): resumen, descripción y anotación
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Los Incorpóreos 3. Mañana fuer ayer (Las Tres Edades) — leer online gratis el libro completo
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A Nacho y Charly
No estoy sola, Luna me acompaña. No sé qué hago aquí. Ella parece tener las claves. Como siempre. El entrenamiento es muy duro. Me duele cada fibra y célula de mi cuerpo. Pero lo que más me preocupa es la cordura, no sé cómo mantenerla a salvo. Luna y Amelia pueden enseñarme todas las tácticas, todas las habilidades que necesite en la batalla que se acerca, pero no cómo evitar volverme loca. Y creo que Gabriel también lo percibe así. Sé que está preocupado. Tiene esa mirada…
Y aquí estamos, Luna y yo, esta noche, ante esta puerta, como cualquier otra, en un momento tan elástico como todos aquellos en los que está involucrada Luna. Nos hemos detenido frente a la última habitación del pasillo, la única con la puerta cerrada. Abro y enciendo la luz. Es el dormitorio de un chico, ordenado, no hay nada que llame la atención. Podría haber sido el mío, tantos años atrás. Entramos Luna y yo, pero la mujer se queda fuera. Parece verdaderamente asustada.
–¿Lo percibes? –pregunta Luna. No sé a qué se refiere, pero el vello de mis brazos se ha erizado, porque, pese a que no percibo nada extraño, la pregunta de Luna significa que algo no marcha bien. Luna apaga y deja la habitación en penumbra, solo iluminada por la luz que entra del pasillo y que proyecta un rectángulo blanquecino sobre el suelo.
–Se moverán si los dejamos a solas –dice.
Salimos al pasillo y Luna cierra discretamente la puerta, pero su mano no abandona el picaporte. La mujer se excusa nerviosa y nos deja. Estoy esperando algo, una señal, pero no se oye ningún ruido. Todo está en calma. Una calma muerta.
Cuando Luna abre la puerta y enciende, se hace un vacío en mi estómago, la sangre se retira de mis venas. La habitación está poseída. Todos los muebles han cambiado de lugar, algunos de ellos se han movido varios metros, aunque no han producido el menor sonido. La cama está ahora en posición vertical, apoyada sobre el cabecero, en el centro del cuarto. Las dos puertas del armario se han descolgado de sus bisagras y flotan en paralelo al suelo. Todo lo que había sobre la mesa forma una columna altísima. La silla cuelga de la pared, las cortinas se arrastran por el techo como gusanos. Es lo único que permanece en movimiento, todo lo demás se ha detenido con nuestra irrupción en el cuarto.
–¿Los ves ahora? –pregunta Luna, pero niego aterrorizada–. Concéntrate y mira de nuevo –ordena, impaciente.
Cierro los ojos. Los latidos retumban como tambores de guerra en mis oídos. Busco en la oscuridad de mis párpados una senda que me guíe a través de los dos mundos por los que me muevo. Cuando abro los ojos, lo veo. Los veo.
La habitación no está vacía. Está inundada de occisos. Muchos de ellos están arracimados en las esquinas del techo y sobre las superficies de los muebles, como si fueran colonias de moho. Esta vez sí doy un paso hacia atrás. Sobrecogida, porque tal vez haya más de veinte. Es como un nido, como si hubiéramos dado con una de las puertas de entrada. Y todos y cada uno de ellos nos han visto y aguardan.
–¿Qué hacemos? –susurro, con la voz congelada por el pánico.
–Retornarlos adonde deberían estar.
La miro sin poder creer lo que acaba de decir.
–Luna, no puedo, es imposible, son demasiados.
Apenas consigo respirar. Esto no puede estar pasando, no estoy preparada aún, es una locura, un suicidio.
–Tienes otro problema, además de su número –susurra Luna, segundos antes de disolverse en el aire–: te han reconocido.
Los miro, al borde del ataque de pánico.
Tiene razón. Vienen a por mí.
Esta es la crónica de una batalla.
Se acerca el final.
Mi tiempo se agota.
El intruso se movía con dificultad entre los escombros en uno de los patios interiores del hospital. El complejo sanitario había sido abandonado cincuenta años atrás y la herrumbre y el vandalismo se habían apropiado de las ruinas, de manera lenta pero sistemática. A través de los vanos de las puertas y ventanas, se veían habitaciones expoliadas en cuyas paredes habían pintado obscenidades y símbolos ocultistas. Estos últimos provocaban sonrisas en el intruso. De vez en cuando, por debajo de los cascotes, asomaban objetos perdidos en el tiempo: una percha de goteo, una bacinilla con la pintura oxidada, informes médicos a medio quemar. Momentos antes, había descubierto un grupo de somieres oxidados y retorcidos. Unos cuantos gatos, vegetación salvaje, restos de un lavabo o de un retrete. Algunas paredes conservaban restos de los azulejos blancos originales. No existía prácticamente ningún techo en esta parte del hospital. Sin embargo, en el ala este todavía se podía subir al piso superior, aunque las escaleras no eran estables.
Percibió un destello dorado a su derecha y vio a la niña desaparecer fugazmente por el otro extremo del patio. El hombre resopló y echó a correr tras ella, después de acomodar la pistola en la cartuchera interior. Sus pasos creaban una estela de crujidos amplificados y repetidos por el eco. La iba llamando, pero todo lo que obtenía a cambio era una risa lejana.
–¡Espera! ¡No te vayas! ¡Solo quiero jugar contigo! ¡Espérame!
Entró en uno de los edificios y enseguida percibió una corriente de aire frío. Allí dentro, la temperatura era al menos diez o quince grados más baja que en el exterior. Olía a una extraña mezcla de paredes quemadas, sustancias químicas, el lejano recuerdo de los desinfectantes. Todas las puertas de las habitaciones que daban al pasillo estaban abiertas, invitando a entrar. Era fácil imaginarse a los pacientes, curiosos, alargando el cuello desde la cama para ver pasar al extraño. Tal vez lo estaban haciendo, pensó el hombre, en aquel mismo instante pero en otra dimensión, una en la que los muertos no se morían del todo.
En una de las habitaciones había una vieja silla de ruedas volcada. Pasó junto a un cuarto de baño común, con una hilera mellada de lavabos colgados de la pared en la que aún se mantenían a salvo los azulejos. Continuó avanzando por el pasillo, cada vez más oscuro, más lúgubre. El techo mostraba señales de un incendio. No veía a la niña por ningún sitio. Se detuvo, aguzando el oído. El viento ululó a través de las ventanas sin cristales. Un crujido que vino desde el final del pasillo le puso alerta. Se dirigió hacia aquel punto.
Entró en una sala amplia que aún conservaba un mostrador alargado. La antigua cafetería para visitantes. Tirada en un rincón, descubrió la caja registradora, blanquecina por el polvo y las telarañas. Por el mirador sin cristales se divisaba el limpio perfil de la sierra. Se estaba preguntando por el valor urbanístico de aquellos terrenos abandonados y fantaseando con la posibilidad de construir algún hotel sobre los posos de la mole destrozada, cuando sintió que estaba siendo observado.
–Escucha, no quiero hacerte daño –mintió–. Solo quiero enseñarte una cosita.
La niña pasó como una exhalación a su lado, rozándole. Intentó agarrarla pero solo apresó los restos de su risa, que cosió el aire con un hilo invisible. Cansado y malhumorado, soltó una retahíla de palabras obscenas y volvió sobre sus pasos, de nuevo corriendo. Tropezó con una loseta y cayó al suelo. Se levantó furioso:
–¡Ahora sí que te vas a enterar cuando te coja, mocosa de mierda!
Su vocecilla resonó en el pasillo:
–¿Mocosa de mierda? ¿Es que ya no quieres jugar más?
Inmediatamente después, una piedra golpeó el cuello del hombre. Brotó algo de sangre, que fue saludada por una risa ligera al fondo. El hombre se dio la vuelta, con una mano en la cartuchera de la pistola y la otra cubriéndose la herida del cuello. Respiró hondo antes de hablar:
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