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Ana Ripoll - Los Incorpóreos 2. La Reina Azul (Las Tres Edades)

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Ana Ripoll Los Incorpóreos 2. La Reina Azul (Las Tres Edades)
  • Libro:
    Los Incorpóreos 2. La Reina Azul (Las Tres Edades)
  • Autor:
  • Editor:
    Siruela
  • Genre:
  • Año:
    2012
  • Índice:
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Los Incorpóreos 2. La Reina Azul (Las Tres Edades): resumen, descripción y anotación

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Índice

Los Incorpóreos 2 LA REINA AZUL A mis padres Soy un incorpóreo Un - photo 1
Los Incorpóreos 2
LA REINA AZUL

A mis padres

–Soy un incorpóreo. Un fantasma.

Abrí los ojos y le miré.

–¿Qué has dicho?

–Que no pertenezco a tu mundo. Soy un espectro. No puedo morir, porque, en parte, ya estoy muerto.

En otras culturas nos conocían como sombras. Nomuertos. Entro y salgo de tu mundo, a veces contra mi voluntad porque tengo que regresar a mi mundo. Ésta es la respuesta a todas las preguntas que tienes en la cabeza.

Los Incorpóreos 1: El mundo de las sombras

Prefacio

Hace frío esta noche. La oscuridad es más espesa de lo habitual. Me pregunto si habrá por aquí algún incorpóreo, agazapado en la penumbra, observándonos, espiando, una de esas sombras que se alimentan de seres humanos.

Tengo mucho frío.

El banco de madera sobre el que estoy sentada cruje al menor movimiento. El sonido rebota contra las paredes del panteón en el que me encuentro. Estamos a oscuras. Froto continuamente mis brazos, un acto reflejo en busca de calor, porque estoy congelándome. No estoy sola; me acompañan unas brujas que hablan entre susurros. Brujas de las que practican rituales de magia negra, una clase de seres humanos que los incorpóreos desprecian con mayor ahínco porque dicen que lo único que quieren conseguir con sus artes oscuras es lo que a ellos se les ha regalado: atravesar la frontera y cruzar al otro lado, al mundo de las sombras.

Estamos esperando que los vigilantes del cementerio terminen su ronda de vigilancia. Para ellas esto es habitual, una rutina en la que se sienten cómodas. Para mí es la primera vez.

Pese a que se han mostrado amables conmigo desde el principio, sé que no son de fiar. Orlando me ha avisado: las brujas son traicioneras. Pero aquí estoy, con ellas. En cuanto la que está sentada frente a mí dé la señal, aunque no sé cómo la veré, saldremos del panteón para dirigirnos a un lugar más peligroso. Necesito respuestas, las que Gabriel no quiere darme. No sé si las encontraré allí donde voy, pero al menos tengo que intentarlo. No puedo quedarme sentada, esperando. Hay demasiado en juego y necesito saber qué papel estoy representando.

Y además voy a conocer a un vampiro.

¡Un vampiro! Uno de los últimos de su especie. Eso es lo que me ha ofrecido una de las brujas esta tarde cuando me llamó. Sé que vienen aquí para comerciar con ella. Ella, no él. Se llama Constanza y es más vieja que la memoria. No puedo imaginar qué le van a comprar, qué puede tener un vampiro de interés para que las brujas arriesguen su vida por ello, ni con qué van a pagarle; pero los vampiros se alimentan de sangre humana, y nadie me ha quitado la razón en este punto. Como la sangre de las brujas... o la mía propia.

Me pregunto una cosa: si Constanza bebiera mi sangre hasta desangrarme, ¿podría realizar una última migración que me pusiera a salvo o estaría todo perdido? Por lo que sé, soy humana, como las brujas y, por lo tanto, mortal. No soy como Gabriel ni los de su especie. Recuerdo aquel corte en la muñeca de Gabriel con el cristal de una copa rota. Ellos no pueden desangrarse hasta morir porque, en cierta forma, están muertos.

Yo sí puedo desangrarme. Si un vampiro quebrase mi frágil yugular y bebiera la sangre que saldría a borbotones, moriría. Como lo hacen miles de seres humanos al día, cada minuto, en todos los rincones del planeta, de cientos de maneras distintas, justa o injustamente, lenta o rápidamente, solos o acompañados, por causas naturales o por una maldita carambola de circunstancias cuyo efecto último es devastador, porque sí o porque no.

Pero esta noche tengo otra duda, ligera como los pies descalzos de un niño que corretea por detrás de mi razonamiento, atisbando el momento de salir a la luz con todas sus consecuencias, como si jugara al gato y al ratón conmigo. Una duda terrible...

¿Y si es mi sangre con lo que van a pagar a Constanza?

¿Y si soy yo la moneda de cambio?

¿Voy a morir esta noche, esta vez sin retorno?

GRANADA

–No. Se hará como os estoy diciendo. No quiero volver a oír más comentarios de ese tipo, ¿lo entendéis? Y menos en un lugar público.

Los otros cuatro comensales siguieron comiendo en silencio; pese a que hablaban en un tono confidencial de voz, no me resultaba complicado escuchar su conversación porque nuestras mesas eran casi vecinas. El restaurante estaba prácticamente desierto; aparte de nosotros, sólo había otra pareja.

El hombre de la corbata roja habló de nuevo:

–Mirad, el asunto es bastante espinoso, pero con el nuevo asesor lo vamos a resolver más rápidamente y, sobre todo, de una manera limpia, porque este hombre tiene la mejor agenda de todo el país. Por eso lo he metido en esto.

–Pues si precisamente tú, Rafael, dices eso, es que los contactos de ese hombre son inigualables.

–Confiad en mí.

–Siempre lo hacemos. Pero los del gabinete legal van a estallar en cólera en cuanto se enteren.

El hombre de la corbata roja chasqueó la lengua con disgusto.

–Para cuando se enteren, hará semanas que lo habremos cerrado. Los rusos van a estar aquí solamente mañana, así que no hay tiempo para problemas. Y si los abogados comienzan a poner pegas cuando la venta esté firmada, ya habrá alguien que les explique la conveniencia de dejarlo como está. ¿Me vais a hacer caso o no? Os he dicho que no hay nada de qué preocuparse.

En ese momento, un camarero, vestido de riguroso negro, entró en la sala y se acercó a su mesa. Depositó una bandeja en una mesa auxiliar y colocó cuencos de cerámica blanca delante de cada uno de los cinco hombres.

–Bueno, al fin. Éste es de los mejores salmorejos de la zona.

–Que aproveche –dijo el hombre de la corbata roja–. Cenad tranquilos, que no hay prisa.

–Un día de estos tenéis que bajar a mi casa de la playa, para que mi mujer os prepare su salmorejo. Ése sí que es exquisito.

Los hombres rieron y comenzaron a comer. Asintieron satisfechos. El más grueso se echó la corbata por encima de su hombro para evitar salpicaduras. Otro, del que sólo podía ver su espalda y su calvicie, comprobó algo en su Blackberry y siguió cenando. El más pálido, un hombre con unas prominentes ojeras que no lograban ocultar las gafas con montura metálica, comía de manera nerviosa. El cuarto comensal, el de mayor edad y el que menos hablaba, miraba de reojo al de la corbata roja. Éste era el más alto y atlético de todos, rubio y de ojos azules, con un físico aún rotundo, superados ya los cincuenta años. Se notaba que se sentía cómodo en su piel y más aún dirigiendo la reunión.

El hombre pálido dijo entonces:

–¿Y qué hay de los pagos?

Los otros hombres detuvieron a medio camino sus cucharas, excepto el rubio, que susurró antes de beber de su copa:

–Aurelio, si vuelvo a oírte decir aquí algo parecido, te echo de una patada.

Apuró su copa de vino y le indicó con un gesto impaciente al camarero que le sirviera más. Luego miró al hombre pálido, que se había quedado aún más lívido, y le dijo bajando el tono de voz:

–Eso está resuelto. Lo del concejal está hecho. No tengo que repetiros que lo tengo todo bajo control, ¿verdad? A ver si es que ahora resulta que hablo en chino.

El hombre pálido asintió con unos movimientos nerviosos de cabeza.

Ése fue el momento en que decidí intervenir. Me levanté de nuestra mesa, pegada al ventanal que daba a la sierra de olivos, y me detuve junto a la mesa de los cinco hombres. Sabía que mi aspecto, el vestido negro ajustado, mi cuello desnudo al aire luciendo sólo el colgante de ónice, era más que atractivo. Era llamativo. Me lo había dicho Gabriel antes de salir hacia el restaurante.

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