Lawrence Kim - Su Hija Secreta
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- Libro:Su Hija Secreta
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- Año:2015
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Su Hija Secreta: resumen, descripción y anotación
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pack 90 Bianca, n.º 90 - enero 2016
I.S.B.N.: 978-84-687-8089-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Londres. Tres años antes.
Eran las seis de la mañana cuando Lily se despertó gracias a su reloj interno, una inconveniente peculiaridad genética que siempre la despertaba a esa hora. Sabía que no podría volver a dormirse, pero, durante unos segundos, se resistió a apartar la fina sábana que separaba el sueño de la vigilia.
Además, nunca llegaba tarde y era increíble todo lo que se podía avanzar a aquellas horas, antes de que el resto del mundo o, al menos, de su ruidoso barrio, se despertase.
Acalló a la tediosa voz interior que insistía en ver siempre las cosas de manera positiva y se apartó una maraña de rizos de la cara. Allí tumbada, con el brazo sobre la cabeza, se centró en el resentimiento que sentía hacia las personas capaces de darse la media vuelta y volver a dormirse, como su gemela, Lana, que podía seguir durmiendo aunque hubiese un terremoto. Ella, sin embargo, no era capaz, le ocurría lo mismo todas las mañanas…
Aunque aquella era diferente.
Frunció el ceño, aquella mañana había algo diferente, pero ¿el qué?
¿Había dormido más de lo habitual?
Cerró los ojos y alargó la mano hacia el teléfono que tenía en la mesita de noche. Golpeó varios objetos más antes de encontrarlo y entonces abrió un ojo, miró la pantalla y se llevó el aparato al pecho desnudo. ¡Desnudo! ¿Era eso relevante? No, lo diferente no era la hora ni que estuviese desnuda.
Entonces, ¿qué era?
Miró a su alrededor. No estaba en su habitación.
Fue al darse cuenta de aquello cuando empezó a recordar. Tenía el cuerpo como si hubiese corrido un maratón, cosa que no había hecho ni probablemente haría nunca, pero la noche anterior… ¡La noche anterior!
Abrió los ojos verdes como platos al recordar lo que había ocurrido la noche anterior.
Se llevó una mano al pecho izquierdo porque tenía el corazón a punto de estallar y después giró la cabeza despacio, muy, muy despacio. ¿Y si estaba soñando? Apretó los dientes, preparándose para una decepción que no llegó.
Suspiró. No era un sueño, era real. Él era real.
Parpadeó para enfocar el rostro que había a su lado y su cuerpo sintió deseo al asimilar los rasgos simétricos, grabando cada detalle en su memoria. ¡Aunque jamás se olvidaría de él ni de la noche anterior!
Tenía un rostro que inspiraba una segunda mirada, e incluso una tercera. La estructura ósea de aquel hombre parecía esculpida, tenía la frente ancha, inteligente, los pómulos marcados, la barbilla cuadrada, sexy, las cejas oscuras y pobladas bien definidas, nariz aquilina y una boca amplia, expresiva. Si hubiese tenido que elegir uno solo de sus rasgos habrían sido los ojos.
Bajo aquellos párpados caídos y enmarcados por unas pestañas tan oscuras como su pelo había unos ojos azules, del azul más eléctrico que Lily había visto en toda su vida.
Al mirar su rostro dormido en esos momentos le pareció distinto y después de pensarlo unos segundos se dio cuenta de que era por la falta de energía que había en él, como un campo de fuerza invisible que lo rodeaba cuando estaba despierto.
Decir que parecía vulnerable habría sido demasiado, pero sí que parecía más joven. Los recuerdos se mezclaron con una nostalgia teñida de rosa que no había sentido la primera vez que lo había visto.
Aunque había sabido quién era, por supuesto. En la finca en la que su padre había sido jardinero jefe y en el pueblo, se había hablado mucho de Benedict, el niño nacido en una cuna de oro, el niño mimado de su orgulloso abuelo. Mientras que a todo el mundo le había entusiasmado la idea de que se hubiese mudado a la gran casa, Lily había albergado un silencioso y creciente resentimiento.
Warren Court, una de las fincas privadas más importantes del país estaba a menos de quinientos metros de la casa en la que vivía ella. Aunque ya entonces había sabido que, en todos los aspectos, estaban en universos diferentes. Así que Lily había estado completamente preparada, incluso decidida a que le cayese mal el niño rico.
Entonces había fallecido su padre y ella se había olvidado de Benedict. Ni siquiera lo había visto al lado de su abuelo en el funeral. Lily había pensado que nadie la veía y se había marchado del cementerio para ir hasta el estanque al que había tirado piedras junto a su padre.
Algo que él jamás volvería a hacer.
Había tomado una piedra grande y había sentido su peso en la mano antes de lanzarla al aire. Y había sentido su corazón como aquella piedra, hundiéndose en el agua. Después había lanzado otra, y otra más, hasta que le había dolido el brazo y su rostro había estado bañado por las lágrimas. Entonces había oído llegar a alguien a sus espaldas.
–Así no, necesitas una piedra plana y todo depende del movimiento de la muñeca. Mira…
Y la piedra había saltado por el agua.
–No sé hacerlo.
–Claro que sí. Es fácil.
–¡No sé! – había replicado ella, enfadada– . ¡Mi padre se ha muerto y te odio!
En ese momento había visto sus ojos, tan azules, tan llenos de comprensión.
–Es un asco, ya lo sé – le había contestado el chico dándole otra piedra– . Inténtalo con esta.
Antes de marcharse, Lily había conseguido hacer saltar una piedra tres veces sobre el agua y había decidido que estaba enamorada.
En realidad, había sido inevitable. Lily había ansiado enamorarse y el chico, que casi era un hombre, le había parecido una mezcla de todos los héroes que aparecían en las novelas que devoraba. No solo había vivido en un castillo, sino que le había parecido la personificación del héroe oscuro y melancólico. Maduro, tenía cinco años más que ella, deportista, sofisticado. Lily había soñado mucho con él. Había soñado con que sus fantasías se harían realidad algún día. Hasta la noche del baile…
Había pasado semanas esperando la fiesta de Navidad que el abuelo de Benedict organizaba todos los años en el enorme salón de estilo isabelino que había en Warren Court, donde su madre trabajaba de ama de llaves. Sabía que Benedict, que se había graduado en Oxford aquel verano y que, según su abuelo, estaba haciendo algo importante en la ciudad, asistiría.
Lily había tardado horas en prepararse. Había convencido a Lara, que tenía un mayor sentido de la moda y mucha más ropa gracias a los consejos que le daban en el hotel donde trabajaba los sábados, para que le prestase un vestido. Y cuando Benedict había llegado, lo primero que había pensado Lily había sido que estaba cambiado, y que no iba solo.
–Qué aburrimiento – había dicho la mujer alta y rubia, ataviada con un vestido de diseño, que lo acompañaba, sin molestarse en bajar la voz– . ¿Cuándo podremos marcharnos? No me dijiste que la casa estaría llena de paletos.
Y Lara, que nunca dejaba pasar una oportunidad para tomarle el pelo a Lily acerca de su mal disimulado enamoramiento le había preguntado:
–¿Estás babeando, Lil? Si te gusta, ve por él.
–¡No me gusta! – había replicado ella– . Es aburrido y estirado.
Y entonces se había dado la media vuelta y había visto que lo tenía justo detrás.
Después de aquel bochornoso encuentro, no lo había visto ni había vuelto a pensar en él durante años. Evidentemente, había visto su nombre alguna vez en las páginas de economía del periódico, pero pocas veces porque eran noticias que no le interesaban y ni siquiera sabía muy bien lo que era un magnate de las inversiones.
Lo que no había esperado era encontrárselo en la puerta de una librería.
Lily no creía en el destino, pero… no había otra explicación. Había salido por la puerta justo en el momento en el que él entraba, y como se le había puesto el pelo en la cara por culpa del aire, había chocado con él.
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