Apocalipsis se nos ofrece, al mismo tiempo, como una lectura pagana de la Biblia y como el testamento vital y literario de D. H. Lawrence: frente al cristianismo y la ciencia, el autor de Mujeres enamoradas y El amante de Lady Chatterley —héroe a contracorriente de modas pasajeras y rigideces morales— desarrolla una original interpretación de la tradición apocalíptica que desvela todos los conflictos de su temperamental e inquieta existencia. Entre el misticismo y el sensualismo, entre la rabia y la pasión, Lawrence nos brinda una lectura inmejorable para este final del segundo milenio en el que nos hallamos definitivamente inmersos.
D. H. Lawrence
Apocalipsis
ePub r1.0
Titivillus 21.08.17
Título original: Apocalypse
D. H. Lawrence, 1931
Traducción del texto «Apocalipsis»: Jordi Fibla
Traducción del prólogo: Vicente Campos
Diseño de cubierta: Elisa-Nuria Cabot
Ilustración de cubierta: John Buckland Wright, The Apocalypse of St. John the Divine No. III
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
PRÓLOGO
A Frieda Lawrence
Querida Frieda:
Me he comprometido a escribir unas líneas sobre Apocalipsis y sobre Lawrence, y he decidido que la mejor manera de hacerlo es dirigiéndote una carta. Lo que tiene dos ventajas evidentes: si contase algo que tú supieses que es falso o malintencionado, te verías así en la obligación de responder y aclararlo públicamente; por otro lado, al convertir este prólogo en una carta informal, podré evitar, como mínimo, esa solemnidad casi profesional que disgustaba a Lawrence y que resulta tan inapropiada cuando se escribe acerca de un espíritu libre que amaba la vida.
Sobre Lawrence se han escrito tantos disparates como obras o burdamente desacertadas o explícitamente maliciosas. No es mi intención aumentar su número. Ayer estuve leyendo una nueva biografía de Edgar Poe, en la que su autor demuestra que la mayoría de las aberrantes historias que se cuentan sobre él no están probadas o son manifiestamente falsas, ¡y que el peor de los embusteros fue su propio albacea literario! Me hizo pensar en las absurdas y crueles ridiculeces que se han dicho o escrito sobre Lawrence. La gente ha tenido una excesiva ansia de señalar sus errores siempre antes de permitirse reconocer su calidad y logros, es más, han intentado justificarle mucho antes que entenderle. Como todo hombre de genio, Lawrence tuvo que padecer a causa de aquellos a quienes les gustaría crear, pero son incapaces. La envidia inconsciente de esta clase se disfraza de «norma crítica» y el objeto de sus ataques siempre es el artista esencialmente creativo y original.
No quiero decir que Lawrence no fuese reconocido como escritor. Desde los Garnetts y Hueffer en los comienzos, hasta Aldous Huxley al final, siempre hubo hombres distinguidos que le admiraron, así como un creciente número de silenciosos lectores que compraba sus obras. ¡Pero cuánto tenía en su contra!: el «Home Office» (Ministerio del Interior) con sus policías y con sus malditos espías durante la guerra, muchos críticos, la inmensa, boba y puritana clase media, y todos los molestos entrometidos que siempre están vigilando y metiendo las narices en la moral de los demás. Era demasiado contra lo que luchar para el hijo de un minero pobre, incluso aunque se tratase de un gran escritor. Creo que nos corresponde a nosotros velar porque su valor y energía no sean desvirtuados ni traicionados.
Con frecuencia pienso que el golpe más duro que jamás recibió Lawrence fue el proceso que sufrió a causa de The Rainbow («El Arco iris»). Pueden decir todo lo que gusten sobre la «obscenidad», pero tú y yo sabemos con certeza que la verdadera razón del ataque fue su crítica a la guerra. Y tú eras alemana, así que, no faltaba más, Lawrence debía estar urdiendo un plan para que la Guardia Prusiana se acercara a Cornwall en submarinos. Seguramente sólo tú sabrás lo que llegó a sufrir durante aquellos años de guerra, pero los demás pueden hacerse una idea si leen los capítulos «Nightmare» («Pesadilla») de Kangaroo («Canguro»), Lo que más dolió a Lawrence, mucho más que la miseria que trajo consigo el procesamiento, fue el absolutamente erróneo y estúpido juicio del que fue objeto, junto con el total abandono de casi todos los que debían haber permanecido a su lado. ¡Cómo si no le importara Inglaterra mucho más que a esos «patriotas» idiotas y granujas que nos la echaron a perder! Porque la guerra significó un triunfo de ese nefasto odio a la vida contra el que él siempre se rebeló.
Su aceptación de la pobreza fue de sus cualidades más encantadoras. Te acordarás de la época en que os expulsaron de Cornwall como si fueseis peligrosos conspiradores, y de cuando, más tarde, os trasladasteis a aquella pequeña cabaña de Margaret Radford, en Hermitage. Lo describe todo en Kangaroo: qué pobres erais, cómo a menudo no teníais lo suficiente para comer, y cómo tenía que salir por las tardes a recoger las virutas que dejaban los leñadores para que pudierais encender un fuego. Se talaban los árboles para favorecer los fines de los defensores de la destrucción, así que resultaba perfectamente lógico que el hombre que creía en la vida y en la creatividad sólo tuviera derecho a las virutas. El escribe sobre todo ello asumiéndolo con una ingenuidad tan inconsciente que es profundamente conmovedor. Su resentimiento no tenía que ver con su propio sufrimiento, ni siquiera con el tuyo, sino con la victoria de los necios del mundo sobre los seres humanos.
La forma en que la gente malinterpretó todo esto resulta muy exasperante. En el verano de 1930 recibí una carta (una de esas cartas presuntuosas que algunos se creen con derecho a escribir porque se han gastado unos pocos chelines en un libro) de un hombre, creo que era profesor, en la que comentaba mi pequeña obra sobre Lawrence. Decía que estaba muy equivocado en mis quejas porque él tenía constancia de que Lawrence era popular (dado que dos conocidos suyos eran entusiastas lectores de su obra), y también afirmaba que estaba seguro de que Lawrence tenía mucho dinero porque las primeras ediciones de sus libros alcanzaban el precio de… ¡tres libras! ¿No te parece indignante? Aquel texto mío se había publicado en América en 1927 (nadie lo distribuiría en Inglaterra hasta después de que Lawrence muriese y, por lo tanto, fuese famoso) y, como sabes, él no dejó de tener problemas económicos hasta 1928 y entonces ya era demasiado tarde. Recuerdo que en 1926, cuando estabais en la Mirenda os alegrasteis al recibir 80 libros del Saturday Evening Post en pago por un cuento corto; muy bonito, en efecto, sólo que yo sabía que por entonces pagaban cualquier cosa a escritores de mucho menos talento entre 100 y 500 libras.
Tú bien sabes con qué sencillez vivía, qué lejos estaba de cualquier extravagancia, hasta qué extremo su escritura no era mercenaria, cómo, incluso, se deshacía de manuscritos, y cómo se enfadó conmigo en Port-Cros cuando intenté hacerle un poco más cuidadoso con los «negocios». Así que supongo que te resultará difícil creerme si te digo que hace poco alguien me comentó que «Lawrence amaba el dinero». A continuación habremos de escuchar que amaba el poder y que tenía ambiciones políticas. Naturalmente, un hambriento está encantado cuando consigue algo de comida, y no me sorprende en absoluto que a un hombre le guste tener un poco de dinero después de haber sido pobre durante cuarenta años. A eso no le llamaría «amor al dinero». Al oír hablar a la gente, uno podría suponer que tenía yates, Hispano-Suizas y grandes villas en Cannes. Me acuerdo de que una vez, en Port-Cros, estábamos haciendo entre todos la lista de provisiones. Lawrence quería un jamón entero, y tú le dijiste que sería demasiado caro; él sentenció con orgullo y extravagancia: «No te preocupes, tenemos 700 libras, compremos lo que queramos». ¡He ahí al amante del dinero con su jamón!