Esteban Navarro - Una historia de policías (Spanish Edition)
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- Libro:Una historia de policías (Spanish Edition)
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Una historia de policías (Spanish Edition): resumen, descripción y anotación
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Una historia de policías
Esteban Navarro
esteban.orravan@gmail.com
© Esteban Navarro Soriano. Enero 201
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita del titular del Copyright, bajo las sanciones establecidas por la Ley, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y su distribución mediante alquiler o préstamo públicos de ejemplares.
ISBN-13: 978- 1520321516
A Ester y Raúl, mi fuerza para seguir escribiendo.
Y mi agradecimiento a:
Manuela Hernández de Dios
David Jiménez, El Tito
María Viñuales
Gemma Jimenez
Jorge Piedrafita
Sonia March
Ana Valiente
Pilar Everss
Loli Ambit
Paco Blay
Ningún viento será bueno
para quien no sabe a qué puerto se encamina.
Cartas de Séneca a Lucilio, Carta LXXI
Esta ciudad no es lo que era.
Antes una puta era una puta y un chorizo un chorizo.
Ahora han salido putas por todas partes
y es chorizo cualquiera.
Los mares del sur, Manuel Vázquez Montalbán.
Sin ánimo de ofender, no hay ofensa.
Django desencadenado.
Para el oído del común de los mortales, ese tenue sonido de botas arrastrándose por las escaleras desde la planta de abajo, hubiera pasado completamente inadvertido. Tan solo un susurro similar a un folio deslizándose por debajo de una puerta. El bordoneo de un conjunto de moscardones arremolinados ante una cristalera. Pero yo, que lo había escuchado en tantas otras ocasiones, estaba seguro de que esas pisadas que subían por las escaleras de la casa del joyero iban a por mí. Ellos, los que antes eran mis compañeros, amigos, viejos conocidos, no hablaban entre si; pero me los podía imaginar gesticulando esas aparatosas señas que se lanzaban entre ellos con los puños en alto mientras que le indicaban a su compañero, el que tenían al lado, o al que tenían delante o atrás, hacia donde debía ir. Las emisoras en silencio. Los auriculares introducidos en el oído mientras recibían órdenes precisas del jefe de equipo. Antes, mucho antes, a primera hora de la mañana, el inspector los había reunido en un despacho de la comisaría, ante la mirada furtiva del resto de policías, y les había dado las indicaciones necesarias sobre un plano de papel extendido en una de las mesas. Señalaría los puntos clave. La zona de aparcamiento. La puerta de acceso. El salón. La escalera. El pasillo de la planta superior. La habitación. Los agentes observarían con los ojos agrandados cada uno de los segmentos, memorizándolos, aprendiendo cada una de las posiciones...
Hacía un frío espantoso. Y es que ese mes de enero se había cebado con Huesca y se podía caminar por las calles sin pisar ningún charco, ya que no existían. En su lugar se habían construido pistas de hielo, al igual que las albercas que se habían transformado en glaciares. El frío lo ralentizaba todo. Nuestro alrededor se congelaba, lo mismo que nuestros corazones. El frío me hacía tiritar. O el miedo. Me parecía inconcebible que a esas alturas pudiera tener miedo. Pero no es el que me aportan esos policías que se apostan delante de mi puerta, sino que es otro tipo de miedo: el de la incertidumbre. Pensé en qué pasaría después. Adónde me llevarían. Qué dirían mis vecinos. Mis compañeros. Qué sería de mi mujer, de mi hijo..., de mi amante. Sentí miedo. Un terror helado, sin imágenes concretas, sin expresiones faciales. Pensé que así era como todos creamos nuestra memoria falsa: a través de unos pensamientos irracionales que contaminan nuestros recuerdos y los desfiguran.
Estaba allí, sentado en el butacón de Ikea de color indeterminado, que lo mismo podía ser marrón claro, como ocre. Vistiendo el uniforme de gala de la policía. Sobre la parte delantera izquierda colgaban mis tres medallas: Una roja y dos blancas. Las acaricié como se acaricia un objeto valioso. Traté de sentir su tacto. Me hubiera gustado estar en mi piso. Con mi mujer leyendo en el salón y mi hijo jugando en su habitación. Pero mi pasión adolescente y mi inclinación a desentrañar casos irresolubles me arrastró hasta esa casa, que no reconocía como hogar, y donde me encontré solo. Abandonado.
S erían entre cinco y diez policías, calculé mentalmente. Cinco si habían enviado a los GEO, el Grupo Especial de Operaciones. En ese caso habían tenido que fletar un helicóptero desde Guadalajara o desde el aeropuerto de Barajas, donde había un pequeño grupo de respuesta rápida. Ese helicóptero tendría que haber recorrido algo más de 300 kilómetros a una velocidad de 200 kilómetros por hora. No hace falta ser ningún Einstein para determinar que en una hora y media habían tenido tiempo suficiente como para volar desde Guadalajara, o desde Madrid, hasta Huesca. Podían haber aprovechado el helipuerto del hospital San Jorge para aterrizar, y desde allí no hubieran necesitado más de cinco o diez minutos en un coche que les hubiera prestado la comisaría de Huesca. La segunda posibilidad es que la Dirección General de la Policía hubiera optado por mandar a los GOES, o lo que es lo mismo: el Grupo de Operaciones Especiales.
Sumergido en el barullo de sonidos sibilantes provenientes del pasillo, y la escalera de la casa, me dio por acordarme de aquel inspector de la academia que decía que si los GEO son los Madelman de la policía nacional, los GOES son los Click de Playmobil . Un cachondo aquel inspector. En el hipotético caso de que los que estuvieran ahora mismo en la puerta de la habitación fuesen los GOES, el desplazamiento hubiera sido más corto, ya que los GOES podían haber partido desde Zaragoza en su furgón y llegar a Huesca en apenas 45 minutos. En ambos casos el tiempo no era importante, al menos para mí, lo importante era la cantidad de policías que había apostados ahora mismo en la puerta de esa casa. Cinco. Sí, cinco policías pertrechados, armados y preparados con una única orden: capturarme. Y a ser posible vivo; aunque no era un requisito indispensable, pero sí política y éticamente correcto. Cinco. Qué ironías tiene el destino. Porque cinco éramos también nosotros antes de que a Antonio se le cruzaran los cables aquella puta noche. ¡Joder, Antonio! Pero es que no pensaste en todo lo que se nos vendría encima. Éramos cinco y bien avenidos. Amigos. Amigos de verdad, de los que se forjan en la penuria. Antonio, Joaquín , Juan Carlos , Jorge y yo. Cada uno con sus cosas, con su forma de ver el mundo, con su interpretación de lo que significaba ser policía. Con sus sueños. Cada uno con sus asuntos personales. Sus familias, sus amantes, sus hijos. Cada uno con su parte privada de su propia vida, pero unidos en el esfuerzo de conformar algo más que una profesión que se dedica a los demás. La construcción de una sociedad más libre y más segura, pero pagando en ocasiones un precio muy alto: el de nuestra propia libertad.
Comenzamos a ser amigos en la cafetería de la Escuela General de Policía, en Ávila. Era el año 1995 y nos sentábamos alrededor de aquellas mesas redondas e impolutas, y compartíamos un café y un cigarrillo en la época que se podía fumar en los bares y en los edificios públicos. Los cinco teníamos casi la misma edad; aunque Antonio era algo mayor que nosotros. Pero esa ventaja no le transmitió la confianza suficiente como para ser más precavido y cagarla de la manera que la cagó. ¡Joder, Antonio! Hay que ver como la cagaste tío. Metiste la pata hasta el fondo y nos arrastraste a todos. En la época de la e scuela, Antonio tenía 25 años. Él era el único que había nacido en 1970, mientras que los otros éramos todos del 73, cada uno de un mes distinto. Uno de los profesores, el de ética policial, nos había dicho que acceder a la policía demasiado joven era lo recomendable, ya que la Corporación lo podía moldear a su antojo y protegerlo de cualquier vicio que hubiera podido adquirir en su vida civil, según sus propias palabras. Aunque recuerdo que en la Academia había alumnos que casi habían cumplido los treinta, y alguno de esos tampoco fue trigo limpio después, según supimos cuando tuvimos conocimiento de sus andanzas.
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