Crompton Richmal - Guillermo El Travieso 10 - Guillermo Empresario
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- Libro:Guillermo El Travieso 10 - Guillermo Empresario
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Guillermo El Travieso 10 - Guillermo Empresario: resumen, descripción y anotación
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Richmal Crompton
Guillermo empresario
Guillermo el travieso - 10
Libro n.º 10 de la serie Guillermo el travieso.
Contiene los relatos siguientes:
El misterio de Oaklands.
Un juego nuevo.
La doble vida de Guillermo.
Guillermo y el Príncipe de cera.
Guillermo el empresario.
Los Proscritos entregan la mercancía.
Los fuegos artificiales quedan absolutamente prohibidos.
Los Proscritos van en busca del acebo.
La viuda sentimental.
Guillermo y el cerdo premiado.
Título original: William
Richmal Crompton, 1929
Traducción: Jaime Elías
Ilustraciones: Thomas Henry
Diseño de cubierta: Thomas Henry
Fue debido, en parte, al tiempo lluvioso, y en parte a la súbita afición a las novelas policíacas que se apoderó de Héctor y de Roberto, hermanos mayores de Pelirrojo y de Guillermo, respectivamente. Si no se hubiese apoderado aquella pasión de leer novelas policíacas de Héctor y de Roberto, la casa de los Merridew y la de los Brown no se habrían visto llenas hasta los topes de dicha clase de novelas y, si el tiempo no se hubiera puesto lluvioso, ni Guillermo ni Pelirrojo las habrían leído. El primer día que cesó de llover, Guillermo y los otros tres Proscritos se encontraron y echaron a pasear juntos, carretera abajo.
—Apuesto a que el viejo Potty estaría la mar de contento si supiera el montón de cosas que he estado leyendo —dijo Guillermo, virtuosamente—. En el informe mensual del colegio que envió a mis padres decía que yo debería leer más. Pues, mira, he estado leyendo todos estos días que ha llovido. Seguro que estaría muy satisfecho el viejo si lo supiera.
—¿Qué has leído tú? —le preguntó Pelirrojo.
—«El misterio del cuadro azul»… —empezó a decir Guillermo, dándose importancia.
—¡Toma! ¡También lo he leído yo! —le interrumpió Pelirrojo—. De modo que no tienes por qué presumir tanto. Y además lo he leído antes que tú, porque el libro es de Héctor, y Héctor se lo dejó a Roberto y yo ya lo había leído antes de que se lo dejara a Roberto.
—Bueno —dijo Guillermo—; mejor para mí que para ti, entonces, porque si tú lo leíste primero ya te habrás olvidado de lo que dice, y si yo lo he leído después de ti, lo recordaré mucho mejor que tú, ¡anda!
—Apuesto a que no. ¿Quién lo mató?
—El vecino de al lado.
—¿Con qué?
—Con una plumilla envenenada.
—Bueno, pero estoy seguro de que me acuerdo de muchas más cosas que tú. ¿Qué otro libro leíste?
—«El misterio de la luz verde».
—Yo también.
—Pero yo lo leí primero, porque Roberto lo compró y después lo dejó a Héctor y yo lo leí antes de que se lo dejara a Héctor.
—Entonces yo lo recuerdo mejor que tú, según lo que tú has dicho, porque lo leí después de ti.
—¡Oh! ¡Cállate ya!… Muy bien; tanto tú como yo lo recordamos igual. ¿Qué otro libro leíste?
—«El misterio de la casa solitaria».
—Yo también. Y «El misterio del bosque embrujado».
—Yo también. Y «El misterio de la séptima escalera».
—Yo también.
—Después de leer todos estos libros, me extraña que aún haya personas que mueran de muerte natural.
—No las hay —dijo Guillermo, misteriosamente—. Eso dice Roberto. Al menos lo que dice es que hay cientos y miles de asesinatos que nunca se descubren. Y es que solo se puede saber si una persona ha muerto de muerte natural, haciéndole la autopsia, y no tienen tiempo para hacer la autopsia a todos los que mueren. Sencillamente, no tienen tiempo. Hacen lo que se hace con nuestros pupitres de la escuela. Abren alguno que otro, de vez en cuando, para ver sí todo está en orden. No tienen tiempo de abrirlos todos cada día. Y del mismo modo que cada vez que abren un pupitre lo encuentran hecho un asco, cada vez que hacen una autopsia se encuentran con que el cadáver murió envenenado. Prácticamente siempre. Eso dice Roberto. Y también dice que el número de personas que envenenan a los demás que no les hacen la autopsia y no se les descubre, debe ser enorme. Fijaos bien: Por todas partes unos que envenenan a los otros, y nadie los llega a descubrir nunca. Si yo fuera policía les haría la autopsia a todos los muertos. Pero los policías no sirven para nada. Precisamente en todos esos libros que he leído no sale ni un solo policía que sirva para nada. No saben qué hacer cuando se encuentran que una persona ha asesinado a otra. ¿No te acuerdas, Pelirrojo, que en «En el misterio de las ventanas amarillas» los policías tenían que haber registrado el cuarto en busca de huellas y no se dieron cuenta de la colilla que el asesino había tirado detrás del guardafuegos de la chimenea y que llevaba la dirección de los fabricantes de tabaco y que era una marca de tabaco que fabricaban especialmente para él? Bueno, pues esto te demuestra lo que son los policías, ¿no te parece? Lo que quiero decir es que parecen muy importantes y tal, con sus cascos y sus botones, pero cuando se encuentran con un asesinato o con una autopsia o cuando se trata de descubrir a los asesinos, ya no sirven para nada. En todos los libros que hemos leído no ha sido nunca la policía la que ha encontrado y descubierto a los asesinos, sino una persona corriente, como tú y yo, que hace uso de su sentido común y recoge las colillas y demás… Ya te diré lo que pasa —añadió, entusiasmándose con su tema—: Los policías tienen que ser estúpidos a la fuerza a causa de su uniforme. Quiero decir que los uniformes de la policía son tan grandes que necesitan personas muy grandes para que puedan ponérselos, y las personas muy grandes siempre resultan muy estúpidas porque toda la fuerza les va al cuerpo en lugar de irles a la cabeza, lo cual es muy razonable y tiene que ser así, ¿no te parece?
—Claro que sí —convino Pelirrojo, y añadió lentamente—: Parece extraño que no lo vean.
—No lo ven porque son unos estúpidos —dijo Guillermo—, y son unos estúpidos porque son tan grandes y tienen que ser grandes a causa de los uniformes. Ya ves —añadió Guillermo con una nota de finalidad.
Enrique y Douglas, que habían estado escuchando esta conversación con profundo interés, convinieron en que la lógica de los argumentos de Guillermo era incontestable y definitiva.
Pasaban entonces frente a dos casitas llamadas Oaklands y Beechgrove, que estaban juntas, en las afueras del pueblo. En cada uno de los jardines de las casas trabajaban sendos hombres: un hombre viejo en el jardín de Oaklands y un hombre joven en el de Beechgrove. El viejo era un recién llegado al pueblo. Los Proscritos no sabían cómo se llamaba, pero lo habían bautizado con el nombre de «Flacucho». Jamás se habían preocupado los Proscritos de enterarse del verdadero nombre de las personas que eran nuevas en el pueblo. Igual que los salvajes a quienes tanto se parecían en muchos otros detalles, los Proscritos preferían llamar a esas personas con nombres inventados por ellos y que, bien o mal, describían su apariencia y carácter. El propietario de Oaklands se había ganado aquel nombre a causa de su cuello, que era más largo de lo normal y además arrugado y huesudo. El hombre en cuestión ostentaba una barba gris y lentes ahumados. Los Proscritos se pararon junto a la verja y se quedaron mirando cómo trabajaba, porque ellos, a diferencia de los supercivilizados nunca afectaban indiferencia ante los asuntos de los demás, sino que, por el contrario, tomaban un grandísimo interés en todo aquello que no les importaba y no se recataban en demostrarlo abiertamente. A cualquier otra persona, con más sensibilidad de la que tenían los Proscritos le habría parecido evidente que al propietario de Oaklands le molestaba tenerles allí como espectadores atentos a sus trabajos de horticultura. A menudo, el hombre levantaba la cabeza y les echaba una torva mirada; pero pronto descubrió que con torvas miradas no había bastante para desalojar a los Proscritos de la ventajosa posición que habían tomado, de modo que finalmente, viendo la inutilidad de sus miradas, el hombre se enderezó, les miró fijamente y dijo:
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