Guillermo Fadanelli - En busca de un lugar habitable
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- Libro:En busca de un lugar habitable
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2006
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En busca de un lugar habitable: resumen, descripción y anotación
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GUILLERMO FADANELLI. En cada uno de sus textos Guillermo Fadanelli (Ciudad de México, 1963) ha sido un fiel observador del desencanto y un crítico insobornable de los vicios de la sociedad. Es autor, entre otros, de los libros de cuentos Mariana Constrictor (Almadía), El día que la vea la voy a matar, Más alemán que Hitler y Compraré un rifle; de los ensayos Insolencia. Literatura y mundo (Almadía), Plegarias de un inquilino y Elogio de la vagancia; así como de las novelas ¿Te veré en el desayuno? (Almadía), La otra cara de Rock Hudson, Hotel D. F., Educar a los topos, Malacara y Lodo —esta última, finalista del Premio Rómulo Gallegos—. Dirige la editorial Moho y colabora en periódicos y publicaciones de diversos países. Ha sido traducido al francés, alemán, portugués, hebreo e italiano, y ha obtenido dos premios nacionales de novela: el IMPAC/CONARTE en 1998 y el Premio de Narrativa Colima para Obra Publicada en 2002.
Conforme el tiempo transcurre, el dominio que poseo sobre mis recuerdos comienza a desvanecerse. Las imágenes y sensaciones asociadas a mi pasado se alteran, se confunden ofreciéndome extraños y anémicos retablos de mi infancia y mi juventud. Quizá sea ésta una de las razones por las que continúo interesado en la lectura. Cuando leo un libro no hago otra cosa, en realidad, que construirme un pasado sin remedio perdido. En la vieja casa de mis padres, aún de pie, con su fachada triste, su cerca vulnerable, sus rosales todavía dignos y su jardín selvático, descuidado, sentada la familia a la mesa en las reuniones dominicales, se respiraba por lo general un aire pesimista. Las conversaciones iban de un lado a otro, sin orden ni protocolo, pasando de los dislates políticos de nuestros gobernantes a los pormenores trágicos de los asuntos familiares. Si bien todos participábamos en la charla —a excepción de mi cuñada que solía vernos como si fuéramos un hato de locos— era mi madre la encargada de hacer los comentarios más agrios e insolentes. Jamás permitía que sus hijos albergaran optimismos inútiles o entusiasmos cuya inocencia habríamos de sufrir tarde o temprano. Cuando uno de nosotros se vanagloriaba de haber emprendido un proyecto importante, personal, de serias consecuencias para el futuro, mi madre decía sin mayor emoción en su voz: «Hazlo, pero no sufras demasiado. Si no lo haces tú alguien hará el trabajo por ti. Siempre existe alguien que nos hace sentir innecesarios». En los tiempos que corren —que además corren sin brida y desbocados— uno pasa por ingenuo si se atreve a hacerse cargo de sus propias palabras o se empeña en pronunciarlas desde la autoridad de un sujeto moral que se distingue de los otros por la extensión, suficiencia o capacidad de su mirada. Tomando en cuenta la complejidad que encierra cualquier conocimiento profundo, es difícil que en la actualidad alguien intente sostener una visión unitaria o fundamental acerca de los hechos del mundo ya que, después de todo, conocer el pasado, la tradición, la historia de una forma ordenada y exhaustiva se ha vuelto imposible, o al menos sospechoso de contener resabios ideológicos.
Que sea un nombre propio, un yo único, irrepetible, el que se adjudique la autoría de un texto, no significa que su contenido le pertenezca por entero o sea consecuencia de un pensar singular. Las novelas, los poemas y en general las obras literarias siempre son escritas con palabras de otros: se escapan a nuestro afán de dominio, pues además de que representan una música tantas veces escuchada es imposible conocer a fondo las improbables reglas de su funcionamiento (por mucho que el análisis lingüístico interrogue al lenguaje para que éste hable de su origen, de su mecánica y en general de su vocación significativa aquel es bastante escurridizo). Sería más serio —quiero decir, por supuesto: más pesimista— imaginar que nosotros no inventamos las palabras aunque ensayemos juegos con ellas, juegos cuyas reglas cambian con el tiempo y se trastornan o transgreden para dar lugar a un movimiento siempre caótico: las palabras están allí para ser puestas en marcha y uno sólo tiene el poder de reconocer su existencia y sacarlas a la luz, hacerlas públicas, ensayar una gramática en buena parte extraña y reacia a nuestro control, habitar un sistema de representación que ni es estrictamente sistema en cuanto el lenguaje no se presta a ser sugerido por un orden sujeto a reglas precisas, ni es tampoco representativo del todo porque las palabras son convenciones, nociones, pensamientos confusos, fragmentos de una escritura que aspira siempre, sin éxito, a representar el ser de las cosas: el papel representativo de las palabras es por antonomasia un papel secundario. Es comprensible que en estos asuntos la insatisfacción se vuelve moneda corriente entre algunos escritores y filósofos. Y también entre la gente común que no logra explicar sus sentimientos o sus ideas.
Durante aquellas tardes domingueras en casa de mis padres terminábamos siempre con una ambigua sensación de fracaso: por una parte estábamos satisfechos de haber expuesto nuestros puntos de vista, de haberlos defendido contra el pesimismo materno y el pragmatismo paterno, pero por otra parte, ninguno de los hijos creía haber expresado sus ideas con claridad ni con suficiente precisión, de modo que los otros comprendieran lo que llevábamos entre manos. Algo similar sucede en la extraña soledad que a veces provoca la literatura. Cuando uno la interroga de manera incisiva, es decir, cuando uno quiere saber de dónde vienen todas aquellas palabras y si detrás de ellas existe un orden, puede llegar a la conclusión de que todo en literatura resulta prestado: ideas, palabras e incluso el texto completo una vez atrapado en la hoja. El hecho ingrato de que la escritura copie la realidad, o desee sustituirla o volverse su espejo la vuelve tan oscura como su objeto: la realidad misma. Ya Foucault en Las palabras y las cosas refiriéndose al ser del lenguaje advertía que éste había dejado de ser representado por la entidad binaria significado-significante que desde el siglo XVII se instaurara en Europa con la lógica de Port Royal. Así, el lenguaje de la época moderna se resiste no sólo a ser representado de un modo simple sino que ni siquiera posee, como en el Renacimiento, la posibilidad de valerse de la simpatía o semejanza que se da naturalmente entre los signos e ir más allá de una técnica de comprensión limitada: el lenguaje moderno, escribió Foucault a mediados de los años sesenta, «crece ahora sin punto de partida, sin término y sin promesa».
Imaginemos que a raíz de un malentendido, llámese a éste vocación, o deber con los semejantes, un hombre cualquiera, sea un científico o un teólogo, decide que es necesario ofrecer sus argumentos o juicios a su comunidad, o a los hombres en general, de manera que comienza a disponerlas y a organizarías en conceptos y sentencias, a depositarlas en forma de discurso en un papel: a dotarlas, en suma, de una forma para que puedan ser comunicadas, difundidas como mensajes. Después de cierto proceso ineludible que incluye experiencias particulares, posibles lecturas acerca del tema, reflexiones, especulaciones, interpretaciones, los argumentos o juicios son emitidos, lanzados por el conocedor, están allí sobre la mesa dispuestos a llamar la atención para que se les compare, analice, comprenda, interprete y una vez aprobados por la comunidad se les permita formar parte del baúl de los conocimientos humanos. Sin embargo, cuando rememoro las antiguas comidas familiares presididas por la escéptica apatía materna vuelvo a preguntarme si es necesario que determinada persona, ente, ser concreto, exista para que una idea, un argumento, un irrepetible fragmento de sentido pueda producirse. Siempre vendrá alguien que nos hará sentir innecesarios. A decir de Ágnes Heller en el árbol de nuestra frondosa filosofía nunca habrá dos hojas iguales. ¿Ser microscópicamente distinto equivale a ser necesario? ¿Es posible la existencia del
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