Conner Bailey cree que sus aventuras en La Tierra de las Historias han quedado atrás, hasta que descubre una pista que dejaron los famosos hermanos Grimm. Con la ayuda de Bree, su compañera de clase, y de la increíble Mamá Gansa, Conner se embarca en una misión que lo llevará a Europa para desentrañar un acertijo que tiene doscientos años de antigüedad.
Mientras tanto, Alex Bailey está entrenando para convertirse en Hada Madrina… pero sus intentos de conceder deseos nunca salen como ella espera. ¿Algún día estará lista para liderar el Consejo de las Hadas?
Cuando todo parece estar perdido para La Tierra de las Historias, Conner y Alex deberán unir fuerzas con sus amigos y enemigos para salvar el mundo de los cuentos de hadas. Pero nada los puede preparar para la batalla que se avecina… ni para el secreto que cambiará sus vidas para siempre.
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Para J. K. Rowling, C. S. Lewis, Roald Dahl, Eva Ibbotson, L. Frank Baum, James M. Barrie, Lewis Carroll y todos los otros extraordinarios autores que le enseñaron al mundo a creer en la magia. Cuando pienso en todo el tiempo que pasé inspeccionando armarios, buscando segundas estrellas a la derecha y esperando mi carta de ingreso a Hogwarts, no es sorprendente que no obtuviera buenas calificaciones.
También, para todos los maestros y bibliotecarios que han manifestado su apoyo hacia esta saga y la han incorporado en sus salones de clase. Significa más para mí de lo que puedo expresar con palabras.
¿Tienes enemigos? Bien. Eso significa que has defendido algo, en algún momento de tu vida.
–Winston Churchill
PRÓLOGO
LOS INVITADOS DE LA GRANDE ARMÉE
1811, Selva Negra, la Confederación del Rin
N o era ningún misterio la razón por la que esa parte del campo había sido bautizada Selva Negra. Las hojas y la corteza anormalmente oscuras de los árboles eran casi imposibles de ver en la noche. A pesar de que una luna brillante se asomaba entre las nubes como un niño tímido, nadie podía asegurar qué era lo que merodeaba en el bosque espeso.
El frío permanecía suspendido en el aire como un velo extendido entre los árboles. Era un bosque alejado y añejo; las raíces se hundían tan profundo en el suelo como las ramas que se extendían en lo alto hacia el cielo. De no haber sido por un sendero modesto que atravesaba el terreno, habría parecido que el bosque nunca había sido visto o tocado por humanos.
Un carruaje oscuro tirado por cuatro fuertes caballos atravesó a toda velocidad el bosque, como una bala de cañón. Un par de farolas bamboleantes iluminaban el sendero que estaba delante y hacían que el carruaje pareciera una enorme criatura de ojos resplandecientes. Dos soldados franceses de la Grande Armée de Napoleón cabalgaban junto al carruaje. Las capas negras cubrían el uniforme colorido de los soldados para que pudieran viajar encubiertos: el mundo nunca debería saber cuáles eran sus planes esa noche.
Pronto, el carruaje llegó al límite del río Rin, que se encontraba peligrosamente cerca de la frontera del Imperio Francés en constante expansión. Se estaba estableciendo un gran campamento: a cada momento, cientos de soldados franceses armaban montones de tiendas puntiagudas color beige.
Los dos soldados que seguían el carruaje desmontaron sus caballos y abrieron las puertas del vehículo. A los jalones, hicieron bajar a dos hombres. Tenían las manos amarradas detrás de la espalda y un saco negro sobre la cabeza. Gruñían y gritaban mensajes ahogados; también los habían amordazado.
Los soldados empujaron a los hombres hacia el centro del campamento y los hicieron ingresar a la tienda más grande. Incluso con el rostro cubierto, los hombres maniatados podían darse cuenta de que el interior de la tienda estaba muy iluminado y sentían una alfombra suave debajo de los pies. Los soldados los obligaron a tomar asiento en dos sillas de madera que estaban más adentro de la tienda.
– J’ai amené les frères –oyeron que decía uno de los soldados a sus espaldas.
– Merci, Capitaine –respondió otra voz delante de ellos–. Le général sera bientôt là .
Quitaron los sacos que cubrían los rostros de los hombres y se deshicieron de las mordazas que cubrían sus bocas. Una vez que sus ojos se adaptaron a la luz, vieron a un hombre alto y musculoso de pie, detrás de un gran escritorio de madera. Su postura era autoritaria y su expresión no era en absoluto amigable.
–Hola, hermanos Grimm –dijo el hombre alto con un acento pronunciado–. Soy el coronel Philippe Baton. Gracias por reunirse con nosotros esta noche.
Wilhelm y Jacob Grimm miraron al coronel. Tenían cortes y magullones, y su ropa estaba desordenada: era evidente que no había sido fácil llevarlos hasta allí.
–¿Acaso tuvimos otra opción? –preguntó Jacob, y escupió sangre sobre la alfombra.
–Confío en que ya están familiarizados con el capitán De Lange y el teniente Rembert –continuó el coronel Baton, refiriéndose a los soldados que los habían traído.
– Familiarizados no es la palabra que yo usaría –respondió Wilhelm.
–Tratamos de ser amables, coronel, pero ellos no cooperaban –le informó el capitán De Lange a su superior.
–Tuvimos que ser agresivos con nuestra invitación –explicó el teniente Rembert.
Los hermanos miraron alrededor de la tienda: estaba decorada de un modo impecable por haber sido armada tan recientemente. Un reloj de péndulo marcaba las horas de la noche con un tic-tac en la esquina más alejada; unos brillantes candelabros dobles ardían en cada extremo de la entrada trasera de la tienda y un gran mapa de Europa estaba extendido sobre el escritorio de madera, con banderas francesas en miniatura que marcaban el territorio conquistado.
–¿Qué quieres de nosotros? –preguntó Jacob, luchando contra las cuerdas que amarraban sus manos.