© 2004 by Joseph Finder
Título original: Paranoia
© de la traducción: Juan Gabriel Vásquez
Primera Parte. El amañado
Amañado: Término de la CIA originado en la Guerra Fría y referido a una persona que será chantajeada o puesta en entredicho para obligarla a cumplir los deseos de la Agencia.
Diccionario del Espionaje.
Hasta que ocurrió todo, yo nunca había creído en la vieja frase de que debes tener cuidado con lo que deseas, porque podrías conseguirlo. Ahora creo en ella.
Ahora creo en todos los proverbios de advertencia. Creo que más dura será la caída. Creo que de tal palo tal astilla, que la mala suerte no viene sola, que no todo lo que brilla es oro, que más rápido se coge al mentiroso que al cojo. Lo que se te ocurra, yo lo creo.
Podría intentar explicar que todo empezó con un acto de generosidad, pero eso no sería muy preciso. Fue más bien un acto de estupidez. Un grito de auxilio, si se prefiere. O más bien un corte de mangas. Como sea, el error fue mío. En parte, pensaba que me saldría con la mía, pero también esperaba que me despidieran. Debo confesarlo: cuando recuerdo la forma en que comenzó todo, me maravillo ante lo gilipollas y arrogante que llegué a ser. No negaré que recibí mi merecido. Es sólo que no fue lo que esperaba. Pero ¿quién hubiera esperado algo así?
Hice un par de llamadas, y eso fue todo. Me hice pasar por el vicepresidente de Eventos Empresariales y llamé al lujoso servicio de catering que se encargaba de todas las fiestas de Wyatt Telecom. Les dije que hicieran exactamente lo mismo que habían hecho para la juerga de la semana anterior, la del premio al Mejor Vendedor del Año. (Obviamente, yo ignoraba el despilfarro que había sido aquello.) Les di los códigos de pago correctos, autoricé las transferencias por anticipado. Todo fue sorprendentemente fácil.
El dueño de Cenas de Esplendor me dijo que nunca había organizado una recepción en el área de carga de una compañía, que el asunto presentaba «dificultades escenográficas», pero yo sabía que no rechazaría un jugoso cheque de Wyatt Telecom.
Por alguna razón, dudo que Cenas de Esplendor hubiera hecho jamás una fiesta de jubilación para un auxiliar de capataz.
Creo que eso fue lo que realmente enfureció a Wyatt. Pagar una fiesta en honor de Jonesie -«¡un mozo de carga, por el amor de Dios!»- era una violación del orden natural. Si me hubiera gastado el dinero en la entrada de un descapotable Ferrari 360 Módena, Nicholas Wyatt casi lo hubiera entendido. Hubiera percibido mi codicia como evidencia de nuestra humanidad compartida, igual que la debilidad por la bebida, o por las «tías», como llamaba a las mujeres.
Si hubiera sabido cómo terminaría todo, ¿volvería a hacerlo? Ni pensarlo.
Sea como sea, debo decir que estuvo muy bien. Yo estaba al tanto de que el dinero para la fiesta de Jonesie salía de un fondo destinado, entre otras cosas, a una «excursión» del presidente ejecutivo y sus vicepresidentes al hotel Guanahani de la isla de St. Barthelemy.
También me gustó que los obreros de carga se hicieran una idea de cómo vivían los ejecutivos. La mayoría de los colegas y sus esposas, gente cuya idea de derroche era el Festival de la Gamba en el Red Lobster o la Barbacoa de Costillas en el Outback Steakhouse, no supieron qué hacer con la comida más rara, el caviar de Osetra o el cuarto trasero de ternero lechal a la Provenzal, pero devoraron el filete de res en croute, el costillar de cordero, la langosta asada con raviolis. Las esculturas de hielo fueron todo un éxito. El Dom Perignon fluyó, aunque no tan rápido como la Budweiser. (Y eso me parecía bien, porque los viernes por la tarde yo solía quedarme a fumar en el área de carga, y alguien, generalmente Jonesie o Jimmy Conolly, el capataz, traía una nevera de latas frías para celebrar el final de otra semana.)
Jonesie, un viejo con una cara desgastada y abatida que lo hacía inmediatamente simpático, estuvo animado toda la noche. Esther, su esposa de cuarenta y dos años de edad, nos pareció estirada al principio, pero al final resultó ser una bailarina increíble. Yo había contratado a un excelente grupo de reggae jamaicano, y todos se unieron a la fiesta, incluso los tíos que nunca hubiéramos esperado ver bailar.
Eso fue después de la gran crisis tecnológica, por supuesto, y en todas partes las compañías estaban haciendo despidos masivos e instaurando políticas de «austeridad», lo cual significaba que uno tenía que pagar por su café y que no habría más Coca-Cola gratis en el salón de descanso, y cosas así. Se suponía que Jonesie debía dejar de trabajar un viernes, pasar unas horas rellenando impresos en Recursos Humanos, y después irse a casa para el resto de su vida, sin fiesta, sin nada. Mientras tanto, el equipo ejecutivo de Wyatt Telecom planeaba dirigirse a St. Bart en sus aviones Lear para revolcarse con sus esposas o novias en sus chalets privados, embadurnarse los michelines con aceite de coco y discutir políticas de austeridad empresarial durante obscenos desayunos de buffet con papayas y lenguas de colibrí. En realidad, Jonesie y sus amigos no se preguntaron demasiado en serio quién estaba pagando todo aquello. Pero a mí me hizo sentir un cierto placer secreto y perverso.
Eso fue hasta la una y media de la mañana, cuando el sonido de las guitarras eléctricas y los gritos de un par de colegas jóvenes, que habían pillado una curda de mil demonios, debió de llamar la atención de un guardia de seguridad, un tipo recién contratado (la paga es pésima, los turnos son increíbles), que no conocía a ninguno de nosotros y no estaba dispuesto a dejar pasar nada por alto.
Era un tío regordete, de cara colorada a lo Porky, que apenas habría cumplido los treinta. Simplemente agarró su walkie-talkie como si fuera una pistola Glock y dijo:
– ¿Qué coño…?
Y mi vida, tal como la conocí, había terminado.
El correo de voz me estaba esperando cuando llegué al trabajo, tarde como siempre.
En realidad, más tarde que de costumbre. Me sentía mareado, la cabeza me palpitaba y el corazón me iba demasiado rápido después de la gigantesca taza de café barato que me había bebido de un trago en el metro. Una ola de acidez me salpicaba el estómago. Había llegado a pensar en llamar y decir que estaba enfermo, pero esa pequeña voz de cordura que había en mi cabeza me dijo que lo más sabio, después de los sucesos de la noche anterior, era presentarme a trabajar y afrontar las consecuencias.
Lo cierto es que estaba convencido de que me despedirían: casi me hacía ilusión, de la misma forma que uno teme y a la vez ansía que le limpien con una fresa un diente dolorido. Cuando salí del ascensor y caminé el kilómetro hacia mi terminal de trabajo, pasando entre los primeros cuarenta cubículos de la planta, veía cabezas que se alzaban aquí y allá, como perros en una pradera, para alcanzar a verme. El rumor había corrido; yo era una celebridad. Los correos electrónicos volaban de un lado al otro, de eso no había duda.
Tenía los ojos rojos, mi pelo era un desastre, parecía un anuncio ambulante de no a la droga.
La pantallita de cristal líquido de mi teléfono Internet decía: «Tiene once mensajes.» Conecté el altavoz y los pasé deprisa. Con sólo oír los mensajes, preocupados y sinceros y aduladores, me subió la presión detrás de los ojos. Saqué el frasco de Advil del cajón inferior, cogí dos y me los tragué en seco. Así que esta mañana ya llevaba cuatro, lo cual excedía la dosis máxima recomendada. ¿Y qué podía pasarme? ¿Morir de una sobredosis de ibuprofeno momentos antes de ser despedido?
Yo era subdirector de líneas de producción para
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