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A todo aquel que preferiría estar haciendo algo útil
En la primavera de 2013 causé, sin quererlo, un pequeño revuelo internacional.
Todo empezó cuando recibí el encargo de escribir un artículo para una nueva revista radical llamada Strike! El redactor jefe me preguntó si tenía algún tema provocativo que probablemente nadie más quisiera publicar. Siempre tengo una o dos ideas como esta cociéndose en mi mente, así que redacté el borrador de un pequeño texto titulado «Sobre el fenómeno de los trabajos de mierda».
El artículo se basaba en una corazonada. Casi todo el mundo está más o menos familiarizado con cierta clase de trabajos que parecen no servir para mucho: consultores de recursos humanos, coordinadores de comunicación, investigadores de relaciones públicas, estrategas financieros, abogados corporativos o el tipo de gente (muy conocida en contextos académicos) que se pasa el tiempo en comités debatiendo el problema del exceso de comités. La lista parecía infinita. Y me pregunté: ¿estos trabajos son realmente inútiles, y los que los llevan a cabo son conscientes de esto? De vez en cuando conocemos a personas que parecen tener la impresión de que sus trabajos carecen de sentido y son innecesarios. ¿Acaso habría algo más desmoralizador que tener que levantarse pronto cinco de los siete días de la semana durante toda la vida adulta para realizar una tarea que uno, en su fuero interno, considera que no hace falta, que no es más que una pérdida de tiempo o recursos, o que incluso hace del mundo un lugar peor? ¿No supondría esto una horrible afrenta psicológica para nuestra sociedad? Y si fuera así, sería una cosa de la que nadie quiere hablar. Hasta ese momento se habían efectuado ya numerosas encuestas para saber si la gente es feliz en su trabajo, pero, que yo supiera, no había ninguna sobre el hecho de que pensaran si hay o no razones de peso para que su trabajo exista.
La posibilidad de que nuestra sociedad esté llena de trabajos inútiles, posibilidad de la que, como digo, nadie quiere hablar, no parecía intrínsecamente inverosímil. El mundo del trabajo está plagado de tabúes. Incluso el hecho de que a la mayoría de la gente no le guste su trabajo y que le encante tener una excusa para no acudir a realizarlo se considera algo que no puede admitirse en televisión; al menos no en las noticias, aunque de forma ocasional se comente en documentales y en monólogos humorísticos. Yo mismo he vivido estos tabúes: en una ocasión actué de enlace con los medios de comunicación para un grupo activista que, de acuerdo con los rumores, estaba planeando llevar a cabo una campaña de desobediencia civil para colapsar el sistema de transporte de Washington D. C. como parte de una protesta contra una cumbre económica mundial. En los días previos no se podía ir a ningún sitio con pinta de anarquista sin que un funcionario público se te acercara para preguntar muy contento si era cierto que el lunes no podría ir al trabajo. Sin embargo, las cadenas de televisión se las arreglaron para entrevistar a algunos funcionarios —y no me sorprendería que fueran los mismos que se me acercaron— que, como sabían que de otro modo no tendrían ocasión de salir en la tele, aseguraban que no poder ir al trabajo sería una terrible tragedia para ellos. Nadie parece sentirse libre para decir lo que en realidad piensa sobre este tema, al menos en público.
Era algo plausible, aunque no lo sabía con seguridad. En cierto modo, escribí el artículo como una especie de experimento. Me interesaba comprobar qué tipo de respuesta provocaría.
He aquí lo que escribí para el número de agosto de 2013 de dicha revista:
sobre el fenómeno de los trabajos de mierda
En el año 1930, John Maynard Keynes predijo que a finales del siglo xx la tecnología habría avanzado lo suficiente como para que países como el Reino Unido o Estados Unidos pudieran tener jornadas laborales de 15 horas a la semana. Hay muchas razones para creer que tenía razón. En términos tecnológicos, hoy en día tal jornada sería perfectamente posible. Y, sin embargo, no solo no está implantada, sino que, por el contrario, la tecnología ha sido utilizada para conseguir que todos trabajemos aún más. Para ello se han tenido que crear empleos que son inútiles: muchísimas personas, sobre todo en Europa y Norteamérica, pasan toda su vida laboral efectuando tareas que, en su fuero interno, piensan que no haría falta realizar. El daño moral y espiritual que produce esta situación es realmente profundo; es una cicatriz en nuestra alma colectiva, pero casi nadie habla de ello.
¿Por qué la prometida utopía de Keynes —aún esperada con ansia en los 60— no ha llegado nunca a materializarse? La respuesta más habitual es que no tuvo en cuenta el enorme incremento del consumismo. Entre trabajar menos horas o tener más juguetes y más placeres, hemos escogido la segunda opción. Si fuera así, la moraleja estaría clara, pero apenas un momento de reflexión nos lleva a pensar que no puede ser cierto. De hecho, desde los años 20 hemos sido testigos de la creación de una infinita variedad de nuevos trabajos y empresas, pero muy pocos de ellos tienen algo que ver con la producción y distribución de sushi, iPhones o zapatos deportivos caros.
Así pues, ¿cuáles son estos nuevos trabajos exactamente? Un informe reciente sobre la evolución del empleo en Estados Unidos entre 1910 y 2000 ofrece ejemplos claros (muy similares a los del Reino Unido durante los mismos años, cabría añadir). A lo largo del pasado siglo, el número de trabajadores empleados en el servicio doméstico, en la industria y en el sector agropecuario se redujo drásticamente, mientras que «los profesionales, gestores, administrativos, vendedores y empleados en servicios en general» se triplicaron, pasando «de la cuarta parte a las tres cuartas partes de la fuerza laboral». En otras palabras, los trabajos productivos, como se había predicho, se han automatizado enormemente. (Incluso en términos globales, contabilizando a todas las personas empleadas en el sector industrial en el mundo, incluidas las esforzadas poblaciones de India y China, este tipo de trabajadores ya no suponen un porcentaje de la población mundial tan elevado como lo era antaño).
En lugar de producirse una importante reducción de las horas de trabajo, que hubiera liberado a la población mundial y le hubiera permitido dedicarse a sus propios proyectos, placeres, visiones e ideas, hemos asistido a un enorme aumento del sector «servicios» —no tanto del sector en su conjunto, sino específicamente de la parte más administrativa, incluyendo en ella la creación de nuevas empresas como las destinadas a servicios financieros o a la venta a distancia—, así como a la expansión sin precedentes de colectivos como los que se ocupan del derecho corporativo, la administración académica o sanitaria, los recursos humanos y las relaciones públicas. Y en esta relación ni siquiera se incluye a todas las personas cuyo trabajo consiste en proporcionar apoyo administrativo, técnico o de seguridad para las empresas mencionadas, ni tampoco a las integradas en el sinfín de empresas centradas en tareas auxiliares (bañar perros, repartir pizza a domicilio las 24 horas, etc.), que solo existen porque todos los demás trabajadores se dedican al resto de los trabajos.
Estos son los que se podrían llamar «trabajos de mierda».
Da la impresión de que hay alguien ahí fuera creando trabajos sin sentido solo para mantenernos ocupados. Y este es el principal misterio, ya que, en teoría, precisamente en el capitalismo este tipo de cosas no deberían suceder. En los viejos e ineficientes Estados socialistas como la antigua Unión Soviética, en los que el empleo se consideraba un derecho y un deber sagrado, el sistema creaba tantos empleos como fueran necesarios. (Por esta razón, en las tiendas soviéticas solía haber tres dependientes para vender un trozo de carne). Sin embargo, esta es exactamente la clase de problema que se supone que solucionan los mercados competitivos. De acuerdo con los postulados de la teoría económica, lo último que haría una empresa con ánimo de lucro sería despilfarrar dinero pagando a trabajadores que en realidad no necesita. Y, sin embargo, esto es lo que de alguna manera está sucediendo.