Ramirez Viera - PARANOIA 3
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- Libro:PARANOIA 3
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HOGAR DE SUEÑOS
Javier Ramírez Viera
ESCRITIA.COM
Las Palmas de Gran Canaria, España.
octubre de 2.008.
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EL ABUSO DE QUIENES DECIDEN
Siglo diecinueve, Santa Lucía; una isla británica en El Caribe.
Cuando fray Luís llegaba a la viña, lo s esclavos negros tenían que arrodillarse, mientras los capataces blancos sólo tenían que inclinar levemente la cabeza.
“Una irreverencia, una sola falta, y recibiréis diez latigazos”, había sido la consigna de los amos. Y había una razón para ello; ganar la absolución para sus propios pecados.
Por ellos, todo aquel que por el mundo anduviese a dos patas era capaz de hacerlos, de lograr maldad para sus semejantes. Por ello, ni entre esclavos de una misma pena, los hombres podían fiarse unos de otros...
El 101, aquel de la mirada seria, era de origen mandingo, algo que siempre recordaba a todo aquel, de los suyos cautivos, que quisiese pasarse de listo con él. “Soy hijo de un finankés, un policía de mi pueblo”... y con ello quedaba claro que sus derechos iban a ser defendidos a toda costa con valor y coraje.
El 86, aunque sufriendo una hernia, todavía seguía en el campo... pues fuera de él, no siendo habilidoso para otras cosas que el hombre blanco valorara, se está literalmente muerto. Y es que, siendo baluba, quiso basar su esclavitud en hacer taburetes y otras obras artesanales, una vez su cuerpo se empezó a atrofiar... pero le fue imposible; allí, la única mano de obra útil era la agraria, para la cual sólo hacía falta una espalda y unos brazos fuertes.
El 34, de origen sara, contaba que fue capturado con doce años por los beduinos musulmanes vendedores de esclavos. Curiosamente, aquel tipo de gran estatura contaba asimismo como paradoja que las mujeres de su tribu se afeaban para no ser raptadas, deformándose monstruosamente los labios con grandes discos de madera... pero que, cuando cambió la demanda a favor de sólo trabajadores y no concubinas, no había modo alguno de “estropear” la mercancía; aquellos que se lesionaban a sí mismos para no ser capturados, eran dados de muerte por aquellos demonios del desierto, a quienes dicha burla les acrecentaba el odio al “ganado humano” y les hacía perder dinero.
Multitud... Trabajo realizado gracias a una multitud... Allí, al otro lado del Atlántico, el pasado de cada esclavo quería ser redimido a cenizas por medio de un trabajo absurdo, el cual daba beneficios absurdos y no tenía relación alguna con lo que eran en realidad cada uno de aquellos hombres. En silencio, en sus quehaceres, cada cual recordaba haber sido algo más grande y mejor llevado, más noble y limpio, que aquellos tipos blancos, los capataces y sus asistentes, que llevaban el látigo y lo hacían bailar sin conciencia alguna; si acaso con la pesadumbre de que los plazos fijados para un determinado trabajo no se cumplieran y por ello el amo pidiera explicaciones.
—Yo fui guerrero —decía de vez en cuando, entre bananos, el 34—, pero sabía medir la guerra y la violencia.
—Sigue con lo tuyo, 34 —le decía entonces el 86. —No te reveles o sufrirás la peor de las muertes.
Números para personas... Y es que Mr. Laren, el señor de la hacienda, había tenido la brillante idea de numerar a sus esclavos, con marcas en el pecho, para que no se “confundieran” con los de otras plantaciones, pues, entre bandidos, los robos y las tretas estaban a la orden del día.
—Y encima ese cerdo —seguía querellándose a todo el 101.
Y el esclavo miraba con todo el odio del mundo a fray Luís, el blanco más gordo y parsimonioso, un verdadero zángano, de toda la isla, el cual llegaba en su elegante carroza con sombrilla, parecía sonreír a todos y “santificar” a los esclavos con un gesto de su mano. No había que engañarse; también echaba agua bendita al ganado vacuno de las montañas y bendecía todo nuevo almacén que se levantara.
—Arrodíllate y guarda tu odio para una mejor ocasión —les alentaba el 86 en tales momentos de humillación. —Ya estamos casi a la hora de la puesta de sol. Va a pasar otro día más y podremos ir a dormir a los barracones.
Pero al 101 y al 34 nadie les engañaba; algo malo ocurría, siempre, cada vez que fray Luís visitaba una hacienda. Normalmente, por chantaje de su santa condición y con Dios como excusa, el religioso pedía favores, por los cuales siempre pagaban en su carne los esclavos.
Aquel día, como ocurriera en otros anteriores, fray Luís pidió a Mr. Loren una partida de trabajadores para hacer unas mudanzas en la residencia eclesiástica, una “tontería” que podría retrasar el trabajo en el campo.
“No puedo hacerlo, padre... Hemos tenido una epidemia de quién sabe qué enfermedad que ha venido en un barco. He perdido muchos esclavos, y ahora estoy esperando una nueva remesa, si es que mis noticias han llegado a San Luís. Necesito en mis tierras a todos los que han sobrevivido, así de simple”.
“Lo sé, lo sé, hijo... No hay que acalorarse. Es una pena que estas criaturas padezcan nuestras mismas dolencias. Ojalá fueran fuertes como los bueyes... Sólo os pido un poco de comprensión; nosotros, los religiosos, somos gente de letras, de cultura, de manos delicadas... No estamos hechos para el trabajo duro, como los negros. Cambiar de lugar los muebles es una ardua tarea para mis muchachos. Entiéndalo”.
“Sí, claro, padre... pero necesito a mis esclavos aquí de sol a sol”.
“De sol a sol... Usted mismo lo ha dicho. Déjemelos por esta noche. Se los devolveré por la mañana”.
“No es mala idea, padre, pero estarán cansados para empezar la jornada”.
“Pero si tenéis al capataz más eficiente de toda Santa Lucía. Con él no habrá cuentos de ningún tipo. Los negros son criaturas fuertes, y harán su trabajo con la misma garra que los burros a golpe de fusta”.
“Está bien... pero llevaos también a mi capataz, ese que decís es el mejor de toda la isla; no quiero que haya incidentes”.
“Por Dios que no los habrá. La Iglesia sabrá agradeceros este favor que me hacéis”.
* * *
Rodrigo, uno de los tres capataces de Mr. Loren, hizo exactamente lo que su jefe le dijo: coger a sólo cinco negros, que trabajasen el doble —por los diez que pedía fray Luís— y que estuvieran a punto para empezar la jornada en los bananos al día siguiente, aunque cayesen desmayados al llegar el almuerzo.
—¡Vamos, perros! —les dijo Rodrigo, golpeando el suelo con su látigo. —Subid al carro.
Y, tras esperar que aquella media decena terminara —encima— sus quehaceres en el campo, aquel español de muy mal genio y sus dos ayudantes, ambos armados con arcabuces y espadas, subieron e hicieron subir al carromato a los esclavos, los encadenaron al mismo y pusieron rumbo al otro confín de la comarca, a la residencia de los frailes.
—¡Silencio, cerdos! —dijo todavía quien mandaba, oyendo las quejas del 101. —Este no es un paseo de cortesía.
No, no lo era... Al llegar al edificio donde vivían los religiosos, una preciosa finca donde también trabajaban algunos otros esclavos, Rodrigo ordenó a sus trabajadores y los puso en fila.
—No quiero ninguna tontería... A la menor estupidez, os descarno la piel a tiras.
Algunos negros no entendían palabra alguna... pero sí comprendían el acento. Eso era suficiente para saber de las pautas a seguir, agachar la cabeza y servir.
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