Steve Berry
Los caballeros de Salomón
Traducción del inglés por Francisco Lacruz
Título original: The Templar Legacy
Jesús dijo: «Conoce lo que está al alcance de tu vista, y lo que te está oculto se hará claro. Porque no hay nada oculto que no sea revelado.»
El evangelio de santo Tomás
«Nos ha sido útil, este mito de Cristo.»
Papa León X
He sido afortunado. El mismo equipo que produjo mi primera novela, The Amber Room, en 2003, ha permanecido agrupado. Pocos escritores pueden disfrutar de tal lujo. De manera que, nuevamente, un montón de gracias a cada uno. Primero, a Pam Ahearn, mi agente, que creyó en mí desde el comienzo. Luego a la maravillosa gente de Random House: a Gina Centrello, una extraordinaria editora; a Mark Tavani, un editor mucho más juicioso de lo que sería propio de su edad (y un gran amigo también); a Ingrid Powell, con quien siempre se puede contar; a Cindy Murray, que hace un gran esfuerzo por dejarme bien en la prensa (lo cual es una notable tarea); a Kim Hovey, que comercializa con la habilidad y precisión de un cirujano; a Beck Stvan, el talentoso artista responsable de la espléndida cubierta; a Laura Jorstad, una revisora de manuscritos con ojo de lince, que hizo que no tuviera ningún desmayo; a Crystal Velasquez, la jefa de Producción que diariamente hace que vaya como una seda el proceso de edición; a Carole Lowenstein, que una vez más hizo que las páginas brillaran; y finalmente a todos los miembros de Promociones y Ventas… Absolutamente nada podría conseguirse sin sus importantes esfuerzos.
Un agradecimiento muy especial a una de mis «chicas», Daiva Woodworth, que le dio a Cotton Malone su nombre. Pero no puedo olvidar a mis otras «dos chicas»: Nancy Pridgen y Fran Downing. La inspiración de las tres me acompaña cada día.
Con una nota personal. Mi hija Elizabeth (que está creciendo muy deprisa) aportó una alegría diaria a las increíbles pruebas y tribulaciones que tuvieron lugar durante la creación de este libro. Es verdaderamente un tesoro.
Este libro está dedicado a ella.
Siempre.
París, Francia
Enero 1308
Jacques de Molay buscaba la muerte, pero sabía que la salvación nunca le sería ofrecida. Era el vigésimo segundo maestre de los Pobres Compañeros Soldados de Cristo y el Templo de Salomón, una orden militar que había existido bajo la protección de Dios durante doscientos años. Pero en los últimos tres meses, él, al igual que cinco mil de sus hermanos, había sido prisionero de Felipe IV, rey de Francia.
– Levantaos -ordenó Guillaume Imbert desde el umbral.
De Molay permaneció en el lecho.
– Sois insolente, incluso ante vuestra propia muerte -dijo Imbert.
– La arrogancia es todo lo que me queda.
Imbert era un hombre malévolo con un rostro como el de un caballo, que, como había notado De Molay, parecía tan impasible como una estatua. Era el gran inquisidor de Francia y el confesor personal de Felipe IV, lo cual quería decir que tenía la confianza del rey. Sin embargo, De Molay se había preguntado muchas veces qué, aparte del dolor, producía alegría en el alma del dominico. Pero sí sabía lo que le irritaba.
– No haré nada de lo que vos deseáis -añadió.
– Ya habéis hecho más de lo que os imagináis.
Eso era cierto, y De Molay una vez más lamentó su debilidad. La tortura de Imbert los días posteriores a los arrestos del 13 de octubre había sido brutal, y muchos hermanos habían confesado maldades. De Molay se encogía ante el recuerdo de sus propias confesiones… Que aquellos que eran recibidos en la orden negaban al Señor Jesucristo y escupían sobre la cruz como desprecio hacia Él. De Molay incluso se había derrumbado y escrito una carta exhortando a los hermanos a confesar tal como él había hecho, y un número considerable de ellos había obedecido.
Sólo unos días atrás, emisarios de Su Santidad, Clemente V, habían llegado a París. Clemente era conocido como la marioneta de Felipe, motivo por el cual De Molay había traído consigo a Francia el verano anterior bastantes florines de oro y doce monturas cargadas con plata. Si las cosas iban mal, aquel dinero debía ser usado para comprar el favor del rey. Sin embargo, había subestimado a Felipe. El rey ya no deseaba tributos. Quería todo lo que la orden poseía. De manera que se urdieron acusaciones de herejía, y millares de templarios fueron arrestados en un solo día. A los emisarios del papa, De Molay les había informado de las torturas, y públicamente se retractó de su confesión, lo que sabía que produciría represalias. De manera que dijo:
– Imagino que Felipe estará ciertamente preocupado porque el papa pueda tener carácter.
– Insultar a vuestro apresador no es prudente -dijo Imbert.
– ¿Y qué sería prudente?
– Hacer lo que deseamos.
– ¿Y entonces cómo respondería ante mi Dios?
– Vuestro Dios está esperando que vos, y todos los demás templarios, respondáis.
Imbert hablaba con su usual voz metálica, que no dejaba entrever el menor vestigio de emoción.
De Molay ya no quería discutir. A lo largo de los últimos tres meses había soportado incesantes interrogatorios, amén de privación del sueño. Le habían colocado grilletes, untado los pies de grasa y acercado a las llamas, y estirado su cuerpo en el potro. Se había visto obligado incluso a contemplar cómo los borrachos carceleros torturaban a los otros templarios, la inmensa mayoría de los cuales eran simplemente granjeros, diplomáticos, contables, artesanos, navegantes, oficinistas. Se sentía avergonzado de lo que ya se había visto forzado a decir, y no iba a añadir voluntariamente nada más. Se echó hacia atrás en el apestoso camastro y esperó a que su carcelero se marchara.
Imbert hizo un gesto, y dos guardianes cruzaron la puerta y tiraron de De Molay para ponerlo en posición vertical.
– Traedlo -ordenó Imbert.
De Molay había sido arrestado en el Temple de París y retenido allí desde el mes de octubre anterior. La alta torre del homenaje, provista de cuatro torretas, era el cuartel general templario -y su centro financiero-, y no poseía ninguna cámara de tortura. Imbert había improvisado, convirtiendo la capilla en un lugar de inimaginable angustia… un lugar que De Molay había visitado a menudo durante los últimos tres meses.
– Me han dicho -dijo Imbert- que es aquí donde tenía lugar la más secreta de vuestras ceremonias.
El francés, vestido con un hábito negro, se acercó pavoneándose a un costado de la larga sala, cerca de un receptáculo esculpido que De Molay conocía bien.
– He estudiado los contenidos de este cofre. Contiene un cráneo humano, dos fémures y una mortaja blanca. Curioso, ¿no?
De Molay no tenía intención de responder nada. En vez de ello, recordó las palabras que cada postulante había emitido al ser recibido en la orden. «Sufriré todo lo que plazca a Dios.»
– Muchos de vuestros hermanos nos han contado cómo se usaban estos objetos. -Imbert movió negativamente la cabeza-. A esos desagradables extremos llegó vuestra orden…
Ya estaba harto.
– Responderemos sólo ante nuestro papa, como sirvientes del servidor de Dios. Sólo él nos juzgará.
– Vuestro papa está sometido a mi señor. Él no os salvará.
Y era cierto. Los emisarios del papa habían dejado claro que transmitirían la retractación de De Molay de su propia confesión, pero dudaba de que eso cambiara en alguna medida el destino de los templarios.
– Desnudadlo -ordenó Imbert.
El guardapolvo que había llevado desde el día de su arresto le fue arrancado del cuerpo. No sintió mucha tristeza al perderlo, ya que la sucia ropa olía a heces y orina. Pero la regla prohibía a todos los hermanos que mostraran su cuerpo. Sabía que la Inquisición prefería a sus víctimas desnudas, sin orgullo. Así que se dijo a sí mismo que no se arrugaría por el acto insultante de Imbert. Su anciano cuerpo de cincuenta y seis años de edad poseía aún una buena estatura. Al igual que todos los caballeros hermanos, había cuidado de él. Permaneció erguido, aferrándose a su dignidad, y calmosamente preguntó:
Página siguiente