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Juan Eslava Galán - Los templarios y otros enigmas medievales

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Juan Eslava Galán Los templarios y otros enigmas medievales
  • Libro:
    Los templarios y otros enigmas medievales
  • Autor:
  • Editor:
    Editorial Planeta, S. A.
  • Genre:
  • Año:
    2013
  • Ciudad:
    Barcelona
  • Índice:
    4 / 5
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Los templarios y otros enigmas medievales: resumen, descripción y anotación

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En 1115 dos caballeros franceses decidieron consagrar sus vidas a proteger de los bandidos a los peregrinos que hacían el camino de Jaffa a Jerusalén. Este fue el origen de la Orden de los templarios, una poderosa organización que se extendió por toda la Cristiandad. Con el rigor y amenidad habituales en él, Juan Eslava Galán analiza la historia del Temple, sus reglas, sus costumbres y el origen de sus leyendas. Este libro ofrece además un ágil y ameno recorrido por otros enigmas medievales: ¿Existieron el rey Arturo y sus caballeros de la Tabla Redonda? ¿Qué era el Santo Grial? ¿Por qué lo buscó Hitler afanosamente? ¿Con qué armas secretas se conquistó Constantinopla? ¿Quiénes fueron los cátaros? Un libro documentado y trepidante que responde a estos y otros enigmas medievales.

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LOS TEMPLARIOS

E n el siglo XI se pusieron de moda las peregrinaciones a lugares sagrados, especialmente a Roma, a Santiago de Compostela y a los Santos Lugares donde transcurrieron la vida, pasión y muerte de Jesucristo. La más alta meta de un peregrino consistía en viajar a Jerusalén para postrarse en el santuario que albergaba el Santo Sepulcro. Cada vez eran más numerosos los europeos que arrostraban la mística aventura de marchar a Tierra Santa. Para ello seguían unos itinerarios precisos en los que podían encontrar hospederías, hospitales y lugares de acogida costeados por entidades piadosas, y una mínima infraestructura que mitigaba los azares e incomodidades del largo camino.

Este viaje solía durar muchos meses. Algunos peregrinos lo emprendían por pura devoción, que quizá disimulaba un deseó de ver mundo; otros lo hacían a modo de penitencia, para expiar grandes pecados. Las peregrinaciones a Jerusalén, símbolo aceptado de la ciudad celestial, se fueron haciendo usuales en una Europa cuya curiosidad, afán de saber y poder económico habían crecido notablemente en los últimos tiempos.

El mapa político del mundo parecía haber alcanzado cierta estabilidad. Después de las conquistas islámicas, el Mediterráneo quedaba escindido en dos bloques antagónicos: al Sur, ocupando Oriente Medio, el norte de África y la mitad de la península Ibérica, el conjunto de los países musulmanes; al Norte, los países cristianos, que se extendían por la parte septentrional de la península Ibérica y el resto de Europa y Asia Menor. Eran estados feudales estructurados según complicados códigos de vasallaje. La atomización y delegación de poderes que ello comportaba constituía un obstáculo para el desarrollo económico y social de aquellos países. Además, favorecía las guerras nobiliarias, el bandolerismo y los conflictos internos.

A pesar de todo, la economía del bloque latino se recuperó notablemente, estimulada por el crecimiento de la población. Se roturaban nuevas tierras para cultivo, se organizaban vías comerciales que canalizaban los excedentes hacia nuevos mercados, crecía la demanda de productos exóticos y mercancías de lujo y hasta se observaba un predominio naval italiano en el Mediterráneo. Los ricos armadores y comerciantes de Venecia, Génova y Pisa fijaron sus ávidos ojos en los prometedores mercados de Oriente…

En el aspecto militar, el bloque latino gozaba de envidiable salud y parecía encontrarse en el ápice de su fuerza. Si acaso, la oferta de hombres de armas superaba a la demanda. Cientos de vástagos de nobles familias, desheredados por absurdas leyes de primogenitura, se encontraban por único patrimonio el entrenamiento militar que era base de su educación. Ante tal abundancia y disponibilidad de profesionales armados, la Iglesia tuteló la creación de instituciones caballerescas para encauzar positivamente las energías destructivas de tanta gente consagrada a la violencia. No siempre lo consiguió. En cualquier caso, la sociedad feudal generaba un exceso de guerreros que solían emplearse en sórdidos conflictos internos provocados por fútiles motivos. Europa iba tomando conciencia de su fuerza y esta potencia necesitaba un cauce que le permitiera traspasar sus estrechas fronteras.

Otro elemento importante era la Iglesia. La autoridad de los papas se había robustecido después de los recientes conflictos con el poder civil. Su voz se hacía oír en la Cristiandad y su autoridad era unánimemente aceptada. Este poder se fundaba en el fervor religioso del pueblo y de la nobleza. Se trataba de una religiosidad supersticiosa, y milagrera, proclive a interpretar como señales sobrenaturales los más sencillos fenómenos. Cualquier incendio, naufragio o epidemia —y había muchos— se tomaban como manifestación inequívoca de la cólera divina. El pueblo estaba dispuesto a obedecer ciegamente a los visionarios y santones que hablaban en nombre de Dios.

Tierra Santa estaba bajo el dominio de los califas abbasíes de Bagdad. Éstos, aunque profesaban la religión islámica, no tenían inconveniente en respetar y favorecer las peregrinaciones cristianas a sus posesiones. Al fin y al cabo, los visitantes les proporcionaban saneados ingresos, comparables a los que algunos Estados actuales obtienen de la explotación turística de un santuario famoso.

Pero, mediado el siglo, los belicosos e intolerantes turcos selyúcidas se apoderaron de toda la región. A los países de Occidente comenzaron a llegar terribles noticias de calamidades y sufrimientos padecidos por los pacíficos peregrinos a manos de aquellos bárbaros. Estas historias continuaron circulando, exageradas incluso, cuando ya la situación en Tierra Santa había mejorado notablemente.

Rescatar Tierra Santa de los infieles y restablecer la seguridad en las rutas de peregrinación fue solamente una excusa. Las causas verdaderas de las cruzadas son sociales, políticas y económicas. El factor religioso fue simplemente un pretexto para arrastrar a la guerra santa a una muchedumbre de personas de toda condición social que se sintió fascinada por la empresa de ganar para la fe de Cristo los Santos Lugares.

El 18 de noviembre de 1095 comenzaron las sesiones del concilio que el papa Urbano II había convocado en Clermont (Francia). Los prelados y miembros de la alta nobleza asistentes fueron tan numerosos que no cabían en la catedral y la asamblea hubo de trasladarse al aire libre. El papa prometió remisión de todos los pecados a aquellos que se, alistaran en una peregrinación armada para rescatar de manos infieles los Santos Lugares. El concilio sancionó la cruzada. Legados pontificios recorrieron los reinos latinos informando a prelados y gobernantes/Los púlpitos divulgaron la noticia. El pueblo acogió el proyecto con fanático entusiasmo. Al grito de Deus volt, Deus volt (Dios lo quiere, Dios lo quiere), una muchedumbre de personas de toda condición se dispuso alegremente a participar en la aventura. Los peregrinos cosían sobre el hombro derecho de sus mantos o túnicas el distintivo de una cruz de trapo rojo. Por este motivo se los llamó cruzados y a las expediciones que los condujeron a Oriente, cruzadas. Teniendo en cuenta que se trataba de una expedición guerrera, los contingentes militarmente ineficaces que acudían a la convocatoria constituían un estorbo más que una ayuda, pero, no obstante, nadie fue rechazado. Decenas de miles de campesinos y artesanos malbarataron sus pertenencias para adquirir dinero y armas con las que concurrir a la cruzada. Muchos llevaban consigo a sus mujeres e hijos.

Todo el bloque de los países latinos se entregó a una frenética actividad. La improvisación y falta de coordinación de los mandos era tal que se prepararon simultáneamente varias expediciones. Habría una cruzada oficial, capitaneada por la alta nobleza y supervisada por el papa, y otras varias cruzadas populares más o menos espontáneas, caracterizadas por la indisciplina de sus componentes. De éstas, la más importante fue la acaudillada por Pedro el Ermitaño, un carismático predicador que arrastraba tras de sí a una muchedumbre fanatizada. Atravesaron Europa cometiendo tropelías y saqueando a su paso las ciudades cristianas, y fueron aniquilados por los turcos en el valle de Dracón, camino de Nicea. Sólo se salvaron del degüello las mujeres y niños aptos para los harenes.

El lugar del Templo de Jerusalén

El 15 de julio de 1099, tres años después de la partida, los cruzados alcanzaban su principal objetivo: se adueñaban, después de cruento asedio, de la ciudad sagrada de Jerusalén. La matanza de sus habitantes musulmanes y judíos fue espantosa. A pesar de las garantías ofrecidas por los líderes cristianos, la población de la ciudad fue pasada a cuchillo, sin respetar sexo ni edad. Un cronista anota: «Entrados en la ciudad nuestros peregrinos persiguieron y aniquilaron a los musulmanes hasta el Templo de Salomón, donde se habían congregado y donde se libró el combate más encarnizado de' la jornada hasta el punto de que todo el lugar estaba encharcado de sangre.» Un testigo presencial precisa: «La carnicería fue tal que la sangre les llegaba a los nuestros hasta los tobillos.»

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