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John Lindqvist - Déjame entrar

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Oskar, un niño solitario y triste que vive en los suburbios de Estocolmo, tiene una curiosa afición: le gusta coleccionar recortes de prensa sobre asesinatos violentos. No tiene amigos y sus compañeros de clase se mofan de él y le maltratan. Una noche conoce a Eli, su nueva vecina, una misteriosa niña que nunca tiene frío, despide un olor extraño y suele ir acompañada de un hombre de aspecto siniestro. Oskar se siente fascinado por Eli y se hacen inseparables. Al mismo tiempo, una serie de crímenes y sucesos extraños hace sospechar a la policía local de la presencia de un asesino en serie. Nada más lejos de la realidad.

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John Ajvide Lindqvist Déjame entrar Para Mia mi Mia El Lugar - photo 1

John Ajvide Lindqvist

Déjame entrar

Para Mia, mi Mia

El Lugar

Blackeberg.

Puede que pienses en trufas de coco, tal vez en drogas. «Una vida ordenada». Te imaginas una estación de metro, extrarradio. Después no hay mucho más que pensar. Sin duda vive gente allí, como en otros sitios. Para eso se construyó, para que la gente tuviera algún sitio donde vivir.

No se trata de un espacio que se haya desarrollado de forma natural, no. Aquí estuvo todo desde el principio planificado al milímetro. La gente tuvo que instalarse en lo que había. Edificios de hormigón en colores ocres esparcidos por el verde.

Cuando esta historia tiene lugar, Blackeberg lleva treinta años existiendo como población. Podría uno imaginarse un cierto espíritu pionero al estilo del Mayflower; un territorio desconocido. Sí. Imaginarse las casas deshabitadas esperando a sus inquilinos.

¡Y ahí vienen ellos!

Cruzando el puente de Traneberg con el sol en los ojos y sueños en la mirada. Corre el año 1952. Las madres llevan a sus hijos en brazos, en cochecitos de bebé o de la mano. Los padres no llevan consigo azadas ni palas, sino electrodomésticos y muebles funcionales. Puede que vayan cantando algo. La Internacional tal vez. O Vayamos a Jerusalén, según la forma de ser de cada uno.

Esto es grande. Es nuevo. Es moderno.

Pero no sucedió realmente así.

Llegaron en el metro. O en coches, camiones de mudanzas. Uno a uno. Entraron en los pisos recién construidos llevando consigo sus enseres. Organizaron sus cosas en cajones y repisas de medidas estandarizadas, colocaron sus muebles en fila sobre los suelos de linóleo y compraron otros nuevos para rellenar los huecos.

Cuando terminaron, alzaron la vista y vieron la tierra que les había sido dada. Salieron de sus portales y se encontraron con que todo el terreno estaba ya repartido. No podían hacer más que adaptarse a lo que había.

Había un centro. Había amplios parques para los niños. Había extensas zonas verdes alrededor de las casas. Había zonas peatonales.

– Es un buen lugar -se decían entre ellos alrededor de la mesa de la cocina unos meses después de la mudanza.

– Hemos llegado a un buen sitio.

Sólo faltaba unacosa. Una historia. En la escuela, los niños no podían hacer un trabajo especial sobre la historia de Blackeberg, porque no la tenía. Bueno, algo había acerca de un molino. Un rey de la pasta de tabaco. Algunos curiosos edificios antiguos a orillas del lago. Pero de todo aquello hacía mucho tiempo y no guardaba relación alguna con el presente.

Donde ahora se alzaban edificios de tres alturas, antes no había más que bosque.

Los misterios del pasado no estaban a su alcance; no tenían ni siquiera una iglesia. Una población de diez mil habitantes, sin iglesia.

Eso ya dice bastante de la modernidad y racionalidad del lugar. Bastante de lo ajenos que eran a las calamidades y al terror de la historia.

Lo cual explica en parte lo desprevenidos que estaban.

Nadie vio cómo se mudaron.

Cuando en diciembre la policía por fin localizó al transportista que había hecho la mudanza, éste no tenía mucho que contar. En su diario de 1981 sólo decía:

«18 de octubre: Norrköping-Blackeberg (Estocolmo)».

Recordaba que se trataba de un hombre y su hija, una chica guapa.

– Sí, por cierto. No traían casi nada. Un sofá, una butaca, alguna cama. Una mudanza fácil, visto así, y que… sí, querían que se hiciera por la noche. Les dije que sería más caro con la tarifa nocturna y demás. No hubo objeciones. Sólo que condujéramos de noche. Eso era lo importante. ¿Es que ha pasado algo?

El camionero supo lo que había ocurrido, quiénes eran los que habían viajado en su camión. Con los ojos muy abiertos, miró lo que había escrito en su diario:

– No me jodas…

Hizo un gesto con la boca como si sintiera asco al mirar sus propias letras:

«18 de octubre: Norrköping-Blackeberg (Estocolmo)». Era él quien los había llevado allí. Al hombre y a la chica. No pensaba contárselo a nadie. Nunca.

Primera Parte

Dichoso aquel que tiene un amigo así

Los líos del amor os dan preocupación, ¡chicos!

Siw Malmkvist, Los líos del amor

I never wanted to kill.

I am not naturally evil.

Such things I do Just to make myself

More attractive to you. Have I failed?

Morrissey, Last of the Famous International Playboys

Miércoles 21 de octubre de 1981

Gunnar Holmberg, comisario de policía de Vällingby, mostró una pequeña bolsa de plástico que contenía polvos blancos.

Tal vez heroína, pero nadie se atrevió a decir nada. No querían que sospechara que sabían de esas cosas, menos aún si tenían un hermano o algún colega del hermano metidos en ello. Chutándose caballo. Hasta las chicas se quedaron en silencio mientras el policía movía la bolsa.

– ¿Creéis que es levadura?, ¿harina?

Un murmullo reprobador. No fuera a pensar el policía que los de 6o B eran idiotas. Evidentemente era imposible determinar qué había en la bolsa, pero puesto que la clase trataba de las drogas, uno podía sacar sus propias conclusiones. El policía se volvió hacia la maestra:

– ¿Qué les enseñáis en la clase de tareas del hogar?

La maestra sonrió encogiéndose de hombros. Todos se echaron a reír; el poli parecía majo. Algunos chicos habían podido hasta coger su pistola antes de que empezara la clase. Sin cargar, claro, pero de todas formas.

A Oskar le brincaba el corazón en el pecho. Sabía la respuesta a esa pregunta. Sufría por no poder decir lo que sabía. Quería que el policía lo mirara. Que lo mirara y que le dijera algo después de que él hubiera dado la respuesta correcta. Era una tontería lo que iba a hacer, lo sabía, y, sin embargo, levantó la mano.

– ¿Sí?

– Es heroína, ¿no?

– Lo es -contestó el policía mirando con amabilidad-. ¿Cómo lo has adivinado?

Todas las cabezas se volvieron hacia él, expectantes ante lo que iba a decir.

– Bueno, es que… leo mucho y eso. El policía asintió con la cabeza.

– Eso está bien. Leer -dijo moviendo la bolsita-. Así no queda tanto tiempo para otras cosas. ¿Cuánto creéis vosotros que puede valer esto?

Oskar no tenía ya nada que añadir. Había pasado su minuto de gloria. Incluso le pudo decir al policía que leía mucho. Era más de lo que había esperado.

Luego se perdió en ensoñaciones. Imaginaba cómo el policía, al terminar la clase, se acercaba a él, se sentaba a su lado y le preguntaba cosas. Entonces le iba a contar todo. Y el policía le iba a entender. Le acariciaría el pelo y diría que era un buen chico; le levantaría y, estrechándolo entre sus brazos, diría:

– Jodido chivato.

Jonny Forsberg le clavó el dedo en el costado. El hermano de Jonny iba con drogatas y Jonny sabía un montón de palabras que el resto de los chicos de la clase aprendían rápidamente. Casi seguro que Jonny sabía conexactitudcuánto valía aquella bolsa, pero no era un chivato. No hablaba con la pasma.

Tenían recreo y Oskar se quedó al lado de los percheros, indeciso. Jonny quería meterse con él. ¿Cuál sería la mejor manera de evitarlo? ¿Quedándose en el pasillo o saliendo fuera? Jonny y el resto de los chicos de la clase se lanzaron en tromba al patio.

Claro; el policía iba a permanecer con su coche en el patio de la escuela para que quienes estuvieran interesados se acercaran a mirar. Jonny no se atrevería a meterse con él mientras el policía se quedara allí.

Oskar bajó hasta las puertas del patio y miró a través de los cristales. Justamente, todos los de la clase se arremolinaban alrededor del coche de la policía. A Oskar le habría gustado estar allí también, pero desechó la idea. Alguien intentaría darle un rodillazo; otro, bajarle los calzoncillos hasta la raja del culo, con policía o sin ella.

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