Introducción
Cuenta una antigua leyenda tehuelche que Kóoch, el ser supremo, creó el Sol para iluminar el día. Durante su paso diario por la Tierra, alumbraba y daba calor, pero con la llegada de la noche aparecía Tons, la oscuridad, y con ella el pánico se adueñaba del planeta. Los malos espíritus merodeaban por los campos y los bosques, y también quedaban en libertad los gigantes Hol-Gok, que salían de las profundidades de las cavernas y de los huecos de las rocas y aterrorizaban a los indios propagando todo tipo de males, enfermedades y desgracias.
Fue entonces cuando Kóoch creó a Keenyenkon, la Luna, para que iluminara la Tierra cuando llegaban las tinieblas y alejara con su clara luz a todos los malos espíritus. Las nubes, que avanzaban incansables por el cielo, pronto se dieron cuenta de su bella presencia, y le contaron al Sol los encantos de esa nueva compañera de viajes que había aparecido, radiante, en mitad del cielo nocturno. El Sol, intrigado, decidió conocerla, y una mañana apareció mucho más pronto de lo habitual en el horizonte. Nada más verla, se quedó prendado de su belleza. La Luna, por su parte, también quedó sorprendida por la presencia de ese rubio Sol que acababa de quebrar la oscuridad, y decidió acompañarle en su viaje diurno hasta que desapareció, al anochecer, tras los Andes.
La Luna ha sido muy importante en todas las culturas antiguas, como por ejemplo en la egipcia.
Desde que el hombre alzó por primera vez la vista al cielo y vio la Luna, quedó sin duda cautivado por un extraño poder que de ella emanaba y que hoy sigue siendo tan cautivador como desconocido. Fueron muchos los pueblos que la adoraron como a un dios y a su alrededor se forjaron centenares de historias, mitos y leyendas como la que acabamos de ver. Los druidas por ejemplo, rendían culto a la Luna y la veneraban como patrona de la prosperidad, símbolo de buena suerte. Los antiguos egipcios pensaban que la Luna menguante era lo poco que los hombres podían ver del dios Osiris después de que sus enemigos le destruyeran. Para los wongibones de Nueva Gales del Sur, esa pequeña porción de Luna era la espalda encorvada de un anciano que, al caer de una roca, se lesionó. Los antiguos semitas pensaban que, ciclo tras ciclo, siete malvados demonios atacaban a nuestro satélite hasta destruirlo. Los indios klamath, de Oregón, cuentan una leyenda que dice que la Luna mengua al romperse en pedazos, y para los dakotas, esto ocurre porque cuando está llena muchos ratones pequeños empiezan a mordisquearla hasta comérsela por entero. Cuando terminan, crece una nueva Luna, condenada a seguir los pasos de su predecesora.
Uno de los aspectos que más intrigó al hombre desde un principio fueron las manchas oscuras que salpican la superficie de nuestro satélite. Para los hotentotes, el culpable de que aparecieran fue un conejo. Cierto día, la Luna le pidió que fuera a la Tierra para decir a las personas que, del mismo modo en que ella lo hacía, ellas también renacerían después de morir, pero el conejo se equivocó y les explicó todo lo contrario: que solo darían «una vuelta en la vida». La Luna, al ser conocedora de lo que había dicho, se enfadó tanto que le arrojó un palo que le partió el labio (por eso este animal tiene el labio superior escindido) y el conejo, enojado por la reacción que había tenido la Luna, le arañó la cara y le dejó todas esas marcas que hoy siguen siendo visibles.
Para los khasias del Himalaya, las eternas manchas son fruto de un castigo. La Luna sería un hombre que se enamora una vez cada mes de su suegra, y su mujer, enfadada, le hecha cada vez que esto ocurre cenizas en la cara en señal de desaprobación. La mitología malaya, en cambio, explica que las manchas son un jorobado que está sentado bajo una higuera.
Como vemos, son muchos los mitos y leyendas que se han tejido en torno la Luna y con ellos se mezclan también las supersticiones. Las mujeres de algunas zonas rurales de Nueva Guinea llevaban a cabo un curioso rito para garantizar la seguridad de sus hombres durante los largos viajes que emprendían. Pocos días antes de que hubiera Luna nueva, le cantaban a esta sus tradicionales melodías, ya que creían que eso ayudaba a devolverle la vida que poco a poco se le iba. Si no lo hacían, la Luna desaparecería, y con ella sus hombres; sin la protección de una Luna que resurgía, ellos también desaparecerían y jamás regresarían de sus viajes.
Hasta bien entrado el siglo XX, algunos armenios temían el poderoso poder de la Luna y realizaban ceremonias al aire libre para impedir que influyera en sus hijos. Los judíos alemanes, por su parte, también creían en su enorme influencia, y solo se casaban durante el plenilunio.
Poco a poco, estas leyendas y viejas creencias van quedando en el olvido, pero ¿qué sabemos de la Luna? Nos separan apenas 384.000 kilómetros de nuestro satélite, una cifra astronómicamente muy pequeña, y sin embargo estamos a años luz de destapar los secretos que encierra.
¿Nos afecta nuestro satélite sin que lo sepamos? ¿Llegó el hombre a la Luna antes de lo que nos han dicho? ¿No ha vuelto a ir desde el último viaje oficial? ¿Había huellas de otras visitas anteriores? ¿Había ya «alguien» allí? ¿Y si nunca fuimos? ¿Nos han dicho toda la verdad sobre nuestro satélite? ¿Es realmente un satélite?
Capítulo 1. El influjo de Selene