Clifford D. Simak
Estación de tránsito
El fragor ya había terminado. El humo se arrastraba en finas hebras grises de niebla sobre la tierra torturada, las cercas destrozadas y los melocotoneros hechos astillas aguzadas por el fuego de cañón. Por un momento reinó el silencio, aunque no la paz, sobre aquellos escasos kilómetros cuadrados de terreno, donde sólo un momento antes los hombres gritaban y se debatían con el frenesí de un odio ancestral que los enfrentaba en una lucha secular, antes de que se separasen para caer exhaustos.
Durante un tiempo interminable, según pareció, los truenos rodaron del uno al otro confín del horizonte, la tierra destripada saltó por los aires, los caballos relincharon y los hombres profirieron roncas imprecaciones; se escuchó el silbido del metal y el golpe sordo con que terminó; brilló el fuego abrasador y resplandeció el acero; los gallardos colores de las banderas restallaron en el viento de la batalla.
Luego todo terminó y reinó el silencio.
Pero el silencio era una nota extraña que no tenía ningún derecho sobre aquel campo ni sobre aquel día, y no tardaron en romperlo los gemidos y los gritos de dolor, las voces pidiendo agua y las súplicas de muerte… el llanto, las llamadas y los gemidos que proseguirían durante horas bajo el sol del estío. Luego aquellas siluetas acurrucadas se quedarían quietas y tranquilas, se esparciría un hedor que causaría náuseas a todos cuantos por allí pasaran, y las tumbas no serían profundas.
Habría trigo que no sería nunca segado, árboles que no florecerían cuando volviese la primavera, y en la ladera que subía hasta el farallón, las palabras sin pronunciar, las gestas sin realizar y los bultos empapados que pregonaban el vacío y el despilfarro de la muerte.
Había hombres orgullosos que aún se habían cubierto de más gloria, pero que entonces no eran más que nombres cuyo eco resonaría a través de las edades… la Brigada de Hierro, el V de New Hampshire, el I de Minnesota, el II de Massachusets, el XVI de Maine.
Y allí estaba Enoch Wallace.
Aún empuñaba el mosquetón hecho pedazos y tenía ampollas en las manos. Su cara estaba tiznada de pólvora. Tenía los zapatos cubiertos de polvo y sangre reseca.
Pero aún vivía.
El Dr. Erwin Hardwicke hizo rodar el lápiz entre las palmas de las manos. Era una cuestión irritante. Miró al hombre sentado al otro lado de la mesa de su escritorio, con cierta expresión calculadora.
—Lo que no acabo de entender —dijo Hardwicke— es por qué ha acudido usted a nosotros.
—Verá, ustedes son de la Academia Nacional de Ciencias y pensé que…
—Y ustedes son de la CIA.
—Mire, doctor, si le parece mejor, considere esta visita extraoficial. Finjamos que soy un ciudadano intrigado que se dejó caer por aquí para ver si usted podía ayudarme.
—No es que no quiera ayudarle pero no sé cómo podría hacerlo. Todo esto me parece tan nebuloso y tan hipotético…
—¡Pero por Dios hombre! —dijo Claude Lewis—, no puede usted negar las pruebas que tengo… por pequeñas que sean.
—Bien, de acuerdo —repuso Hardwicke—, empecemos de nuevo y examinémoslo punto por punto. Dice usted que tienen a este hombre…
—Se llama Enoch Wallace —continuó Lewis—. Bajo el punto de vista cronológico, tiene ciento veinticuatro años. Nació en una granja de Wisconsin, a pocos kilómetros de la ciudad de Millville, el 22 de abril de 1840, y es hijo único de Jedediah y Amanda. Fue de los primeros en alistarse en respuesta a la llamada de Abraham Lincoln que pedía voluntarios. Se incorporó a la Brigada de Hierro, la cual fue prácticamente liquidada en Gettysburg, en 1863. Pero Wallace consiguió ser destinado a otra unidad de combate y luchó en toda Virginia bajo el mando de Grant. Asistió al fin de la lucha en Appomatox…
—Veo que han investigado sus antecedentes.
—He mirado su hoja de servicios. Su solicitud de alistamiento en el Capitolio del Estado, en Madison. El resto de la documentación, entre la que se cuenta su licenciamiento aquí en Washington.
Y dice usted que aparenta unos treinta años.
—Ni un día más. Y quizá menos que eso.
—Pero usted no ha hablado con él.
Lewis meneó negativamente la cabeza.
—Acaso no sea nuestro hombre. Si tuviésemos sus huellas dactilares…
—En tiempo de la Guerra de Secesión —dijo Lewis—, aún no se tomaban huellas dactilares.
—El último veterano de nuestra guerra civil —comentó Hardwicke—, murió hace unos años. Creo que era un tambor de la Confederación. Aquí debe de haber algún error.
Lewis hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—Lo mismo pensaba yo, cuando me destinaron a este caso.
—¿Y cómo fue que lo destinaron a él? ¿Por qué se interesan los servicios de Información en un asunto como éste?
—Reconozco que es algo que se sale un poco de lo corriente —admitió Lewis—. Pero es algo que podría tener consecuencias tan extraordinarias…
—¿Se refiere usted a la inmortalidad?
—Es posible que tal idea cruzara por nuestra mente. Una simple posibilidad de ella. Pero sólo de refilón. Antes tuvimos en consideración otras cosas. Hay algo tan extraño, que merecía una investigación.
—Pero la CIA…
Lewis sonrió.
—Ya sé lo que piensa: ¿por qué no se encargaba de la investigación a un centro científico cualquiera? Supongo que lógicamente así debiera haber sido. Pero uno de nuestros hombres tropezó casualmente con el asunto. Se hallaba de vacaciones. Tenía familia en Wisconsin… y no en aquella región particular, sino a unos cincuenta kilómetros de ella. Oyó un rumor… un rumor muy vago, que apenas pasaba de ser una mención casual. Entonces husmeó un poco por allí. No descubrió mucho, pero sí lo suficiente para hacerle creer que el rumor no se hallaba desprovisto de fundamento.
—Esto es lo que más me intriga —observó Hardwike—. ¿Cómo es posible que un hombre viva ciento veinticuatro años en una localidad sin convertirse en una celebridad de renombre mundial? ¿Se imagina usted el partido que sacarían los periódicos a un notición como éste?
—Me estremezco sólo de pensarlo —repuso Lewis.
—Aún no me ha dicho cómo sería posible.
—Resulta un poco difícil de explicar —contestó Lewis—. Se tiene que conocer la región y sus moradores. El extremo de Wisconsin está limitado por dos ríos, el Mississipi por el oeste, y el Wisconsin por el norte. Entre los ríos se extienden anchurosas y dilatadas praderas, con ricas tierras, prósperas granjas y ciudades. Pero las tierras que descienden hasta el río son fragosas y quebradas; abruptos riscos, altivos peñascos, profundas gargantas y acantilados, entre los que quedan algunas regiones aisladas, a modo de bolsas. Para llegar a ellas, sólo hay malas carreteras y las pequeñas y toscas casas de labor están habitadas por unas gentes que tal vez se hallan más cerca de los pioneros de hace cien años que de la civilización del siglo XX. Tienen automóviles, desde luego, y radios y pronto tendrán hasta televisión. Pero son de espíritu muy conservador y retrógrado… no todos los habitantes, desde luego, y de éstos muy pocos, pero esos pocos se encuentran en esos pequeños grupos aislados.
»Hubo un tiempo en que había muchas granjas en esas bolsas aisladas, pero hoy en día apenas nadie puede vivir en esas míseras explotaciones agrícolas. Las dificultades económicas obligan poco a poco a los habitantes de estas zonas a abandonarlas. Venden sus tierras por lo que les quieren dar por ellas y emigran, principalmente a las ciudades, para poder ganarse la vida.
Hardwicke hizo un gesto de asentimiento.
—Y únicamente se quedan, por supuesto, los más retrógrados y conservadores.
—Exacto. La mayoría de las tierras pertenecen actualmente a propietarios que viven fuera de ellas y que las tienen abandonadas. Lo más que hacen es criar en ellas unas cuantas cabezas de ganado. No es un mal sistema de eludir los impuestos para quienes necesitan recurrir a estos medios. Y en los días en que se estilaba el banco de tierra, muchas de estas tierras fueron administradas por este banco.