Almond David - Alas Para Un Corazon
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Alas Para Un Corazon: resumen, descripción y anotación
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Traducción de Verónica Canales Molina
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Para Freya Grace
Lo encontré en el garaje una tarde de domingo. Fue al día siguiente de mudarnos a Falconer Road. El invierno tocaba a su fin. Mi madre había dicho que nos habíamos mudado justo a tiempo para la llegada de la primavera. Allí no había nadie más. Me encontraba solo. Los demás estaban dentro, en la casa, con el doctor Muerte, preocupados por la niña.
Él estaba ahí tirado, en la oscuridad, detrás de los viejos arcones, entre el polvo y la tierra. Daba la impresión de que hubiera estado ahí desde siempre. Se veía sucio, pálido y deshidratado, y pensé que estaba muerto. No podía haber estado más equivocado. No tardaría en comprender toda la verdad sobre él: que jamás había existido una criatura así en el mundo.
Llamábamos garaje a ese lugar porque así lo había llamado el agente inmobiliario, el señor Stone. Era más bien una zona de derribo, un vertedero de escombros o algo parecido a uno de esos antiguos almacenes que no paran de demoler en el muelle. Stone nos condujo por el jardín, tiró de la puerta para abrirla y encendió su pequeña linterna en la penumbra. Asomamos la cabeza al interior con él.
—Tienen que verlo con imaginación —dijo—. Verlo ya limpio, con puertas nuevas y el techo reparado. Verlo como un maravilloso garaje con dos plazas de coche.
Me miró esbozando una estúpida sonrisa.
—O como un lugar para ti, chaval; un escondite para tus colegas y para ti. ¿Qué te parece, eh?
Aparté la mirada. No quería tener nada que ver con él. El recorrido por toda la casa había sido más de lo mismo. Había que verla con imaginación. Imaginar lo que se podía hacer. Y, durante toda la visita, no paré de pensar ni un momento en el viejo, Ernie Myers, quien había vivido allí solo durante muchos años. Había muerto casi una semana antes de que lo encontrasen debajo de la mesa de la cocina. Eso es lo que yo veía cuando Stone nos decía que lo viésemos todo con imaginación. Lo dijo incluso cuando entramos en el comedor y descubrimos un viejo retrete instalado ahí mismo, en un rincón, detrás de un biombo de contrachapado. Lo único que yo quería era que Stone cerrase el pico, pero comentó que, al final de sus días, Ernie no podía subir la escalera. Le bajaron la cama e instalaron ahí el retrete para facilitarle las cosas. El agente inmobiliario me miró como si yo no tuviera por qué conocer esos detalles. Quería salir de allí, volver a nuestra antigua casa, pero mis padres mordieron el anzuelo. No paraban de repetir que iba a ser como una gran aventura.
Compraron la casa. Empezaron a limpiar, rascar y pintar. Y entonces, la niña llegó demasiado pronto.
Y así estábamos.
Ese domingo por la mañana estuve a punto de entrar en el garaje. Cogí mi linterna y alumbré el interior. Las puertas que conducían al patio trasero debían de haberse caído hacía muchos años, y el hueco estaba tapiado con montones de tablones enormes clavados al marco. Las vigas que soportaban el techo estaban podridas, y la estructura empezaba a hundirse. Los fragmentos de suelo que se vislumbraban entre la basura se hallaban llenos de grietas y agujeros. Se suponía que los hombres que vinieron a sacar la basura de la casa también iban a limpiar el garaje, pero echaron un vistazo al lugar y dijeron que era tan peligroso que no lo harían ni por todo el oro del mundo. Había viejos arcones con cajoncitos, lavamanos rotos y sacos de cemento, puertas viejas apoyadas contra las paredes y antiguas sillas de escritorio con la tapicería apolillada. Enormes bobinas de cuerda y cable colgando de unos clavos. Pilas de tuberías y gigantescos cajones de clavos oxidados desparramados por el suelo. Todo estaba cubierto de polvo y telas de araña. Había argamasa desconchada de las paredes. Había una pequeña ventana en una de las paredes, pero estaba muy sucia y tenía unos rollos de linóleo apoyados contra ella. El lugar apestaba a podredumbre y a polvo. Incluso los ladrillos empezaban a desmoronarse, como si ya no pudieran soportar más peso. Era como si el propio lugar estuviera harto de sí mismo y quisiera hundirse hasta convertirse en un montón de cascotes, para que se los llevaran con una excavadora.
Oí que algo arañaba el suelo en un rincón y que huía corriendo; entonces todo se detuvo y se hizo un silencio mortal.
Me quedé ahí plantado, intentando armarme de valor para entrar.
Estaba a punto de colarme dentro cuando oí gritar a mi madre.
—¡Michael! ¿Qué estás haciendo?
Estaba en la puerta trasera.
—¿No te habíamos dicho que esperases hasta cerciorarnos de que era seguro?
Retrocedí y la miré.
—¡Bueno, ¿sí o no?! —gritó.
—Sí —respondí.
—Pues entonces, ¡sal de ahí! ¿Entendido?
Tiré de la puerta y se quedó entreabierta, sujeta por su único gozne.
—¡¿Entendido?! —chilló mi madre.
—Entendido —dije—. Sí. Entendido. Entendido.
—¿Es que te has creído que no tenemos cosas más importantes de las que preocuparnos? ¡Para que encima estemos pensando en que puedas quedar aplastado en ese estúpido garaje!
—Sí.
—¡Pues no te metas ahí! ¿Entendido?
—Entendido. Entendido. Entendido. Entendido.
Entonces yo regresé al solar que llamábamos jardín, y ella regresó con la niña de las narices.
El jardín era otro de esos lugares supuestamente maravillosos.
Allí habría bancos, una mesa y un columpio. Habría una portería para jugar al fútbol pintada en una de las paredes de la casa. Habría un estanque lleno de peces y ranas. Pero no había nada de todo eso. Solamente había ortigas, cardos, malas hierbas, ladrillos rotos y cantos rodados. Me quedé ahí pateando las corolas de un millón de dientes de león.
Después de un rato, mi madre me preguntó a gritos si iba a entrar a merendar, y le dije que no, que me quedaba en el jardín. Ella me llevó un bocadillo y una lata de Coca-Cola.
—Siento que esté todo hecho un desastre y que estemos todos de tan mal humor —dijo. Me tocó un brazo—. Pero tú lo entiendes. ¿Verdad que lo entiendes, Michael? ¿Verdad que sí?
Me encogí de hombros.
—Sí —respondí.
Volvió a tocarme y suspiró.
—Todo volverá a ser genial cuando lo hayamos solucionado —dijo.
Me senté sobre un montón de ladrillos y apoyé la espalda contra la pared de la casa. Me comí el bocadillo y me bebí la Coca-Cola. Me puse a pensar en Random Road, donde vivíamos antes, y en amigos de siempre como Leakey y Coot. A esas horas ya estarían en el campo jugando un partido que duraría todo el día.
Entonces oí que llamaban al timbre y como entraba el doctor Muerte. Lo llamaba doctor Muerte porque tenía la cara gris, manchas negras en las manos y no sabía sonreír. Un día lo vi encenderse un cigarillo cuando se alejaba de nuestra casa. Me dijeron que lo llamara doctor Dan, y yo lo hacía cuando hablaba con él, pero, para mí, era el doctor Muerte, y ese nombre le pegaba mucho más.
Me terminé la Coca-Cola, esperé un minuto y volví al garaje. No tenía tiempo de quedarme ahí plantado armándome de valor para entrar ni de esperar a ver si oía algún rasguño. Encendí la linterna, inspiré hondo y entré de puntillas sin pensármelo.
Algo pequeño y de color negro pasó correteando por el suelo. La puerta chirrió y crujió antes de dejar de moverse. El polvo era visible en el haz de luz proyectado por la linterna. Había algún bicho que no paraba de rascar el suelo en un rincón. Fui adentrándome con sigilo y notaba como las telas de araña iban rompiéndose al contacto con mi frente. Todo estaba apiñado: muebles antiguos, cocinas, alfombras enrolladas, tuberías, cajones y tablones. Tenía que ir agachándome continuamente por debajo de las mangueras y cuerdas y petates que colgaban del techo. Iban pegándoseme más telas de araña a la ropa y a la piel. El suelo estaba roto y resquebrajado. Abrí una alacena unos centímetros, iluminé el interior con la linterna y vi escapar a un millón de cochinillas. Eché un vistazo a un enorme tarro de piedra y vi los huesos de algún animal pequeño que había muerto en su interior. Había moscardas muertas por todas partes. Revistas y periódicos viejos. Alumbré uno con la linterna y vi que era de hacía casi cincuenta años. Me movía con mucho cuidado. Tenía miedo de que, en cualquier momento, todo se viniera abajo. Se me metía el polvo en la garganta y la nariz. Sabía que, tarde o temprano, empezarían a llamarme a gritos, y que lo mejor sería salir de allí pronto. Intenté pasar entre un montón de arcones y alumbré con la linterna el hueco que quedaba detrás; fue el momento en que lo vi.
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