Annotation
Este volumen reúne catorce lecturas en profundidad de algunas obras clásicas de la narrativa breve, desde Gógol hasta John Cheever y Raymond Carver, pasando por Melville, Henry James o Yasunari Kawabata. Los comentarios surgieron de un taller de creación literaria donde Eduardo Jordá —ante todo, narrador— ha ido explicando los sutiles mecanismos compositivos que permiten alcanzar algo muy parecido a la perfección artística. El título del libro está tomado de un aforismo de Joubert —“Todo lo que tiene alas está fuera del alcance de las leyes”—, pues el ensayista elude las interpretaciones académicas o profesorales que a menudo no hacen otra cosa que oscurecer los relatos en vez de iluminarlos. Para Jordá, la mejor interpretación posible de un relato es una lectura atenta por parte de un buen lector. ¿Quién le roba el abrigo al escribiente de Gógol? ¿Existen o no existen los fantasmas de La vuelta de tuerca? ¿Qué altura tenía el edificio en el que trabajaba Bartleby el escribiente? ¿Dónde está realmente el nadador de John Cheever cuando empieza la historia? ¿Existió un burdel real con muchachas narcotizadas en el que se inspirara Kawabata? Estas son las preguntas que Jordá responde en las catorce esclarecedoras y fascinantes lecturas de Lo que tiene alas.
PREMIO MANUEL ALVAR DE ESTUDIOS HUMANÍSTICOS 2014
Eduardo Jordá
Lo que
tiene alas
DE GÓGOL A RAYMOND CARVER
Obra galardonada con el Premio Manuel Alvar de Estudios Humanísticos 2014 convocado por la Fundación Cajasol y la Fundación José Manuel Lara
Formaron el jurado, reunido el 27 de marzo de 2014, Rosa Castillejo Caiceo, Jacobo Cortines Torres, Ignacio F. Garmendia, Alberto González Troyano, Arturo Gutiérrez Fernández, Joaquin Pérez Azaústre y Nativel Preciado
Primera edición: junio, 2014
© Eduardo Jordá, 2014
© Fundación José Manuel Lara, 2014
Avda. de Jerez, s/n. Edif. Indotorre. 41012 Sevilla (España)
Diseño y maquetación: milhojas. servicios editoriales
Ilustración de cubierta: © 2014 Max
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Dep. Legal: SE 1061-2014
ISBN: 978-84-96824-56-0
Todo lo que tiene alas está fuera del alcance de las leyes.
Joseph Joubert
INTRODUCCIÓN: EL VISOR DEL RELOJERO
Un sábado por la mañana, en 1978 o 1979 —ya no recuerdo bien—, Roland Barthes daba una de sus clases en el paraninfo del Collège de France, en París. En aquellas clases, Barthes hablaba de los libros que le gustaban o de los temas que atraían su atención. Sus clases duraban dos horas y siempre estaban llenas: a veces era difícil encontrar un asiento libre, y muchos de los asistentes teníamos que llegar media hora antes si queríamos asegurarnos un sitio entre aquellos incómodos asientos abatibles de madera oscura.
Guardo los apuntes de aquellas clases. Barthes hablaba de Proust y de Flaubert, de los haikus japoneses, de la simbología del laberinto o de la ciudad de San Petersburgo como metáfora monstruosa del poder. Un día, no sé a cuenta de qué, Barthes empezó a hablar de un pasaje del marqués de Sade que le había llamado la atención. Era el párrafo que contaba cómo uno de los libertinos que aparecían en sus novelas —Justine, quizá, o Los 120 días de Sodoma— había seducido a una muchacha dándole una chocolatina. Pero lo que a Barthes le había llamado la atención no era la chocolatina, ni la diabólica argucia que le iba a permitir a un depravado hacer toda clase de perrerías con una pobre chica. Y eso era normal, porque en los años 70 la moral era una palabra muy mal vista, sobre todo en Francia, y si se hablaba de moral, siempre solía ser para defender a los supuestos transgresores como Sade, y nunca a sus pobres víctimas.
Así que eso no le preocupaba a Barthes. Lo que le intrigaba era otra cosa: el hecho de que Sade hubiera dedicado un párrafo entero de aquel episodio a describir los volantes de encaje que asomaban por la manga del libertino, cuando éste extendía el brazo y le entregaba la chocolatina a aquella muchachita. Eran unos grandes volantes de encaje de tres vuelos, de color crema. Y de algún modo, Barthes no podía dejar de mirarlos, igual que la muchachita miraba embobada la chocolatina que le ofrecía aquel caballero tan amable. ¿Por qué aparecían allí aquellos volantes? No servían de nada, no iluminaban la acción, no añadían nada específico a la escena, pero estaban allí porque Sade no se había podido resistir a describirlos. Quizá él mismo tuviese una camisola con unos volantes como aquellos, o quizá le hubiera gustado tenerla y por eso la puso allí. Da igual. El caso es que los volantes aparecieron en aquella escena y ahora ya eran inseparables de la chiquilla y de la chocolatina y del libertino. Y Barthes, aquel día, inventó un término para aquellos volantes: eran un biografema, un detalle intrascendente que nos describía para siempre a un personaje, y de paso, a su autor. Y leer una novela —añadió Barthes— era estar al acecho de aquellos volantes.
Han pasado muchos años desde aquella clase de Roland Barthes, pero no he podido olvidar esos volantes de encaje, a pesar de que la terminología de Barthes me aburre muchísimo, igual que me aburren sus divagaciones sobre los «objetos fantasmáticos» que aparecen en las páginas de En busca del tiempo perdido, o su concepto del «metalibro», o sus abstrusas teorizaciones sobre la «energía polisémica» o las «proliferaciones de sentido» (ahora mismo estoy repasando los apuntes de sus clases en el Collège de France). Todo eso, y que Dios me perdone, me parece pura charlatanería. Pero no he olvidado los volantes de encaje del marqués de Sade. Leer libros —recuerdo— es buscar esos volantes.
Y eso nos lleva a las clases del profesor Vladimir Nabokov en sus cursos de Literatura 311-312 en Cornell. Un antiguo alumno recordaba a Nabokov exhortando a sus alumnos de esta manera: «“¡Acariciad los detalles!”, decía Nabokov haciendo vibrar la r, y su voz era como la áspera caricia de la lengua de un gato, “¡los divinos detalles!”». No sé si Nabokov había leído alguna vez al marqués de Sade, aunque sospecho que no debía de interesarle mucho, pero creo que estaba pensando en los divinos detalles de unos volantes de encaje cuando animaba a sus alumnos a leer de aquella manera. En sus clases, Nabokov hacía diagramas sobre el vagón de tren en que viajaba Anna Karenina o sobre la clase de orquídea que llevaba Odette de Crécy o sobre el aspecto que tenía Gregorio Samsa una vez convertido en «un escarabajo marrón, convexo, del tamaño de un perro». Y lo hacía porque creía —con muy buen criterio— que lo más importante que podía decir una novela estaba en la misma novela, y no en las interpretaciones adventicias de algunos críticos obsesionados con hacer descubrimientos trascendentales que al final sólo acababan siendo disparatados.
En cierta ocasión, comentando las teorías de un crítico que había establecido una interpretación de cada capítulo del Ulises en función del predominio de un órgano corporal —el oído, el estómago, la vista—, Nabokov arremetió contra esta clase de críticos con estas palabras admonitorias: «Ignoremos también estas estupideces. Todo arte es en cierto modo simbólico; pero le diremos “¡Alto ahí, ladrón!” al crítico que transforma deliberadamente el símbolo sutil del artista en rancia alegoría de pedante, las mil y una noches en una asamblea de una sociedad secreta». Me pregunto cómo sonaría esta frase si imaginamos a Nabokov haciendo vibrar las r y pasándonos una áspera lengua de gato por el oído: «¡Alto ahí, ladrón!». También me pregunto qué podría haber llegado a decir el irascible Nabokov si hubiera oído a Barthes hablando de los «objetos fantasmáticos» o de la «energía polisémica». Pero lo importante de la frase de Nabokov está en otro sitio: en saber distinguir el símbolo sutil del artista de la rancia alegoría del pedante. O dicho de otro modo, en saber leer como un buen lector en vez de leer como un rancio pedante.