Anno Domini
y otras parábolas
TEZONTLE
Traducción
de Anno Domini
CARLOS GARDINI
de Pruebas y Tres parábolas
HÉCTOR SILVA
Revisión de la traducción
EDUARDO MATÍAS CRUZ
GEORGE STEINER
Anno Domini
y otras parábolas
Primera edición en inglés (Anno Domini), 1964
Primera edición en inglés (Proofs and Three Parables), 1992
Primera edición en español (FCE), 2014
Primera edición electrónica, 2015
Diseño de portada: Paola Álvarez Baldit
Título original: Anno Domini. Three Stories of The War
First published by Tusk / Overlook in 1986 by The Overlook Press
Lewis Hollow Road
Woodstock, New York 12498
Copyright © 1964 by George Steiner
D. R. © de la traducción, Carlos Gardini
Título en español: El año del Señor
Editorial Andrés Bello, 1997
Título original: Proofs and Three Parables
Granta Books London in association with Penguin Books
Copyright © George Steiner, 1992
D. R. © de la traducción, Héctor Silva
Título en español: Pruebas y Tres parábolas
Ediciones Destino, 1993
D. R. © 2014, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.
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ISBN 978-607-16-2735-3 (ePub)
Hecho en México - Made in Mexico
ANNO DOMINI
A Storm Jameson
No regreses más
SE QUEDÓ junto a la carretera hasta que el camión se perdió de vista y el ronroneo del motor murió en el aire frío y salobre.
Se pasó el bastón con punta de goma a la mano derecha y con la izquierda recogió la maleta, que tenía las bisagras rotas y es taba sujeta con cordeles.
Caminó espasmódicamente hacia la aldea por el camino de gravilla. La pierna derecha, muerta hasta la cintura, trazaba un arco lento bajo su cuerpo exhausto. El pie, calzado con un zapato tosco y apoyado en un voluminoso taco de cuero, raspaba el suelo a cada paso, y luego el hombre volvía a impulsar el bastón y el cuerpo hacia adelante, arrastrando la pierna.
La tensión del esfuerzo le había encorvado el cuello y los hombros como si usara armadura, y con cada acometida el sudor le perlaba el linde del cabello fino y rojizo. El dolor y la constante atención a su precario andar le agrisaban la mirada, pero cuando recobraba el aliento, dejando la maleta en el suelo y apoyándose en el bastón como una garza de largas patas, sus ojos recobraban su color natural, un azul profundo y acerado. El porte de la cabeza, con su boca bien cincelada y su delicada estructura ósea, contradecía a la nudosa contorsión de su andar. Era un hombre apuesto, de una manera mustia y sugestiva.
Por lo general los camiones no se detenían en la carretera, sino que seguían de largo entre las dunas y los acantilados, tierra adentro hacia Ruán, o por la costa hacia El Havre. Yvebecques se encontraba lejos de la carretera, en la escarpa de los acantilados y a lo largo de una playa pedregosa con forma de medialuna. Altos autobuses amarillos procedentes de Honfleur viraban hacia la plaza del pueblo y paraban bajo los anchos aleros del mercado normando. Más allá de la arcada con columnas había una calle angosta de paredes altas, en cuyo extremo la playa se fundía con la ondulante luz del mar.
En la plaza había una fuente de bronce de tres grifos con un pergamino lleno de nombres y flanqueado por guirnaldas de laureles. Cada grifo se curvaba como una gárgola desvalida sobre una fecha tallada con caracteres gruesos: 1870, 1914, 1939, pro domo.
Al oír el chirriante enfrenón del camión, los hombres que estaban entre los puestos o junto a la fuente alzaron la vista con repentina frialdad y rigidez. El pescadero, que estaba enjuagando el puesto de mármol con una manguera, dejó que el agua le empapara las botas.
Ahora el viajero estaba muy cerca. Una vez más apoyó la maleta e irguió la espalda, aflojando los tensos hombros. En el borde de la plaza, donde la gravilla se convertía en empedrado, se detuvo a mirar alrededor. Distendió la boca en una sonrisa. No había oído el súbito silencio y enfiló hacia la fuente. Apuró el paso por mera fuerza de voluntad.
Puso la cara bajo el grifo. El agua helada y polvorosa le mojó la boca y la garganta. El hombre se irguió, girando diestramente sobre la pierna sana. Fue cojeando hacia el toldo rojo y amarillo del café. Pero una masa de sombras largas e inmóviles se interpuso. Tres de aquellos hombres usaban gruesos delantales de pescadores; otro, rechoncho y de pelo corto, vestía un traje oscuro. El quinto era apenas un chiquillo. Permanecía cerca del grupo y se mordía el labio húmedo.
El forastero los miró con grave y vacilante amabilidad, como si hubiera sabido que estarían allí para cerrarle el paso pero hubiera esperado un acto de piedad. El hombre moreno y rechoncho se adelantó. Apoyó el zapato laqueado contra el bastón del hombre y le acercó la cara. Habló en voz baja, pero el silencio de la plaza era tan profundo que sus airadas palabras resonaron con claridad.
—No. No. Aquí no. Lárguese. No los queremos de vuelta. A ninguno de ustedes. Lárguese.
—No —repitió el niño, en un gemido aflautado y colérico.
El viajero se ladeó como si soplara una repentina ráfaga de viento. Cerca de él una voz rezongona repitió:
—Lárguese. No los queremos. Tiene suerte de ser lisiado. No tiene suficiente carne sobre el esqueleto para ser un hombre.
El viajero miró el sol entornando los ojos y se orientó. Se alejó de las sombras amenazadoras y echó a andar hacia la calle que conducía de la plaza del mercado al manzanal de la terraza oeste del acantilado. Pero no había entrado en las sombras de la calle de la Poissonière cuando el chiquillo lo pasó de un brinco.
—Sé adónde va usted. Les avisaré —gruñó, sonriendo con desprecio—. Lo matarán a pedradas. —Echó a andar y se volvió una vez más—. ¿Por qué no me alcanza, lisiado?
El estirado notario miró al forastero. Luego lanzó un escupitajo entre sus zapatos laqueados y silbó. Un perro enorme salió del puesto de carne y se le acercó. Un cachorro robusto y gemebundo se alejó de la pila de vísceras de pescado que manchaban las piedras calientes. Otros perros se levantaron. El notario rascó a su perro detrás de las orejas y le chistó, señalando al cojo. Luego le pegó en el hocico con el canto de la muñeca. El animal se alejó gruñendo. Monsieur Lurôt chistó de nuevo y el perro comprendió. Se arrancó las pulgas del pescuezo y soltó un aullido extraño, cruel y desolado. Un perdiguero que estaba dormitando bajo la mesa de billar salió del café. Otros hombres golpeaban y silbaban a los perros y señalaban la calle de la Poissonière. La jauría se reunió en la fuente, dando dentelladas, y echó a andar hacia la callejuela. En la camioneta, el perro de Lurôt soltó un grito gutural.
El hombre oyó el tumulto, pero los tuvo en los talones antes de poder volverse. Se le abalanzaron como sombras enloquecidas, babeándose y lanzando feroces mordiscos. El hombre se tambaleó mientras se defendía con el bastón. Pudo apoyar las piernas contra una pared pero el perro de Lurôt se le abalanzó con un destello de hueca maldad en los ojos, envolviéndolo con su olor rancio. El hombre apartó al animal de su cara pero sintió un raspón caliente en el hombro.
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