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Gregg Hurwitz - Comisión ejecutora

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Tim Rackley, un agente federal norteamericano, ve que su vida queda destrozada cuando asesinan a su hija. La polícia cuenta con numerosas pruebas contra el asesino, un hombre con problemas mentales y antecedentes penales llamado Kindell. Sin embargo, éste acaba librándose de la condena por un tecnicismo legal y queda en libertad. Rackley está convencido de que Kindell no actuó en solitario y en su desespero por encauzar su dolor, por entrar en la Comisión.

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Gregg Hurwitz Comisión ejecutora Para la doctora Melissa Hurwitz mi - photo 1

Gregg Hurwitz

Comisión ejecutora

Para ladoctoraMelissaHurwitz,

mi primeralectora,

aquella primera vez

y siempre que vuelvo a escribir.

Capítulo 1

Cuando Oso se presentó y le dijo que habían encontrado el cadáver de Ginny violado y descuartizado en un arroyo a unos nueve kilómetros de su casa, que hicieron falta tres bolsas para sacar de la escena del crimen sus restos, que en esos instantes estaban diseminados sobre la mesa de disección de un patólogo a la espera de que les realizaran más pruebas, la primera reacción de Tim no fue la que él habría esperado de sí mismo. Notó una sensación gélida en la que no había rastro de pena: para llegar a la pena, tal como había aprendido, hace falta tener perspectiva, sopesar los recuerdos; es un proceso que lleva su tiempo. Aquello no era más que el impacto de la primera noticia, denso y brusco como el dolor que se siente en la cara al recibir una bofetada. Inexplicablemente, se sentía avergonzado también, aunque no estaba seguro de quién o cuál era el motivo. Buscó con la mano la culata de su Smith & Wesson, pero, como cabría esperar, no llevaba encima el arma; eran las 6.37 de la tarde y se encontraba en su casa.

A su derecha, Dray cayó de rodillas, agarrando con una mano el marco de la puerta, los dedos aferrados entre la jamba y las bisagras, como si quisiera infligirse dolor. En la franja de cuello que estaba a la vista, bajo su cabello rubio cortado en línea recta, relucieron unas gotitas de sudor.

Por un instante todo quedó en suspenso en aquella tarde de febrero en la que el aire estaba impregnado de lluvia. La corriente que hacía tiritar las siete velas en la tarta de cumpleaños glaseada en rosa y blanco que Judy Hartley tenía en las manos para mostrarla en el salón. Las botas de Oso, con la inquietante carga del fango de la escena del crimen que ensuciaba el porche contiguo, cuyas piedras había desbastado meticulosamente Tim de rodillas con una espátula el otoño anterior.

– Quizá deberías sentarte -dijo Oso. Sus ojos reflejaban la misma culpa y la misma ansia de consuelo que el propio Tim había experimentado en infinidad de ocasiones, y éste, injustamente, lo aborreció por ello. La ira no tardó en desvanecerse para dejar tras de sí un vacío vertiginoso.

El pequeño grupo que se hallaba en el salón, en una actitud que era reflejo del espanto que emanaba de la queda conversación en el umbral, dejaba traslucir una tensión contenida. Una de las niñas prosiguió la enumeración que estaba haciendo de las reglas de uno de los encantamientos de Harry Potter y la hicieron callar bruscamente. Una madre se inclinó hacia la tarta y apagó de un soplo las velas que Dray había encendido con ilusión apresurada cuando llamaron a la puerta.

– Me ha parecido que eras ella -dijo Dray-. Acababa de glasear la… -La voz le flaqueó ostensiblemente.

Al advertirlo, Tim notó una punzada de remordimiento por haber instado a Oso con tanta dureza a que le diera más detalles allí mismo. Su única manera de entender la información había sido intentar reducirla a preguntas y hechos, desmenuzarla a fin de digerirla. Ahora que la había asimilado, notaba una sensación de empacho. Pero había llamado a suficientes puertas -igual que Dray- para saber que era una mera cuestión de tiempo que se enteraran de todo. Más valía arrojarse a la piscina con valor y bracear contra el frío, porque aquella sensación gélida no iba a abandonarlos en el futuro próximo, o quizá no les abandonara nunca.

– Andrea -dijo Tim. Buscó con mano temblorosa el hombro de ella sin encontrarlo. No podía moverse, ni siquiera era capaz de volver la cara.

Dray agachó la cabeza y se echó a llorar. Tim no había oído nunca ese sonido. Dentro, uno de los compañeros de clase de Ginny emitió un sollozo similar en un gesto de imitación confusa e instintiva.

Oso se acuclilló, las dos rodillas dobladas con un chasquido, su robusta estructura acurrucada en el porche, los faldones de la cazadora de nailon del uniforme caídos hasta el suelo como si llevara capa. En ella, las letras amarillas, pálidas y descoloridas, anunciaban AGENTE JUDICIAL FEDERAL, EE.UU., por si a alguien le importara.

– Aguanta, cariño -dijo-. Aguanta.

Las enormes manos de Tim la sujetaron por los brazos -no sin esfuerzo-, y la atrajo hacia sí para que le apoyara el rostro en el pecho. Ella lanzaba zarpazos al aire, como si temiera posar las manos en algo y la asustase lo que éstas pudiesen hacer.

Él levantó la cabeza con timidez.

– Tendremos que…

Tim tendió la mano y acarició la cabeza a su esposa.

– Ya voy yo.

La Dodge Ram de Oso, plateada y con la pintura descascarillada, rebasó a trompicones con sus ruedas de casi un metro de diámetro los bordillos de la calzada, y a Tim le resonó el miedo en el estómago como un cristal hecho añicos.

Moorpark, con sus más de treinta kilómetros cuadrados de casas y calles bordeadas de árboles, situado a unos ochenta kilómetros hacia el noroeste del centro de Los Ángeles, no era apenas conocido salvo por el detalle de que albergaba la mayor concentración de agentes de la ley de todo el estado. Era un club de campo asequible para los ciudadanos de bien, un refugio al que acudir después del trabajo, lejos de las malas calles de la ciudad que se dedicaban a escudriñar y combatir durante la mayor parte de su tiempo de vigilia. En Moorpark reinaba el ambiente típico de las series de televisión de la década de los años cincuenta: nada de salones de tatuaje, nada de vagabundos, nada de disparos efectuados desde coches en marcha. En la calle sin salida de Tim y Dray vivían dos familias del FBI, un agente del Servicio Secreto y un inspector postal. El allanamiento de morada, en Moorpark, era un negocio en declive.

Oso miraba con expresión neutra los reflectores amarillos que bordeaban la mediana de la calzada, cada uno de los cuales se materializaba y luego descendía como flotando hacia la oscuridad. Había renunciado a su desidia habitual al volante y conducía con atención, agradecido de tener algo que hacer.

Tim vadeó el aluvión de preguntas e intentó encontrar una en concreto que le sirviera como punto de partida.

– ¿Por qué estabas… qué hacías tú allí? No es exactamente un caso federal.

– Unos agentes del Departamento del Sheriff le tomaron las huellas de la mano…

De la mano. Una entidad separada. No le habían tomado las huellas dactilares a ella, sino a su mano. Presa de un horror nauseabundo, Tim se preguntó en cuál de las tres bolsas se habrían llevado la mano, el brazo, el torso. Oso tenía barro seco en un nudillo.

– … Era difícil identificarla por la cara, supongo. Joder, Rack, lo siento. -Oso soltó un suspiro que rebotó en el salpicadero y llegó hasta Tim, que ocupaba el asiento del acompañante-. Pues bien, Bill Fowler estaba en la unidad a cargo del asunto. Fue él quien confirmó la identificación… -Se interrumpió a tiempo y parafraseó lo que acababa de decir-: Fue él quien reconoció a Ginny. Como sabe que yo estoy contigo y con Dray, me localizó.

– ¿Por qué no avisó al pariente más cercano? Fue el primer compañero de Dray nada más salir de la academia. El mes pasado vino a una barbacoa en nuestra casa. -Tim fue elevando el tono de voz, cada vez más acusador. Reconoció en ese timbre su necesidad desesperada de culpar a alguien.

– Hay gente que no tiene madera para decir a los padres que… -Oso dejó en suspenso el resto de la frase. A todas luces, aquello le resultaba tan desagradable como a Tim.

La camioneta tomó un desvío y fue batiendo los baches de la rampa de salida, haciéndoles rebotar en los asientos.

Tim resopló en un intento de deshacerse de la negrura que, cruel y metódica, se había apoderado de todo el cuerpo desde que estaba en el porche hasta ahora.

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