1. El Estado-nación como telos de la historia
Núremberg, 1946
2. Los límites del perdón
Comisión para la Verdad y la Reconciliación, Sudáfrica, 1996
3. Ajustando cuentas con la historia
Movimiento a favor de las reparaciones por la esclavitud en los Estados Unidos
Prefacio
Historia, raza, nación
La perplejidad que actualmente nos causa el hecho de que las cosas que estamos experimentando sean «todavía» posibles en el siglo xx no es una cuestión filosófica. Esta perplejidad no es el principio del conocimiento, a no ser que se trate del conocimiento de que la noción de historia que lleva a este resulte insostenible.
Walter Benjamin, Tesis sobre la filosofía de la Historia, XIII
Empecé a reflexionar sobre la noción del juicio de la historia en 2017, durante las revueltas de Charlottesville, cuando vimos ondear banderas confederadas y una proliferación de esvásticas, y más adelante, cuando las intervenciones incendiarias del supremacista blanco Richard Spencer fueron recibidas en campus universitarios de todo el país con saludos de Heil, Hitler. ¿No habían sido derrotados los nazis en la Segunda Guerra Mundial y no se habían tornado, con ello, moralmente inaceptables? ¿No había sido precisamente «nunca más» –el voto tanto de ciudadanos como de líderes democráticos– la promesa de los juicios de Núremberg (y más tarde, del juicio a Eichmann)? ¿Qué había sido de la idea de que el acontecimiento terrible que había constituido el nazismo había sido extirpado para siempre de la escena política? Al escuchar los cánticos de grupos que, antorchas en mano, se presentaban como la encarnación moderna del Ku Klux Klan, pensé: ¿acaso la Guerra Civil no había acabado con la esclavitud, no solo como práctica, sino incluso como idea aceptable? ¿Acaso el movimiento por los derechos civiles no había hecho de la igualdad racial al menos una aspiración nacional, ya que no una realidad? Y de ser así, ¿cómo se podía explicar que el fiscal general, Jeff Sessions, se mostrase claramente favorable a la segregación? ¿O el comentario del candidato al Senado y supremacista blanco Roy Moore, quien afirmó que la última vez que Estados Unidos había sido una gran nación había sido en época de la esclavitud? La falta de cualquier atisbo de vergüenza a la hora de defender públicamente estas ideas sugiere no solo un desafío, sino también un rechazo al que, se entendía, había sido el juicio de la historia.
Esto se me hizo aún más evidente mientras seguía las audiencias a Mueller en el verano de 2019. El informe del fiscal especial Robert Mueller sobre la interferencia rusa, con la connivencia de la administración Trump, en las elecciones de 2016 constituía, en la práctica, un juicio de la historia. O eso se esperaba. Muchos habían visto en Mueller al salvador que expondría los delitos cometidos por la administración Trump, rectificaría la retahíla de mentiras que habíamos soportado hasta entonces y traería justicia al país. Sin embargo, tan pronto como el informe salió a la luz, su contenido fue tergiversado por el fiscal general, William Barr. «Tergiversado» no es la palabra correcta; mejor sería decir que fue negado por completo. Barr resolvió que el informe, que establecía claramente que no era posible exonerar al presidente del cargo de obstrucción a la justicia, lo declaraba inocente de dicho delito. Aún peor, hubo muy pocos estadounidenses, incluso entre los miembros del Consejo, que leyeran siquiera los cientos de páginas del informe. La cuidadosa descripción que Mueller hacía de los asuntos tratados, así como su acusación y condena de los colaboradores de Trump por numerosas actividades ilegales, no logró cambiar el desastroso curso de los acontecimientos y, ciertamente, no logró hacer ver a la mayoría de los legisladores republicanos cuán peligroso era el camino que habían escogido seguir. En las audiencias, estos emplearon su tiempo en atacar la veracidad y la objetividad del informe y a su autor, aun cuando raramente se opusieran a las conclusiones a las que estos llegaban. Su pusilánime sumisión a Trump y la forma en que se mostraban dispuestos a pasar por alto un delito en aras de sus propias ambiciones políticas eran algo horrible de contemplar. Un día, lamentándome a una amiga por lo deplorable de esta situación, ella trató de consolarme con la idea de que, aunque todo lo demás fallase, el «juicio de la historia» se encargaría de condenar a estos corruptores de la democracia.
Como historiadora, sé que no hay cierre posible para la Historia, que no existe un relato único. Soy consciente del gran número de historias actualmente en proceso de escritura que desafían la validez y la coherencia de las narrativas dominantes en las que hemos sido educados. Aun así, creo que, al igual que mi amiga, me aferraba ingenuamente (¿quizá en un hábito inconsciente?) a la creencia popular de que el juicio de la historia poseía alguna clase de autoridad moral inmancillable. Es una versión secular de la creencia bíblica en un Día del Juicio al final de los tiempos y tiene la misma función fantasmática de proporcionarnos una garantía trascendental para nuestros posicionamientos morales. A menudo empleamos la expresión «juicio de la historia» o sugerimos que debemos posicionarnos «del lado correcto de la historia» proyectando sobre «la historia» una confirmación de nuestros deseos para el porvenir. En 1953, en presencia del tribunal que lo enviaría a prisión, Fidel Castro retó a los jueces: «Condenadme, no importa, la Historia me absolverá». En el momento de escribir este libro, los periódicos y otros medios de comunicación afirman casi a diario –acerca de determinados individuos o sucesos cuyo comportamiento inaceptable parece, por lo demás, inmune a cualquier otra forma de castigo– que «la historia será su juez». Esto es, por poner algunos ejemplos, lo que el periodista Michael Luo escribió en el New Yorker sobre el escándalo de la política de inmigración de Trump:
Depende de Cucinnelli, de otros miembros de la administración de Trump y de sus potenciales apoyos en el Partido Republicano el decidir cómo desean ser juzgados por la historia, aun cuando ya llevan a cuestas un legado vergonzoso que la democracia estadounidense se ha esforzado por dejar atrás.
Tenemos, también, los comentarios del diputado John Lewis sobre la decisión de los demócratas de lanzar la investigación para un juicio político contra Donald Trump. Lewis explicó que actuaban «empujados por el espíritu de la historia para pasar a la acción con el fin de proteger y preservar la integridad de nuestro país». En un escrito de 1934, Max Horkheimer expresaba así el mismo sentimiento:
Cuando has tocado fondo y te ves expuesto a una eternidad de tormentos a manos de otros seres humanos, te aferras, como a un sueño de liberación, a la idea de que un ser vendrá para alzarse bañado en luz y traerte verdad y justicia. Ni siquiera necesitas que suceda en el transcurso de tus días, ni en el de los que te torturan hasta la muerte; algún día, cuandoquiera que sea, todos los males serán, a pesar de todo, reparados. […] Es amargo saberse incomprendido y morir en la oscuridad. Arrojar luz sobre esa oscuridad es algo que honra a la investigación histórica.