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Jacqueline De Romilly - Alcibíades

Aquí puedes leer online Jacqueline De Romilly - Alcibíades texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 1995, Editor: Lectulandia, Género: Historia. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Jacqueline De Romilly Alcibíades

Alcibíades: resumen, descripción y anotación

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Alcibíades» («Alcibiade», 1995), no es una biografía novelada, sino un riguroso y a la vez ameno ensayo biográfico que, sobre bases documentales muy sólidas, estudia una figura emblemática, odiada y amada a la vez, tan fascinante como peligrosa: la de Alcibíades, cuya aparición y auge señalaron el declive del poderío de Atenas al mismo tiempo que el quebrantamiento de su democracia. En palabras de la propia autora: «A través de Alcibíades se entiende que la ambición es uno de los males de la democracia… Cuando se prefiere la lucha en favor de uno mismo a la gestión para terceros, el principio democrático queda viciado.» Con razón se ha señalado: «La gran helenista resucita en este libro el esplendor del imperialismo ateniense, pero también nos pone en guardia contra los defectos de la demagogia. Al leerla, vemos, detrás de Alcibíades, a Kennedy, Berlusconi, Tapie y otras mentes brillantes, capaces de servirse de la libertad con la mejor o peor intención. Bruscamente el destino de un hombre cuya carrera queda destrozada por sus escándalos rebasa el marco del siglo V antes de Cristo para convertirse en el símbolo de los desvíos amorales que invalidan la democracia.

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Primera pausa.
Alcibíades entre dos formas de vida

Al albur de las anécdotas, los primeros escándalos de Alcibíades nos han llevado hasta un punto muy avanzado de su vida. Pero no revisten gravedad —así lo indica el texto de Tucídides— hasta el día en que se combinan con la acción política.

¿Hubiera sido posible evitar esta combinación? ¿Podía esperarse que, antes de entrar en política, Alcibíades se hiciera más sensato, que meditara sobre el verdadero fin de la política y que se empapara de las lecciones del hombre al que tanto admiraba y cuyas palabras le hacían vibrar? Aquella escena de la seducción fallida de Sócrates, ¿hubiera podido abrirle los ojos, de haberse producido a tiempo?

Preguntas son éstas puramente teóricas, porque todo el mundo sabe que Alcibíades nunca se dejó arredrar, que su carrera le llevó de la intriga al éxito, del éxito al escándalo, de la traición a la rehabilitación, sin volver a pensar en las lecciones de su maestro. Platón, no obstante —sin duda con el afán de justificar a Sócrates—, nos obliga a detener, por lo menos con el pensamiento, esa corriente que va a arrastrarle y a interrogamos acerca de aquel momento en que, situado en la encrucijada de dos caminos, el de la filosofía y el del éxito inmediato, Alcibíades no sólo no se planteó la elección sino que no supo ver qué podía elegir.

En la obra de Platón, dos de los diálogos se titulan Alcibíades. Para distinguirlos, se les ha llamado primer Alcibíades o Alcibíades mayor y segundo Alcibíades, que es un diálogo sobre la oración. Este último no es auténtico, desde luego, y la autenticidad del primero ha sido puesta en duda, pero me dolería tener que negárselo a Platón. En cualquier caso, expone el problema admirablemente.

Se trata de un dilema similar al que trataba Pródico mostrando a Heracles el cruce de dos caminos, uno de los cuales conducía a la justicia y el otro al placer. Es el dilema que todos los días se propone al hombre que se dispone a entrar en acción. Es cierto que Sócrates sitúa inmediatamente a Alcibíades (joven todavía y extraño a la política) ante esa disyuntiva. Lo que Alcibíades desea es el éxito rápido. En una frase ya citada, Sócrates dice de la ambición de Alcibíades que abarca Atenas, Grecia y más allá (105, a-c).

Ahora bien, para satisfacer tales ambiciones, Alcibíades necesita a Sócrates. Si no, ¿qué sabe él? ¿Dónde ha aprendido lo que es justo? ¿Y cómo meterse en política sin saber lo que es? Sólo el justo es útil. Por lo tanto, hay que poner las miras muy altas: los verdaderos rivales de Alcibíades, los únicos dignos de él, son los reyes de Esparta o de Persia: una rivalidad semejante exige aplicación y un aprendizaje riguroso, en el que se obtiene el conocimiento de uno mismo. Conclusión: «¡En adelante, si has de administrar los asuntos de la República como es debido, lo que tienes que dar a nuestros conciudadanos es integridad!» (134 b). En lo que Alcibíades conviene: «Sin duda alguna» y formula buenos propósitos: «Decidido: a partir de ahora, empezaré a ejercitarme en la justicia» (135 e).

Sócrates expresa dudas, que los hechos justificarán más tarde: cuando se escribió el diálogo, Platón (o un autor posterior, si no creemos en la autenticidad del texto) sabía ya que Alcibíades no se ejercitó en la justicia sino que se lanzó a la política, utilizó todos los medios para servir a sus fines personales y, después de muchos altibajos, terminó vencido y solo.

El autor del Alcibíades, evidentemente, señala que las enseñanzas de Sócrates no tuvieron ningún efecto, puesto que Alcibíades no las siguió. Señala también que este joven brillante hubiera podido tomar otro rumbo, prestar oídos a su maestro, pararse a reflexionar… Justamente antes de verlo lanzarse a su carrera política, este compás de espera que marca Platón nos ayuda a medir la gravedad del fenómeno. Los desastres de la vida de Alcibíades y los desastres de Atenas, de los que él fue responsable en gran medida, dimanan de la negativa del discípulo a escuchar al maestro y del funesto divorcio entre moral y política.

La misma idea sería objeto de varios diálogos, auténticos o no. El segundo Alcibíades nos presenta a un Alcibíades que ignora lo que es el bien, lo cual vicia la oración: no puede ofrecer un sacrificio hasta que se disipe su ignorancia. También aquí Alcibíades promete esperar e instruirse… Pero no lo hace, y ya se sabe que fue condenado a muerte por sacrílego.

Al final del libro volveremos sobre la reflexión que el personaje y la vida de Alcibíades inspiraron a Platón. Pero, después de evocar esta oportunidad que se ofrece al joven ambicioso, este momento en el que se escucha lo que podríamos llamar la tentación del bien, resulta emocionante detenerse en una última imagen, que nos ha sido transmitida por un discípulo de Sócrates muy unido al maestro, llamado Esquines de Esfeto. Nadie puede garantizar su autenticidad, pero nadie puede permanecer indiferente a su valor simbólico. Al igual que en el Alcibíades de Platón, Esquines de Esfeto muestra a Sócrates avergonzando a Alcibíades: lo compara a Temístocles y le muestra cuán distinto es del modelo, indigno e ignorante. Entonces, nos cuenta el autor, «Alcibíades tuvo que apoyar la cabeza en las rodillas de Sócrates y llorar». Alcibíades llora de pesar, porque teme no haberse preparado debidamente para la carrera de sus sueños…

Este desaliento, si realmente existió, debió de durar poco. Pero, en el umbral de una carrera política, llena de peripecias y desengaños, apunta el destello de lo que pudo haber sido.

Lo que pudo haber sido no fue. La entrada de Alcibíades en política, con su cortejo de escándalos, es la línea divisoria de las aguas: a partir de aquí, la corriente arrastra a Alcibíades hacia su destino, lejos de las lecciones del maestro.

Debemos, pues, despedirnos de Sócrates y de Platón: ahora tienen la palabra los historiadores, el primero, Tucídides. Alcibíades entra en acción.

I. Todos los dones, todos los medios…

No es necesario presentar a Alcibíades: Platón se encargó de hacerlo en páginas inolvidables. En El Banquete imaginó una reunión de hombres eminentes que, alrededor de una mesa, hablan del amor. Son unos cuantos. Hablan, escuchan, el diálogo progresa. Pero, avanzada la discusión, llega, mucho después que los otros, un último personaje. Su entrada se ha demorado hasta el final, para mayor efecto, y súbitamente todo se anima. Suenan golpes en la puerta acompañados de algazara y del sonido de una flauta. ¿Quién llega tan tarde? Es Alcibíades, completamente ebrio, sostenido por la flautista.

«Allí estaba, en el umbral de la sala, llevaba una guirnalda de violetas y hiedra con numerosas cintas» (212 e).

Todos le saludan y se instala al lado del dueño de la casa. Al otro lado está Sócrates, al que en un principio no ve el recién llegado. Luego entran en conversación el joven coronado de hiedra y el filósofo: a partir de este momento el diálogo se desarrolla entre los dos. Triunfal y espectacular es la entrada en escena del personaje, y en ella está contenida ya, en germen, toda su seducción y también todos sus defectos, más o menos escandalosos.

Se le aclama, se le da la bienvenida; ¿por qué? Todos los presentes en el banquete lo saben; pero, veinticinco siglos después es necesario puntualizar. En realidad, el recién llegado lo tiene todo.

Belleza

Su primer atributo salta a la vista: Alcibíades es bello, excepcionalmente bello. Lo dicen todos los autores que evocan los asedios amorosos de que fue objeto. Es el rasgo que Jenofonte señala en primer lugar en Los Memorables, afirmando, con su candor característico, que «a causa de su belleza, Alcibíades era perseguido por muchas damas de renombre».

Ahora bien, hay que recordar que en aquel tiempo la belleza era un mérito, abiertamente reconocido y celebrado. La belleza, combinada con las cualidades morales, constituía el ideal del hombre cabal,

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