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Cielo - Los cuerpos magnéticos (Memorias desde el claroscuro)

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Cielo Los cuerpos magnéticos (Memorias desde el claroscuro)

Los cuerpos magnéticos (Memorias desde el claroscuro): resumen, descripción y anotación

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Registro y licencia

©Eleanor Cielo, 2015.

Todos los derechos reservados.

Queda prohibida la reproducción o publicación total o parcial de la obra sin la autorización expresa de la autora.

Diseño de la portada: Eleanor Cielo.

Esta obra está registrada en Safe Creative Fecha de registro 17112015 - photo 1

Esta obra está registrada en Safe Creative.

Fecha de registro: 17—11—2015

Homoerótica Azul

~Novelas adultas para corazones adultos~

Agradecimientos

Quiero dar las gracias a:

Mi familia.

Teresa.

Alejandro Quintana.

Los Tres Mosqueteros de las Letras Cervantinas : José Luis "Carthaginian" Benítez, Cassandra Rock y Sabrina Bc “Marbi Bodo”.

Flor Castro.

A ti.

Por el apoyo, el cariño, la confianza y muchos consejos recibidos durante el proceso de creación de esta novela.

Los Cuerpos

Magnéticos

Colección:

-Memorias desde el claroscuro-

Libro 1

Eleanor Cielo

Catálogo de

ilustraciones

¿Ha comprendido usted bien qué cosa tan admirable es la piedad? Por mi parte, doy gracias a Dios todas las noches -sí, de rodillas doy gracias a Dios- por habérmela hecho conocer. Yo entré en la prisión con un corazón de piedra y pensando tan sólo en mi placer; pero, ahora mi corazón se ha roto... y la piedad ha entrado en él. Ya sé que la cosa más grande y más hermosa del mundo es la piedad. Y he aquí por qué no puedo guardar rencor a quienes me condenaron, ni a nadie; pues sin ellos yo no habría conocido todo esto.

Frank Harris, Oscar Wilde, su vida y confesiones.

Los cuerpos

magnéticos

Eleanor Cielo

4 de mayo de 1893

Copenhague,

Dinamarca

1. Nosotros

Mucho antes de que el sacerdote finalizase la ceremonia, Ingvar y yo salimos de la capilla. Nuestros corazones temblaban y, aunque apenas éramos unos muchachos recién licenciados por la Universidad de Copenhague, sabíamos muy bien lo que estábamos haciendo. Aquel domingo, como todos desde el primer día en que nos conocimos, nos habíamos sentado en el último banco de la iglesia. Ingvar había regresado de su viaje por el Mediterráneo la semana anterior. Cuando entonces fui a su casa, no tardé mucho en darme cuenta de que había cambiado y enseguida comprendí que él, mi amigo de la infancia, al fin lograría apaciguar los miedos y reproches que yo había depositado en el fondo de mi alma -sucia e impura- desde que comprendí que la raíz de mi hombría era perversa, indecente a los ojos del mundo sobrio en su superficie.

Ahora dejábamos atrás el incienso, los cánticos y la frialdad de las baldosas de la capilla; y, al salir, nos dirigimos al pequeño cobertizo abandonado que había detrás de la iglesia. La puerta estaba atrancada, pero pude abrirla con un golpe seco.

—¿Viene alguien? —pregunté antes de acceder en su interior.

—Todos están dentro de la iglesia, Séptimo —respondió Ingvar empujándome con suavidad hacia dentro—. Nadie nos encontrará. No tengas miedo.

—N-no… Y-yo no tengo miedo…

—¿Estás seguro? —cuestionó acercándose hacia mí después de que cerrara la puerta.

El interior del cobertizo estaba lleno de polvo y había algunas telarañas. Bajo sábanas blancas que los protegían, se apiñaban algunos muebles olvidados. La luz entraba por la vidriera de la izquierda y atraje a Ingvar hacia el lado contrario.

—Ten cuidado… alguien puede verte … —susurré ligeramente alarmado—. Se supone que estamos en la capilla…

—… y que tú y yo no deberíamos hacer lo que quiero hacer.

—Pero…

—El mundo puede irse al infierno, Séptimo.

Ingvar se acercó hasta tenerme acorralado. Cubierto por aquel traje marrón claro, miraba como si pudiera lamer mi alma mientras me robaba la poca cordura que había entrado en aquel recóndito lugar. Empujó desde la pelvis cuando se dio cuenta de que lo observaba con absoluta admiración y noté cómo la fruta más exquisita se apretaba bajo el pantalón. Ojalá yo hubiera nacido con aquella misma confianza.

—¿Quieres que te cuente un secreto? —preguntó retozón Ingvar antes de deslizar la mano izquierda dentro de mi pantalón—. Cuando fui de viaje a Baleares tuve varios amantes.

—No… me habías… dicho nada… —respondí entre jadeos.

Notaba sus dedos hurgar entre mis nalgas y cómo rozaban las zonas más sensibles. Yo hundía las uñas en su espalda.

—Hay muchas cosas que no sabes de mí, Séptimo.

Ingvar empezó a besarme y yo me abracé a él, seguro de que aquel momento se grabaría a fuego en nuestra memoria. Él no era virgen y yo tampoco, pero nuestras experiencias habían terminado por llevarnos hasta aquel primer encuentro donde nuestra condición de amigos había dado un paso más. El botón del pantalón salió despedido e inmediatamente me lo bajé hasta las rodillas, ansioso por mostrarle hasta qué punto había dejado de importarme lo que sucedía afuera. Mi sexo se resbalaba entre sus manos heladas y yo me doblaba hacia atrás mientras él se mordía los labios. Ingvar frotaba y me empujaba contra su cuerpo.

Nos desabotonamos las camisas y me lancé contra sus pezoncillos rosados. Tenía algunas pecas sobre el torso que continuaban hacia el abdomen. Eran como un reguero de detestable miel. Yo odiaba la miel, aborrecía su sabor acaramelado; pero la miel de Ingvar se desparramaba sobre su cuerpo juvenil y masculino hasta perderse bajo el umbral de su ahora apretado pantalón. Si en alguna parte existía algún río de leche y de miel que yo quisiera probar, se encontraba sin lugar a dudas detrás de aquella prenda marrón claro. El pantalón de Ingvar tenía varios botones y, en medio de nuestros jadeos, fui abriendo uno por uno. La carne, tirante al otro lado, se hacía más grande. Quería chupársela, metérmela en la boca. Morderla. Cuando llegó el último de los botones, nos miramos.

—No dudes, Séptimo.

—No lo hago.

—¿Entonces?

Por un lado, quería lanzarme a su entrepierna; pero por otro, deseaba que aquella secuencia fuese eterna. Había aprendido a controlar mis impulsos con Dagmar, a retener el orgasmo y a prolongar el tiempo que precede al éxtasis. No podía ser un mal amante ahora que Ingvar y yo habíamos confesado nuestro amor mutuo. Mis dedos rodearon su cintura. Los deslicé con suavidad para provocar que los vellos de la piel se erizaran. Se aferró a mis hombros para apretarlos como si las manos fuesen garras. Le bajé los pantalones, la ropa interior. Ingvar estaba temblando.

—¿Me llevarás alguna vez a Baleares? —pregunté antes de lamer su gran sexo tirante. Daba la impresión de que tenía vida propia y yo tenía que amansarlo.

—Cuando estuve en Ibiza, allí en Baleares, conocí a un muchacho que trabajaba en el muelle —dijo mientras me apartaba para mirarme a los ojos—. Habíamos hablado varias veces y durante la última quiso que lo acompañara en su bote. Pescaba con red y sentí curiosidad al saber que bordearíamos parte de la escarpada costa, así que accedí a ayudarle. Yo sólo estaba interesado en su grácil cuerpo de tez morena, en cómo aquel joven acabaría por estremecerse si se sentaba encima de mí, desnudos sobre el bote. Aquella isla estaba llena de exotismo y algunos de sus hombres despertaban en mí el más absoluto de los deseos.

Desnudos al fin, nos retorcíamos entre la confusión que habían formado nuestras ropas de domingo sobre el suelo polvoriento del cobertizo. Ingvar resoplaba junto a mis oídos, el sudor se condensaba contra los cristales de la vidriera y me juré a mí mismo que nada ni nadie iba a separarnos. En aquel momento, yo había olvidado por completo las palabras de Eduardo, la sonrisa tímida de Sofie Clemensen y todo lo que había acontecido aquella misma mañana, antes de que me encontrara con Ingvar.

—Días antes de regresar a Copenhague, conocí a un maestro en Menorca —prosiguió—. Era algo desgarbado y tímido, incluso torpe en sus movimientos, pero me entusiasmó hablar con él cuando fuimos a caminar a través del monte. Conocía algunos tratados de botánica tan bien que podría haber sido botánico como yo.

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