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(En órbitas Extrañas Nº 15) La luz del cielo

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Unknown (En órbitas Extrañas Nº 15) La luz del cielo
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    (En órbitas Extrañas Nº 15) La luz del cielo
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En órbitas extrañas 15: La luz del cielo
Ramón Somoza
© 2018 Ramón Somoza García
ISBN: 978-84-15981-46-6
Editor: Editorial Dragón
Versión MOBI
Portada: Basada en imágenes de Ingram Image Ltd / Shutterstock / Tatyana Vyc
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En órbitas extrañas 15:La luz del cielo
Estoy observando el planeta verde que estamos dejando atrás, el planeta más caótico que uno pueda imaginar, un planeta donde la órbita, los días y hasta la gravedad son irregulares. Un mundo donde la civilización se rige por el azar. Un lugar que es una verdadera locura. Pero al que nunca podré volver, dado que allí me han tomado por una diosa.
Suspiro. Yo seré muchas cosas, pero una diosa desde luego que no. Tengo un verdadero arte para meterme en líos que no es normal. Vale, habrá quien diga que es porque sólo tengo doce años o así. Pero no es cierto: Los líos parecen que me están buscando.
Es al volverme para ir al puente que me doy cuenta de que estoy en otro lío, al ver una especie de lluvia de colores muy cerca de la puerta. No sé cómo ha entrado en nuestra nave, pero esta especie no parece preocuparse mucho por tonterías como el espacio, puesto que ni siquiera estoy segura de que vivan en el mismo universo que yo. Es un Elois. Una raza que hace muchísimo tiempo desapareció del universo tal y como lo conocemos. Una raza tan avanzada que, cuando una vez me pidieron que rescatase un aparato que olvidaron en su día, el chisme ese resultó tener más de ciento diez mil años marcianos. Unos doscientos mil años terrestres en números redondos. No son hostiles, pero cada vez que he tenido un contacto con ellos, la he cagado a base de bien. Como si no tuviera bastantes líos de por sí.
Lamento que tengas esa opinión de nosotros, Tanit. No pretendemos causarte ningún mal. Nosotros somos Protectores.
No hay sonido, por supuesto. Este ser no es material, al menos no lo que nosotros conocemos como material, y habla de mente a mente. Es precisamente por eso que sé que dice la verdad: Ellos no pueden mentir, cuando están compartiendo su propio ser. Lo que no impide que les tenga más miedo que a un trinkops furioso, que ya es decir.
—No me digas que me venís a pedir algo —replico—. Porque no estoy por la labor.
Se te ha recompensado bien cuando has trabajado para nosotros —se sorprende—. ¿O no es así?
Aprieto los labios un instante. A decir verdad, tiene razón. Me explicaron el qué causó el accidente que mató a mi padre cuando fui trasladada a este lado de la galaxia. Me permitieron hablar con mi madre, a quince mil años-luz de aquí. Y me dieron una varilla que causó un verdadero desastre, aunque en última instancia permitió que nuestra coesposa Irina se uniera a nuestro nido, nuestra familia. Eso sí, siempre después de pasarlas canutas. Vamos, que mi relación con ellos ha sido siempre agridulce, por decirlo de forma suave.
—Sí, es verdad. Pero no creas que esté deseando que me encarguéis un trabajo. —Dudo un instante—. A menos que la recompensa sea que me vayáis a devolver con mi madre.
—Sabes que no podemos hacer eso, Tanit. Sería una intervención directa en tu destino que tenemos prohibida. —Suspiro de decepción—. Pero no venimos a pedirte que hagas nada. Venimos a advertirte.
Pego un respingo.
—¿Advertirme?
—Has llamado la atención de los dioses, Tanit. Eso no es bueno.
Parpadeo, perpleja.
—¿Los dioses? ¿Qué dioses?
—Te hablamos una vez de ellos, Tanit. Unos seres que están muy por encima de nosotros, al igual que nosotros estamos muy por encima de vosotros.
Pongo cara de repelús.
—¿Dioses? ¡Debes estar de broma! ¡Yo no creo en dioses!
Por un momento, juraría que ha suspirado. Bueno, algo parecido, porque no sé si este ser siquiera respira.
—Aunque no puedas verlos, son muy reales. Y no hace falta creer, pequeña. Pero hay más cosas en el cielo y en la tierra, Tanit, de las que han sido soñadas en tu filosofía.
Lo que faltaba, ahora un extraterrestre citándome a Hamlet. Aunque supongo que, siendo capaz de leer mi mente, también sabe leer mis conocimientos.
—¿Y por qué me advertís de ellos, si son superiores a vosotros? ¿Si pueden enfadarse con vosotros por ello?
—Creemos que por los servicios que nos prestaste merecías ese aviso, pequeña. Los designios de los dioses son un misterio para nosotros, e incluso si quieren el bien para ti, pueden ponerte en peligro. No podemos hacer más, así que cuida tus pasos a partir de ahora.
La lluvia de colores comienza a transparentarse. Agito los brazos, intentando detenerle.
—¡Espera!
Pero ya se ha ido, porque de pronto ya no hay nadie conmigo.
Miro a mi alrededor con repelús. ¿Dioses? Yo no creo en dioses, pero el Elois me ha dejado con un canguelo que no veas. Luego bufo. ¡Menuda tontería! Si los dioses existieran, ¿para qué se iban a fijar en una niña pequeña? Aún así, siento algo extraño en el estómago.
—Tanit —oigo de pronto a Irina por el altavoz—. Mira por el ventanal. Tienes que ver eso.
Me vuelvo, acercándome al mirador. La nave está girando, y el planeta verde se está desplazando lentamente hacia un lado. Pero por el otro lado hay una luz dorada que se está acercando. Frunzo el ceño. No es una luz, es algo que refleja la luz del sol. Pero debe ser inmenso, o no lo vería a esta distancia.
—¿Qué es eso? —inquiero.
Es Tara quien responde, y su voz es casi reverencial.
—Un Taniol’thai. No se había visto ninguno en al menos dos mil ciclos.
—¿Un qué?
—Es una criatura espacial, que usa la luz solar para moverse. No se sabe casi nada de ellos, puesto que casi todas las razas los consideran sagradas, y nadie se atreve a estudiarlas.
Frunzo el ceño. Eso parece bastante estúpido a menos, claro, que esos seres sean muy peligrosos.
—¿Por qué?
La respuesta de Groar a mis espaldas me deja helada.
—Porque se les considera los mensajeros de los dioses.
Siento cómo un escalofrío me recorre la espalda mientras me vuelvo para mirarle. Los Krogan creen en dioses, y yo nunca he intentado interferir en su religión. No es sólo que estemos casados, es que siempre he creído que jamás se debe atacar las creencias de los demás, por ridículas que te puedan parecer. Es una cuestión de ética: Cuestionar lo que es sagrado para alguien demostraría que tú tienes menos principios que una ostra. Pero me acaban de advertir contra unos dioses. ¿Y de pronto aparece un supuesto mensajero?
—¿De verdad crees eso?
El gigantesco guerrero alienígena ladea la cabeza, en un gesto de duda.
—No lo sé, Tanit. Los Krogan no sabemos la naturaleza exacta de los Taniol’thai. Pero los respetamos, al igual que hacen las demás razas desde hace al menos noventa mil ciclos. Y a menudo, cuando se han mostrado, han ocurrido cosas extraordinarias.
Su voz parece embargada por la emoción, y yo sacudo la cabeza, perpleja. Yo soy una científica, aunque sea la exobióloga más joven de la historia. Estoy por encima de creer en fábulas, por mucho que tengan más de doscientos milenios terrestres de antigüedad.
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