Los campos magnéticos
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Los campos magnéticos
Luciano Lamberti
Sofía y Marcelo iban a la misma siquiatra: la doctora Barale. La doctora Barale tenía un consultorio bastante grande y cómodo y de amplios ventanales en uno de los últimos pisos de un edificio de la calle Ituzaingó. Sofía se la recomendó enfáticamente a Marcelo. Le dijo que la doctora Barale era buenísima . Que la doctora Barale utilizaba técnicas integrales , atenta al tratamiento del cuerpo y la mente como unidad y no como cosas separadas.
Al empezar el segundo mes de terapia, la doctora Barale trabajó con fotos de la infancia de Sofía. Ella recolectó algunas que tenía en su casa y otras en Arroyo Colorado, en casa de sus padres. En la sesión, la doctora le pidió que eligiera una de las fotos y le contara la historia. Sofía señaló una en la que estaba vestida de china campestre, después de un acto escolar de la primaria. Tenía diez años, trenzas, una pollera amplia. Su padre estaba al lado suyo. En esa época todavía usaba barba y era mucho más flaco. Sofía le contó a la doctora que le gustaba esa foto porque su padre, que amaba toda esa mierda del campo, estaba orgulloso de ella ese día.
–Orgulloso – anotó la doctora Barale.
Después organizaron las fotos en un orden cronológico inverso, desde la más nueva a la más vieja. Empezaba con una de sus últimas vacaciones, en una playa uruguaya con Fernando, y terminaba en una del año 1982 en la que Sofía era una beba gateando desnuda en la playa.
–Mmm – dijo la doctora Bar ale.– Algo con la playa hay.
– La playa me gusta muchísimo –dijo Sofía.– A lo mejor es por eso.
Casi enseguida la doctora Barale dijo que era el fin de la sesión, aunque sólo habían pasado cuarenta minutos.
Cuando fue a verla por primera vez, Sofía estaba muy deprimida. Un día se levantó de la siesta, caminó hasta al comedor, donde Fernando dibujaba unos planos en el Autocad, se cubrió la cara con las manos y se largó a llorar. Lloró dos horas seguidas sin saber porqué, hasta que Fernando la obligó a tomar un Valium y se quedó dormida.
Lo peor no era el llanto, sino el hueco en el que a veces se sentía caer. Era como un remolino que la atrajera hacia la oscuridad . Sofía c aía en él sin alcanzar jamás el fondo, y la sensación era aterradora, como si dejara de tener control sobre su propio cuerpo. Sofía estaba charlando con Fernando o una amiga, mirando una película, viajando en el C4 rumbo al Centro de día donde trabajaba, y de pronto era como si le quitaran el piso. El miedo la paralizaba. A veces no podía disimularlo: tenía que acostar se y cerrar los ojos un rato.
Ahora estaba mucho mejor y todo gracias a las sesiones con la doctora Barale. Y a unas pastillas que tomaba una vez por día a eso de las ocho de la noche. No eran ansiolíticos: eran antidepresivos. No causaban, según la doctora Barale, la menor adicción. No daban sueño.
–¿Matrimonio? – dijo Marcelo.
–Ajá – dijo Fernando.
– Estás en pedo.
La idea se le había ocurrido después de ver una película. Un hombre que estaba a punto de morirse le proponía matrimonio a la mujer con la que había convivido siempre. Se casaban y al final el hombre se moría y era muy triste. Fernando la vio solo (Sofía se había ido a Arroyo Colorado el fin de semana), fumado y tirado en un sillón, y term inó llorando como una princesa. Esa misma noche tuvo la idea. La anotó en un cuaderno, para no olvidarla. Era una idea tonta, cursi, romántica, y a la vez perfecta. Casarse con Sofía. Pedirle matrimonio, como se hacía antes. Se durmió pensando en eso, feliz.
Después empezaron las preguntas. ¿Para qué proponerle matrimonio, si ya vivían juntos y estaban, a todos los efectos, casados? Además el matrimonio era algo pasado de moda. Algo de otra generación. Algo viejo. ¿Para qué?
Fernando se lo preguntaba a Marcelo, ambos con las antiparras subidas a la frente, en los andariveles vacíos de la pileta climatizada a la que iban a nadar dos veces por semana. Era un miércoles de una mañana de junio, el agua estaba tibia y ellos habían terminado de hacer la primer a serie de quinientos metros.
Fernando p ensaba que el matrimonio iba a arreglar mágicamente los problemas. Desde la muerte de su padre, Sofía tenía ataques de pánico y un humor peligrosamente variable. Iba a la siquiatra, tomaba pastillas, pero la depresión seguía ahí, la percibía casi físicamente cuando estaba con ella. Era como si pudiera ver su aura.
Una ex novia, una hippie con la que había salido antes de Sofía, le contó una vez que tenía una amiga capaz de ver el aura de las personas. La veía desde que era chica. Eran como un campo lumínico, amarillo la mayoría de las veces, pero que variaba con los cambios de ánimo. Una vez, en la calle, vio algo que la aterrorizó: un hombre con el aura completamente negra caminando rápido y cabizbajo, como si llevara consigo una de esas tormentas oscuras. Así se sentía Fernando en relación a Sofía. La suya era un aura negra capaz de contagiarlo. De deprimirlo.
– A mí me parece una pelotudez –dijo Marcelo.– Pero si tenés ganas de hacerlo, hacelo. Qué se yo.
– Estaría bueno algo distinto. Casarse con poca gente: Sofía, Agustina, vos y yo. Sin fotos, fiesta ni nada.
– Puede ser – dijo Marcelo.– Te casás en un CPC y nos vamos a comer algo.
– Me voy a casar por iglesia.
– Por iglesia.
– Sí.
– Pero si vos no creés en Dios.
– Algunos días creo. Además, casarse por iglesia es el verdadero matrimonio. La parte romántica. Mágica.
– ¿No era que te llevabas mal? La semana pasada te ibas a separar.
– Bueno, ninguna pareja es perfecta.
– Mmm – dijo Marcelo.
Después se bajó las antiparras, empujó las piernas contra la pared y salió nadando crawl.
A Marcelo la doctora Barale le había diagnosticado Alplax, por que no podía dormir y tenía palpitaciones por las noches. Sofía tomaba Loxetan.
Agustina, la novia de Marcelo, iba a un siquiatra en la calle Independencia. El siquiatra era escritor y Agustina había visto algunas veces su nombre o su foto en la sección cultural de La Voz del Interior. Cada vez que lo veía se lo contaba a Marcelo: este es mi siquiatra. Marcelo se quedaba mirando la foto y después decía: – Tiene cara de boludo para ser siquiatra.
Agustina había ido a verlo por primera vez dos años atrás. El siquiatra le recetó dos pastillas: un ansiolítico que tiraba para abajo, y un antidepresivo que tiraba para arriba. Con eso se estabilizaba en un punto medio. La primera vez que había tomado el ansiolítico, Agustina durmió doce horas seguidas. La segunda, se quedó dormida en el inodoro. Después su cuerpo se fue acostumbrando y ahora era perfecto. Uno para abajo, uno para arriba, todo consistía en, como dicen los griegos, el justo equilibrio.
Fernando no tomaba pastillas. Nunca había hecho terapia. Ante la terapia, él, que era hijo de unos almaceneros, sentía una mezcla de rechazo, fascinación y miedo. Por ejemplo: cada vez que Sofía llegaba de su sesión con la doctora Barale , Fernando le exigía que le dij era exactamente cuál había sido el desarrollo de la sesión, si habían hablado de él (y en ese caso, en qué términos). Sofía se negaba a contarle. Le decía: – Si estás curioso, buscate tu propia terapia.
– No la necesito.
Fernando no creía necesitar terapia, aunque el tema le interesaba y se ocupaba de leer los mismos libros que la doctora Barale le recomendaba a Sofía (en general, libros de autoayuda escritos por siquiatras). Esos libros le gustaban, lo divertían, pero siempre lo dejaban confundido. Las recetas de los autores para atenuar el dolor a veces se contradecían, y no se podían extraer de ahí más que ideas vagas, imprecisas, frases célebres que anotaba a los costados de la página.
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