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Maria Grazia Siliato - El hombre de la Sábana Santa

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Maria Grazia Siliato El hombre de la Sábana Santa

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Era una tela de algunos metros de larga y se exponía extendida como un tapiz o - photo 1

«Era una tela de algunos metros de larga y se exponía extendida como un tapiz o un mantel. Estaba amarillenta a causa de sus muchos siglos; unas huellas oscuras la recorrían de arriba abajo […] En realidad, sobre el tejido de lino y entre todas aquellas señales de deterioro, aparecía una forma dignamente dispuesta, apenas visible, de un color sanguíneo pálido. Y en medio de aquel color frágil y antiguo, que no puede describirse a quien no lo ha visto, se delineaba una imagen de forma humana, dos brazos, con manos de largos dedos, cruzados e inertes».

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Maria Grazia Siliato

El hombre de la Sábana Santa

ePub r1.0

liete18.03.14

Título original: L’uomo della sindone

Maria Grazia Siliato, 1985

Traducción: Miguel Ángel Velasco

Editor digital: liete

ePub base r1.0

La autora da las gracias a cuantos citados o no en este libro han aportado su - photo 3

La autora da las gracias a cuantos, citados o no en este libro, han aportado su preciosa contribución, directa o mediata —con publicaciones, comunicaciones científicas, material fotográfico y todo un amplio intercambio de informaciones verbales o escritas—, al conjunto de conocimientos que han hecho posible este libro; da las gracias a cuantos con objetividad, generosidad y modestia, y sin finalidad alguna de lucro, han puesto a disposición de la autora el fruto precioso de sus investigaciones y experiencias.

Hay con todos ellos una deuda colectiva, espiritual y cultural; algunos se sentirán recompensados uniendo su nombre, de cara al futuro, a la gran aventura de los descubrimientos hechos sobre la Sábana Santa; otros estarán destinados a celebridades menos llamativas, pero hay que destacar con reconocimiento la aportación, incluso la anónima, de cuantos, a todos los niveles, han colaborado para que tan compleja y ardua tarea pudiese desarrollarse y llegar a feliz término. Es algo que pertenece ya a la cultura del mundo.

La autora lamenta haberse visto obligada, por las limitaciones materiales y la finalidad del libro —dirigido a un público no especializado en la materia—, a sintetizar o dar por supuestas experiencias e investigaciones dignas de todo elogio; pero, aunque invisibles, sustentan la estructura misma del libro, como los ladrillos de una pared.

Como es de rigor, por otra parte, la autora asume la responsabilidad de eventuales errores y de involuntarias omisiones —posibles en una obra en la que han confluido los resultados de disciplinas tan diversas—, pide excusas por ellos y agradece desde ahora a quien tenga la amabilidad de señalárselos.

I

Aquel objeto indefinible

Las huellas de muchos siglos. — Remiendos y quemaduras. — La forma de un cuerpo. — La primera fotografía. — El negativo es un retrato. — Quizá es un error técnico. — La sorpresa de los médicos. — Las heridas parecen verdaderas.

Era una tela de algunos metros de larga y se exponía extendida como un tapiz o un mantel. Estaba amarillenta a causa de sus muchos siglos; unas huellas oscuras la recorrían de arriba abajo. Se daba uno cuenta de que debía de tratarse de quemaduras, como de hierro candente. Aquí y allá se veían remiendos, trozos de tela doblados en forma repetidamente geométrica. Y luego se advertían otras sombras confusas que emergían del color marfil cansado de la tela.

En realidad, sobre el tejido de lino y entre todas aquellas señales de deterioro, aparecía una forma dignamente dispuesta, apenas visible, de un color sanguíneo pálido. Y en medio de aquel color frágil y antiguo, que no puede describirse a quien no lo ha visto, se delineaba una imagen de forma humana, dos brazos, con manos de largos dedos, cruzados e inertes.

Sobre las manos y sobre los brazos aparecían manchas más oscuras, como señales de heridas. También el color de la sangre había sido como lavado por el tiempo, como amalgamado por un pintor de rara sensibilidad en una exquisita y casi sádica creación.

A medida que los ojos se esforzaban por escrutar, era como si la Imagen cobrara espesor a través del tejido. La forma entera de un cuerpo comenzaba a emerger de la tela como los ahogados afloran a la superficie del agua.

El ojo se empeñaba en aprisionar la Imagen, aquel cansado color que, en los bordes, se esfumaba por completo. Tan sólo se veían siempre con claridad las manchas que parecían debidas a la sangre de algunas grandes heridas.

Respecto a lo demás, los ojos realizaban un esfuerzo continuado, arriba y abajo, por toda la superficie, se detenían en los detalles, distrayéndose en ellos; pero, a medida que se miraban más y más, la imagen, a pesar de aquella su remota palidez misteriosa, se tornaba dramática.

Se percibía, al fin, que, extendida sobre la tela, yacía verdaderamente la entera forma corpórea de un hombre cubierto de heridas, que había sido matado ferozmente, al parecer, pero, a pesar de todo, sereno y lleno de dignidad, increíblemente apaciguado con la muerte, que había debido de ser monstruosa.

Se veían unos cabellos largos, como humedecidos, pero ordenadamente recogidos, tal vez ondulados; luego, la huella de una barba también fluida y recogida, y la forma del rostro; tenía los ojos rendidamente cerrados y se veían los párpados pesados. También aquí se distinguían sombras oscuras, como en las manos; estaba manchado sobre las cejas, en la frente; el pómulo derecho parecía hinchado y también la nariz; la mejilla estaba tumefacta. Era el rostro de un hombre torturado; parecía como si hubiera caído de bruces sobre un camino de piedras. Y, no obstante, ni un solo músculo había quedado contraído por el miedo o por el espasmo.

Pero, al mirar atentamente la imagen de aquel cuerpo, no resultaba ciertamente claro cómo se había formado. Tal y como aparecía, impresa sobre un trozo de tela, objeto verdaderamente extraño y único en la historia (puesto que no se conocía —ni se conoce— nada parecido), emanaba de ella una sugestión intensa y oscura.

No se tenían informaciones ciertas sobre su misterio ni sobre su lejanísimo pasado.

Había muchos libros, leyendas, recuerdos de estudios lejanos. Y las interpretaciones eran dos: una, muy repetida, era que se trataba de la obra de un artista desconocido. La obra (no se sabía todavía de qué modo realizada) de un artista extraordinario por tres características: el medio utilizado, un tejido; las técnicas, indefinibles a primera vista, y una maestría inmensa, tan personal que no sugería posibles fechas.

De este posible y fascinante autor nada en absoluto se conocía, ni el ambiente, ni la escuela, ni otras obras parecidas. Si había existido, no quedaba rastro de él en la memoria de nadie, ni siquiera el nombre.

Pero, según una leyenda que se remontaba a muchos siglos atrás, más improbable a primera vista, más complicada, aquel objeto podía ser muy bien lo que tantos se obstinaban en sostener: la impronta sorprendentemente dejada por un cuerpo humano, la huella de un ajusticiado y de un antiguo delito. Esta hipótesis resultaba también tan extraña y tan sin parangón posible, que parecía inaceptable. Pero, si así era, si se trataba verdaderamente de la forma trágica de un cuerpo que se había dibujado a sí mismo con su propia sangre, estaba detrás de todo ello la muerte auténtica de alguien. Y quizá por este camino —a través de su ser y de su padecer— se podía conocer más que a través de muchos libros. En este sentido, la investigación se convertía en una indagación sobre un antiguo delito.

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