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Cruz Morcillo - El crimen de Asunta

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Cruz Morcillo El crimen de Asunta

El crimen de Asunta: resumen, descripción y anotación

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Í NDICE

A la memoria de Asunta Yong Fang .

I NTRODUCCIÓN

No dejes que el mal te confunda
y creas que puedes tener secretos para él.

F RANZ K AFKA

S er reportero de sucesos no te inmuniza ante el dolor; más bien al contrario. A medida que vas acumulando historias con perfiles definidos, que ahondas en técnicas de investigación, en las frustraciones diarias de quienes persiguen el mal y las vidas dinamitadas de las víctimas, ese dolor comienza a ocupar espacio en tu mochila personal y cambia tu mirada ante el mundo.

Nunca entiendes el sinsentido de la muerte y muchas noches el sueño se escapa volando, ocupado su tiempo en dar vueltas a una pregunta, a un dato que has leído o te han contado y no encaja; a la respuesta de un sospechoso o un imputado que chirría en su discurso. Tú no eres investigador, solo periodista, un transcriptor de hechos, el mensajero de la sordidez que habita en el mundo. Pero a veces te gana la partida el sentido innato de Justicia, la que se extiende —o eso crees tú— en forma de palabras.

El asesinato de Asunta me sacudió más que casi ninguno en plena transición laboral y personal. Ese 21 de septiembre de 2013 acababa de inaugurar un reto profesional. Al cabo de dieciséis años contando historias a diario en el periódico ABC , cambié los papeles y empecé a trabajar de forma continuada en televisión, en la sección de actualidad de El programa de Ana Rosa . Había renegado durante años de las cámaras y los redactores que se interponían en mi trabajo y espantaban a un familiar o un testigo. Yo, armada con una libreta, y ellos, con un arsenal de cables y prisas. Y ahí estaba entonces, al otro lado, a ambos en realidad, con un vértigo que me mareaba, miembro del «ejército» de carreras, ante el crimen inexplicable de una niña.

Asunta me cautivó desde el primer momento. La niña aplicada que aprendía idiomas, bailaba, tocaba dos instrumentos y parecía no haberse embarcado aún en el acantilado de la compleja adolescencia. Me preguntaba cada día, en el hermetismo inicial de la investigación, cómo se sentiría al saberse distinta, especial, y le asignaba en mi imaginación un punto de soledad y ensimismamiento. Mi empatía con esa criatura delicada aumentó por días, al ritmo que se aceleraba el horror al conocer los detalles de sus últimas horas, de sus últimas semanas.

Su muerte dejó de ser un caso más en mi mochila pesada de infiernos ajenos y entró en mi vida arrasando todo a su paso por momentos. Congeló fines de semana, robó horas y horas familiares, desató situaciones anómalas en busca de un dato, de una confirmación, de un porqué.

No lo he encontrado. He buceado con las armas aprendidas en este oficio. He leído decenas de veces las páginas del sumario, las palabras de quienes conocían a los protagonistas, he tratado de entender motivaciones, pero la respuesta sigue sin aparecer. Este libro, un reportaje mucho más extenso de lo habitual, es mi particular empeño para evitar el olvido que extiende la muerte.

Aclaración : los nombres reales de los agentes de la Guardia Civil y del Cuerpo Nacional de Policía han sido sustituidos por otros ficticios para preservar su seguridad. También se ha cambiado el de la testigo menor que vio a Alfonso Basterra con Asunta la tarde del crimen, así como los de las personas de su entorno con el fin de preservar su testimonio. El del hombre con el que Rosario Porto mantenía una relación tampoco es el auténtico. El resto aparecen tal y como los recoge el sumario del caso.

Capítulo I
TIRADA EN UNA CUNETA

—T iene aún los trozos de champiñón en el estómago sin digerir. Pobre criatura.

—No la han violado ni la han estrangulado. No tiene ningún golpe y, pese a lo que dijo el médico del 061, tampoco la atropellaron.

—La asfixiaron. Eso está claro y también que apenas se resistió. El cuerpo presenta unas pequeñas erosiones y nada más. Le ataron las manos y los pies cuando aún estaba viva.

—... Y la colocación del cadáver... iba con mucha prisa quien la dejó allí tirada.

—O no podía con ella o temía ser descubierto.

—Toxicología nos dirá más —terció el juez dirigiéndose a los cinco forenses presentes en la sala de autopsias, entre ellos una especialista en agresiones sexuales—. He pedido prioridad absoluta.

El juez José Antonio Vázquez Taín salió del depósito de cadáveres del hospital de Conxo con el teniente Maceiras y el cabo Rafael Herrero. Eran las nueve de la noche del domingo 22 de septiembre. Miró el cielo despejado y pensó que el otoño se retrasaba. Cargaba ya con unos cuantos levantamientos de cadáveres y unas cuantas autopsias, pero uno nunca se acostumbraba a que la muerte viniera con cara de niña. Habían pasado cuatro horas en la sala de autopsias. Sobre la mesa metálica estaba el cuerpo de Asunta Yong Fang Basterra Porto, de doce años. Dos hombres la habían encontrado, a la 1.15 de la madrugada anterior, en una pista forestal a las afueras de Santiago de Compostela. Sus padres, la abogada Rosario Porto y el periodista Alfonso Basterra, habían denunciado la desaparición solo tres horas antes. Y esa misma madrugada se convirtieron en los principales sospechosos del crimen. Habían mentido e incurrido en contradicciones.

El cadáver, además, apareció a 4 kilómetros de una finca de la madre en la que había estado esa tarde. En una habitación de esa casa se halló una papelera con evidencias sospechosas que precipitaron los registros de sus viviendas (estaban divorciados) y de sus coches. Antes de que amaneciera ya estaban imputados. Lo sabían ellos y lo sabían los investigadores que iniciaron una carrera contra el tiempo, dirigida por el titular del Juzgado de Instrucción número 2 de Santiago.

Mientras Taín se dirigía al aparcamiento del hospital se dio cuenta de que llevaba dieciocho horas sin parar, salvo para el almuerzo, que compartió con los investigadores comentando sus impresiones del caso. Era hora de volver a casa. Si se daba prisa aún podía dar un beso a sus hijos antes de que se durmieran.

A esa misma hora, Alfonso Basterra consultó por quinta vez las web de La Voz de Galicia y El Correo Gallego , su antiguo periódico. La información sobre la muerte de Asunta no había variado. Charo no paraba de charlar en el salón con los amigos llegados para consolarlos. Desde la cocina del piso de Doctor Teixeiro, el que antes era su hogar, a cinco minutos de la sala en la que acababan de hacerle la autopsia a su hija, marcó el número de El Correo Gallego y preguntó quién estaba de jefe. Decidió llamar al móvil del director: «Soy Alfonso. Veo que os habéis enterado de lo que le ha ocurrido a mi hija. Debo pedirte un favor. No publiquéis más. Charo está muy mal y esto no ayuda». El director, su antiguo colega, dio el pésame a Alfonso y le preguntó cómo estaban y si necesitaban cualquier cosa. Su exjefe se sorprendió de que en un momento como ese a Basterra le interesara si publicaban o no el crimen, pero recordó que siempre había sido un tipo extraño.

Alfonso tenía los nervios disparados. Concentró todo su pensamiento en calmarse. No había pegado ojo y estaba furioso, aunque nadie lo percibió, por la estúpida reacción de Charo en Montouto. Si no hubiera corrido escaleras arriba, el teniente quizá ni se hubiera fijado en la dichosa papelera del dormitorio con la cuerda, la mascarilla y los pañuelos. No era un registro hasta que ella con su comportamiento sin control activó la alarma del guardia civil. Pero con Charo el guion era recurrente: primero actuaba y luego pensaba. Ese fue el detonante de los tres registros que ya habían soportado en las últimas horas.

En la Comandancia de La Coruña, a 75 kilómetros, el teniente Maceiras distribuía tareas entre su equipo: cuatro hombres y una mujer vivirían a partir de esa noche para reunir pruebas y hacer justicia a una niña. Había quedado en hablar con Taín a primera hora del día siguiente, lunes, salvo que surgiera alguna novedad. Para entonces el atestado inicial debía estar perfilado.

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