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Jordi Igualada - Tráfico Oculto. El Incidente

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Jordi Igualada Tráfico Oculto. El Incidente

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Tráfico Oculto

El Incidente

Jordi Igualada Fernández

Agradecimientos

Escribir una novela es una tarea laboriosa. Pero como todo escritor sabe, hay muchas personas que aportan ese “gran” granito de arena para que este libro, pueda ser leído con un mínimo de calidad.

Debo destacar a grandes escritores tanto en lo profesional como en lo personal, personas que me han ido aconsejando. Podría citar a Blas Ruiz Grau o al grandísimo Bruno Nievas, entre otros. Gracias, de corazón. También agradecer a mi familia y amigos que me han escuchado cuando he querido contarles la historia y me han dado su opinión y apoyo.

Pero sobre todo a una persona en especial, mi pareja. Gracias Elena, por estar siempre ahí, por estar horas y horas ayudándome a correcciones que parecían no tener fin. También darte las gracias por esa grandiosa portada hecha íntegramente por ti.

Y como no, a todos aquellos lectores que ahora tenéis esta novela. Por confiar en un Don Nadie para que vuestro tiempo resulte más ameno.

Espero que disfrutéis y os emocionéis tanto como lo hacen los protagonistas.

Jordi Igualada


ÍNDICE

Capítulo

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7 de julio de 1837

Kazajistán

Una pequeña figura se divisaba a lo lejos en el centro del caluroso desierto de Kyzyl Kum. Sus movimientos eran lentos y torpes. Las vestimentas de aquél tipo estaban sucias e incluso desgarradas. De su espalda colgaba una pequeña cesta de mimbre aguantada por una cuerda sucia, donde guardaba sus pertenencias personales.

En cuanto a su aspecto, no era mucho mejor. Una barba sucia y larguísima le cubría todo el cuello y portaba varios manchurrones de suciedad por la cara. Trino Sukov era el nombre de aquél individuo con aquellos brazos tan largos y finos. De padre búlgaro y madre española, aunque nunca la conoció, ya que falleció durante el parto.

Trino había crecido junto a su padre, en un mundo donde los otomanos tenían el poder y el País no tenía todavía la fuerza suficiente para tener soberanía sobre sus propias tierras.

Fue en 1816, el mismo día en que Trino cumplía veintiún años, cuando Ramstein Sukov, padre de éste, fue asesinado. Su cuerpo se encontró a pocos metros de profundidad del rio Danubio, justo en la frontera de Bulgaria con Rumania.

Al parecer, antes de morir, recibió algún tipo de ritual, ya que en ambas manos solo le quedaban un par de dedos, el pulgar y el índice. También sufrió contusiones en el torso, todas ellas por debajo del pecho. Sus orejas también habían desaparecido. El corte que le habían hecho para quitárselas era de un auténtico especialista, ya que era un corte limpio y totalmente recto. Después de aquello fue atado con cadenas por los brazos y piernas y dejaron que se acabara de desangrar en el rio. Al cabo de poco más de cinco días, fue cuando se encontró el cadáver, que ya presentaba una cierta descomposición. Fue entonces, cuando Trino decidió huir del país a causa de que le inculparon la muerte de su padre. De alguna manera habían falsificado pruebas en contra de él y ahora estaba en busca y captura. Al parecer, alguien quería hacer desaparecer la familia Sukov ¿Algún ajuste de cuentas? No lo sabía, también se había creado varios enemigos a su alrededor. En aquella época era muy difícil poseer una vida fácil. Pero Ramstein era un gran boxeador y se estaba forjando una reputación más que merecida. De esa forma llegó el dinero, pero también la envidia, hasta tal punto de tener que ocultarse o huir de las personas. Quizá fue aquello el motivo de su muerte, pensó Trino.

El chico iba ocultándose cada vez que cruzaba una frontera. Iba robando comida por las pequeñas paradas de los mercadillos de las plazas para no gastar el poco dinero que había cogido de su padre antes de huir del País.

Durante estos últimos años, ha ido vagando aquí y allá, sin un destino claro, sin saber qué hacer con su vida, y lo peor de todo, desechando sus años.

Con el tiempo, Trino se volvió adicto al vino de barril. Entre sus pertenencias personales siempre portaba consigo una petaca de madera tallada por él mismo en un bolsillo de su chaqueta descolorida. Dentro no llevaba otra cosa que no fuera vino.

Llevaba vagando por el gran desierto casi cinco días, provenía de Taskent, capital del País vecino, Uzbekistán. Apenas le quedaba comida en su cesta (aguantada por aquella cuerda que estaba a punto de romperse) y solamente le quedaban unas pocas gotas de agua en otra petaca que llevaba en su otro bolsillo.

Tras unas horas andando por el desierto, sin ver a nadie, totalmente perdido, sin comida (se había acabado lo muy poco que ya le quedaba) y con las pocas gotas de agua que le quedaban ya gastadas, se arrodilló en el suelo, mirando con gran tristeza hacía arriba, hacía el cielo, como si esperase un milagro. El sofocante calor lo agotaba de manera lenta pero continua. La arena era tan fina que se le colaba por el interior de los zapatos y con el paso de las horas le habían hecho yagas en las plantas de los pies. El sudor se le mezclaba con las lágrimas y le recorrían la cara hasta llegar a los labios, dándole un gusto salado que aún le daban más ganas de beber. Las rodillas le ardían por el calor que transmitía aquella arena. Pero ya no le importaba. Nada le importaba. Deseaba morir y poder juntarse de nuevo con su padre.

De pronto, se vio en el cielo una estrella fugaz. Era muy extraño aquel fenómeno siendo de día y más por aquella zona, donde era inusual el paso de éstas.

Trino, que estaba soberanamente borracho, siguió el recorrido de aquella luz con los ojos muy abiertos. La pequeña luz se hacía por momentos más y más grande y venía directo hacía él. Pensaba que eran alucinaciones suyas cuando vio que venía hacía su dirección, pero después de restregarse los ojos, comprobó que aquello no era una paranoia suya, era real.

Un meteorito se acercaba. Trino se asustó, y de golpe, no sin antes tambalearse por unos momentos, se levantó de aquella arena cálida e intentó alejarse de aquél lugar.

Pocos segundos después, el meteorito había tocado tierra a una distancia considerable del chico, haciendo un sonoro ruido ¡Bloom! El choque de aquella roca provocó una grandísima cortina de arena que golpeó sin cesar a Trino.

Por unos instantes, Trino quedó agachado, con las manos sobre la cabeza, esperando a qué algo pasase, aunque ni tan siquiera él mismo sabía qué podía ocurrir en ese preciso momento. Entre la borrachera que llevaba consigo y el susto que se había llevado ahora con esto, dormiría bien a gusto, pensó. La arena le golpeaba en la cara y en los brazos, provocándole pequeñas punzadas de dolores. Como si le estuvieran pellizcando cien personas a la vez por segundo.

Cuando la arena cesó de golpearle, éste se levantó lentamente, aunque le costó un poco porque una gran capa de arena de unos cuatro o cinco dedos de espesor le cubría todo el cuerpo. Podría decirse que estaba enterrado bajo ella.

Buscó con la mirada el lugar del impacto. Después de localizarla a varias decenas de metros, y de haber resoplado con cierta tranquilidad, el hombre pensó en acercarse para ver que era exactamente lo que había caído. Las ganas de saber el qué, le empujaban hacía allí, pero el miedo le echaba hacía atrás.

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