Joan Llarch - Campos de concentración en la España de Franco
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- Libro:Campos de concentración en la España de Franco
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1978
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Campos de concentración en la España de Franco: resumen, descripción y anotación
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Batallón de Trabajadores, n.º 69, 4.ª Compañía
CANTERA DE PUIGMORENO (Alcañiz), 1938
Los dos soldados habían salido de caza, cuando ya había empezado la jornada de trabajo en la cantera. Aquel día estaban libres de servicio. Con el macuto a un costado y el fusil colgado al hombro, se habían alejado poco a poco por el llano. Habían desaparecido en las estribaciones de los montes cuyas faldas iban a morir a la izquierda de los otros montes que enlazaban con la cantera.
El tiempo fue pasando. Llegó el mediodía y hubo la tregua de descanso en el trabajo para comer el rancho. Los prisioneros comieron como de costumbre, sentados al sol, diseminados por las cercanías de la cocina, y de la casita del alférez. Después, un breve descanso y nuevamente reemprendieron la tarea.
Otra vez todo el espacio se llenó del vivo y dinámico fragor de la actividad. El incesante golpeteo de las porrillas desmenuzando los pedruscos, resonaba como el picotear irritado de docenas de pájaros picamaderos. Las ruedas de las vagonetas metálicas lanzaban gritos chirriantes, corriendo por los estrechos carriles en trance de descarrilar en las curvas de las ligeras pendientes. Todo el agujero de la cantera abierto en la montaña, rebosaba de un continuo ajetreo. Cantaba el martillo rebotando sonoramente en el yunque de la fragua, mientras en el aire, pasando por entre el cañizo que la cubría del sol, se elevaba la leve humareda exhalada por los carbones encendidos y avivados al rojo por el ventilador de hélice que se accionaba con la manivela en la mesilla metálica. El humo nacía espeso de entre los carbones, volaba por encima del cañizo y luego se dispersaba en el aire.
Daba el sol en las paredes encaladas de la casita blanca del alférez y la blancura de la cal era un espejo albo en el que rebotaba la claridad solar. La casa parecía un lienzo blanco, una sábana tendida a secar en la que la ventana oscura de la habitación del oficial y la puerta de la entrada de la casita, eran como dos remiendos añadidos de color. La casita era estrecha y larga, pegada al paredón de roca. Tenía la techumbre echada sobre su cara, lo mismo que una gorra aviserada y vieja formada de tejas acanaladas, rojizas y sucias, por el polvo acumulado durante años, que las lluvias no lograban limpiar.
Las horas fueron transcurriendo. La tarde iba avanzando. Fue entonces cuando en la soledad de la llanura surgió la figura diminuta del escolta corriendo y jadeante. Llevaba su fusil colgado al hombro y otro colgado en la mano, cogido horizontalmente a la altura del guardamontes para equilibrar su peso y facilitar su carrera. De vez en cuando se detenía en su correr. Al parecer tomaba aliento, apoyándose entonces en el fusil a guisa de cayado. Se adivinaba que inclinaba la cabeza, casi sobre el puño, con el que agarraba el arma a la altura del punto de mira. ¿Qué ocurría? Siguió, unas veces corriendo y otras tantas deteniéndose de fatiga. Se fue acercando a la cantera.
Los prisioneros se fueron deteniendo en su tarea y todos volvían el rostro hacia aquel punto con extrañeza. El capataz frunció el ceño y, con un ademán, llamó la atención de uno de los escoltas que estaba de vigilancia. El soldado comenzó a bajar desde lo alto yendo en dirección al capataz. Cambiaron algunas palabras mirando hacia el soldado que de nuevo se había detenido. Rápidamente, ambos descendieron hasta la vía del tren y fueron hacia el encuentro del soldado. Era uno de los que por la mañana habían salido de caza. Cuando los tuvo cerca el soldado dejó caer en tierra el fusil que llevaba en la mano y abrió los brazos hacia ellos, gesticulando, diciéndoles algo que debía de ser terrible. Los dos hombres se le unieron. Se adivinaban los ademanes de asombro, y el soldado se cubría el rostro con las manos. Lloraba. Luego, el capataz recogió el fusil del suelo. El soldado que había ido a su encuentro le pasó el brazo por los hombros, abrazándole. Intentaban consolarle. Luego, le acompañaron hacia la casita del alférez. Pasaron al pie de la cantera, por debajo del muelle de carga, al otro lado de la vía del tren. Los prisioneros habían suspendido su trabajo y miraban extrañados. El capataz, al darse cuenta, se detuvo brevemente, encarándose con su gesto a los trabajadores. Hizo un ademán enérgico para que no interrumpieran su tarea. Era un gesto de mando, pero al mismo tiempo cordial, como siempre hacía. Reemprendieron el trabajo, pero mientras trabajaban los prisioneros estaban pendientes del soldado que aquella mañana había salido de cacería con su camarada, y ahora era acompañado por el escolta y el capataz de la cantera hasta la casita del oficial. Los tres desaparecieron en el interior. Transcurrieron unos minutos de intrigante espera. Salieron. El soldado ya no llevaba ninguno de los dos fusiles. Había sido desarmado. El escolta, obedeciendo órdenes, fue corriendo en busca de otros tres soldados, que se personaron a la llamada del alférez que, en tanto, había salido a la puerta con gesto preocupado y aguardaba con los brazos en jarras. Se presentaron con las armas dispuestas, cuadrándose ante el superior. El alférez hablaba viva y enérgicamente, dando instrucciones. Los soldados guardaban postura de respeto. Después, el primer escolta, con los otros soldados y el que iba desarmado, que permanecía cabizbajo y abatido, emprendieron la marcha. Desde la cantera se les vio alejarse por el mismo camino de regreso que había recorrido el único de los dos soldados que había regresado. Se perdieron a lo lejos, hasta desaparecer.
Cuando el capataz volvió a la cantera, contó lo que había sucedido. Los dos soldados, compañeros, habían salido de caza. Uno de ellos, el que había vuelto con el arma del otro, había disparado a un arbusto, al ver que las ramas se movían. Había creído que se ocultaba una pieza y, en su impaciencia por cobrarla, al disparar, había dado muerte a su camarada que se encontraba detrás del arbusto.
Los prisioneros siguieron trabajando en silencio y cada uno sentía en su corazón pena por los dos soldados. Por el que había muerto, y también por aquel que había sufrido la horrible experiencia de dar muerte a un compañero.
La tarde desfallecía. Desde poniente se extendían sobre el llano las últimas claridades, partiendo de los montes distantes, en abierto abanico de intensas coloraciones. Fue en aquella hora casi moribunda cuando desde la cantera vieron a lo lejos el pequeño grupo de hombres que avanzaba procedente de la lejana vaguada. Había surgido de uno de los pliegues de la tierra y quedó perfectamente visible cuando alcanzó la vía del ferrocarril, donde los carriles quedaban, en sus topes finales, cortados, sin prolongación.
Entre los trabajadores se fue corriendo la voz. Dejaban su ocupación; apoyaban la herramienta en tierra, la dejaban a un lado y, cada uno desde el sitio en que se encontraba, situado más arriba o más abajo, iba volviéndose, dando la cara al dramático grupo que se acercaba. Todo quedó detenido. Todos miraban, guardando silencio, y en los ojos se leía el dolido asombro. Los dos escoltas que estaban en la cantera de vigilancia, se echaron al hombro el «Máuser» y, empujados por su impaciencia, descendieron por la cantera, sorteando los pedruscos que encontraban a su paso. Corrieron hasta el muelle de carga, saltaron la vía y fueron a unirse al grupo que se iba acercando. Los del grupo se sentían fatigados por la larga caminata llevada a cabo desde los montes de los cuales venían.
Don Víctor, el «ingeniero», estaba esperando en la explanada que había frente a la casita blanca del alférez. Fruncía el ceño con preocupación mientras el grupo se aproximaba. Se quedó inmóvil y tenso, apretando con la mano el mango del cayado que siempre llevaba. Parecía como si la cantera se hubiese clavado poderosamente en tierra. Así permaneció unos segundos, seca y recortada su figura. De pronto, reponiéndose de su brusca impresión, giró sobre sí mismo, y se dirigió a la entrada de la casita. Se detuvo en la puerta y, sin entrar, gesticuló vivo e imperioso. Ante los gestos y voces de don Víctor, el oficial salió presuroso y se plantó a su lado, mirando hacia donde «el ingeniero» le señalaba con la punta de su bastón. Inmediatamente, el alférez se lanzó adelante con el paso decidido, pero notándose en la viveza de sus andares la impaciencia contenida del hombre por la autoridad del grado que, en ocasiones, no le permitía exteriorizar la efusión de sus emociones personales.
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