Las catedrales del vacio
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- Libro:Las catedrales del vacio
- Autor:
- Editor:Editorial Bóveda
- Genre:
- Año:2013
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Las catedrales del vacio: resumen, descripción y anotación
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Henri Loevenbruck
Las catedrales del vacío
Todo el secreto de la vida se reduce a esto: la vida no tiene ningún sentido y, sin embargo, cada uno de nosotros se lo encuentra.
C IORAN
A la naturaleza le horroriza el vacío. A mí, también.
El vértigo pone de manifiesto nuestra compleja relación con el vacío. Ante el vértigo sentimos el odio del enemigo, el miedo a lo desconocido y la atracción hacia el peligro. Tener vértigo supone, también, saborear la exaltación que procura la llamada del abismo: quien se enfrenta a él puede sentir de pronto, mientras le tiemblan las piernas, un ansia irreprimible de abrazarlo. ¿Por qué? Para conocer, quizá, el lugar secreto de nuestro origen y de nuestro destino.
La fascinación por el vacío nos lleva a hacer locuras.
A l cerrar tras de sí la pesada puerta de hierro, Charles Lynch sabía perfectamente que solo tenía dos opciones: la libertad o la muerte.
Salir del complejo subterráneo o desaparecer para siempre.
Sentía el latido de la sangre en las sienes y el pecho con la cadencia inquietante de un tambor fúnebre, y el pasillo que tenía delante se le aparecía como un corredor de la muerte. Trató de no dejarse impresionar. Era demasiado tarde para renunciar.
Tomó aire, apretó los puños y se echó a andar, despacio al principio, poniendo buen cuidado de no hacer ruido, y luego cada vez más deprisa. La urgencia se imponía a la prudencia.
El eco de sus pasos se elevó entre las paredes de cemento gris. Solo unos metros le separaban de la puerta que le conduciría por fin ahí arriba, a la superficie; estaba casi seguro de ello. ¿Dónde le llevaría exactamente? ¿A qué ciudad? ¿Qué región? No tenía ni la menor idea. Ni siquiera tenía la certeza de saber qué país. Pero sería a la luz del día, sin duda. Esa luz que llevaba dos meses sin ver.
Siguió corriendo. Sus sentimientos oscilaban entre la esperanza de la inminente liberación y el miedo a que lo atraparan antes de salir, y mantenía la mirada fija en el cierre electrónico de la puerta. Ya solo faltaban veinte metros. Unas zancadas. ¡Hacía tanto tiempo que no corría así! A sus sesenta y cinco años, Charles Lynch nunca había sido un gran deportista, y ahora empezaba a faltarle el aliento. Pero no por ello aminoró el paso. Todo dependía de aquel último esfuerzo.
De pronto empezó a resonar una aguda sirena. En cada extremo del pasillo, unos focos se pusieron a parpadear iluminando el suelo a intervalos regulares con su resplandor rojo. Lynch apretó aún más el paso.
Habían descubierto su fuga. En realidad, era plenamente consciente de que, antes o después, los guardas descubrirían que había saboteado las cámaras de vigilancia. Era cuestión de tiempo, simplemente. Cuestión, quizá, de segundos.
Una vez llegado al final del túnel, se abalanzó sobre la esfera que estaba al lado de la cerradura. Levantó la tapita de plástico transparente y se frotó las palmas de las manos para hacer desaparecer el sudor. Después, con gesto inseguro, empezó a marcar la clave. Parecía que el corazón se le iba a salir del pecho. Le temblaba todo el brazo. ¿Qué pasaría si la reprogramación del código había fallado? ¿O si los guardias habían tenido tiempo de reiniciar el sistema de seguridad? Si ocurría algo así, todos sus esfuerzos, aquella estratagema meticulosamente preparada, habrían sido en vano.
Pero no. Tenía que conseguirlo. Volver al mundo exterior, que al menos le diera tiempo de avisar a alguien, de pedir ayuda.
No pedía nada más. Por él, por su hija, y también por los que seguían encerrados ahí dentro.
La estridencia de la alarma le destrozaba los oídos. Apretó los dientes y pulsó por sexta vez el teclado, para completar el código que él mismo había modificado: 110180, la fecha de nacimiento de su hija.
Se produjo un segundo de silencio que se le hizo eterno. La cerradura produjo un ruido eléctrico que dio paso, por fin, al chasquido liberador; los pernos cilíndricos se separaron lentamente del pasador y Charles Lynch tiró del imponente picaporte. La puerta se abrió con un chirrido discordante y dejó ver los peldaños de una escalera de piedra ancha y antigua, sumida en la penumbra.
Lynch frunció el ceño. El olor a humedad, las telarañas, el polvo en el suelo… Todo aquello casaba mal con el entorno en el que había pasado los dos últimos meses; no esperaba encontrar semejante decorado. Pensaba que se toparía de inmediato con la luz del día, pero estaba claro que iba a tener que seguir buscándola. Mejor sería no desalentarse; seguro que en lo alto de aquella escalera le esperaba la libertad. Traspasó la puerta.
Las piernas apenas le sostenían y la angustia le oprimía los pulmones, pero empezó a subir, con prudencia. Los tabiques de cemento del subsuelo, rectos y rugosos, se convirtieron en las paredes desiguales de un edificio muy antiguo. Con la palma derecha apoyada en aquellas piedras toscamente talladas, intentó ir más rápido sin perder el equilibrio. Estaba subiendo los últimos peldaños cuando oyó unos gritos furiosos a sus espaldas, en el pasillo.
Los guardias estaban ahí, pisándole los talones.
El corazón empezó a latir en su pecho con mayor intensidad y crispó la mandíbula; aún tenía una oportunidad.
Subió los últimos escalones de dos en dos y, olvidando todo lo demás, llegó a lo alto de la escalera. No tardó en adivinar, esbozándose en la oscuridad, la presencia de una puertecita de madera estropeada. Recorrió los últimos metros y, sin vacilar, la abrió.
El espectáculo que se abrió ante sus ojos le dejó subyugado. Se quedó boquiabierto, incrédulo, cautivado por aquel decorado inesperado.
A su alrededor se alzaba el interior majestuoso de una inmensa catedral en ruinas.
Una auténtica catedral gótica.
El contraste con la modernidad del complejo subterráneo le pareció imposible. Y, sin embargo, no soñaba. La claridad multicolor de un sol radiante inundaba el crucero a través de unas grandes vidrieras rotas. Entre escombros invadidos por la maleza se adivinaban sitiales, estatuas, pilas de agua bendita, retablos… Y también lianas, tan enhiestas como los anchos pilares cincelados a los que parecían imitar, que dividían el espacio atravesando las zonas de luz y de sombra. El suelo estaba salpicado de piedras y de bloques enteros de la bóveda, que se habían venido abajo y estaban recubiertos de cieno. Aquí y allá había sillas de madera caídas, atriles…
El ruido de unos pasos a su espalda sacó a Charles Lynch de su estupor. Los guardias iban a cogerle, no era momento de ponerse a admirar la arquitectura de aquel lugar sagrado. Fue a la carrera hacia la gran puerta de madera que vio al otro lado de la nave. La luz del día se colaba entre las rendijas.
Saltando sobre los escombros, recorrió a toda velocidad la nave lateral. Al llegar por fin a la salida, entrevió la silueta de los guardias que acababan de llegar a la penumbra del crucero y se deslizó entre los dos inmensos batientes del pórtico. Sin embargo, tuvo que darse la vuelta de inmediato y pestañear para acostumbrarse a la luz cegadora de aquel sol que, para él, tanto tiempo llevaba desaparecido. Luego, lentamente, descubrió el increíble decorado que se le ofrecía.
Fue como si recibiera una puñalada en el corazón. Lo que tenía ante sí era tan inconcebible como el interior de la catedral. Le dio vértigo. Dejó caer los hombros, pues sintió que sobre ellos recaía, de golpe, el peso de la humanidad.
En un ambiente saturado, invadido por un calor húmedo y sofocante, se entremezclaba una variedad infinita de plantas y árboles desmesurados, a cuál más verde. Lianas, helechos, caobas rojas, cedros, árboles frutales… En medio de aquellos gigantes verticales resonaban los inquietantes gritos de una fauna invisible.
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