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D. E. Stevenson - El matrimonio de la se?orita Buncle

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D. E. Stevenson El matrimonio de la se?orita Buncle

El matrimonio de la se?orita Buncle: resumen, descripción y anotación

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Sinopsis


Barbara Buncle, felizmente casada con su editor, encuentra en el pueblecito de Wandlebury una casita -la Casa del Arco-que le parece ideal para establecer su vida de casada, lejos de las aburridas cenas y partidas de bridge de Londres. Por una inocente casualidad, cuando visita al abogado encargado de la venta de la casa, cae en sus manos el testamento de la anciana lady Chevis Cobbe, conocida por sus enfermedades y por su manía 'antimatrimonial'.

Barbara y su marido se instalan en la Casa del Arco y no tardan en ser la comidilla de la vecindad. El secreto que conoce Barbara a raíz de la lectura del testamento la empujará, contra todo lo previsto, a entrometerse en la vida de una joven independiente, profesora de equitación, para impedir que dé un mal paso que supondría la pérdida de su fortuna. Y al mismo tiempo empieza su tercer libro, basado naturalmente en los habitantes de Wandlebury... aunque, a pesar de los ánimos de su marido, no querrá publicarlo, por motivos que una contraportada no puede revelar.

El matrimonio de la señorita Buncle (1936) está dedicada 'a quienes disfrutaron con la señorita Buncle y pidieron más'. D. E. Stevenson parece hacer suyas, también en esta novela, las palabras de su heroína: 'Supongo que no hay nadie normal en el mundo, en ninguna parte'.


Título Original: Miss Buncle married

Traductor: Cardeñoso Sáenz de Miera, Concha

©1936, Stevenson, D. E.

©2013, Alba

Colección: Rara avis, 10

ISBN: 9788484288572

Generado con: QualityEbook v0.64


D. E. STEVENSON

El matrimonio de la

señorita Buncle


NOTA AL TEXTO


El matrimonio de la señorita Buncle se publicó por primera vez en 1931 en Londres (Herbert Jenkins Ltd.)


I. EL SEÑOR Y LA SEÑORA ABBOTT


—Lo mejor que podemos hacer es irnos de aquí —dijo el señor Abbott sin darle importancia.

La mano de la señora Abbott se detuvo a medio camino cuando iba a coger la cafetera. Se le pusieron los ojos como platos, se le abrió la boca (dejando a la vista una dentadura excepcional) y no la cerró, pero no dijo nada. Reinaba la paz en el agradable comedor: el fuego crepitaba alegremente en la chimenea, el pálido sol de invierno entraba por la ventana y se derramaba sobre la alfombra turca, roja y azul, los muebles torneados de roble y las figuras inmóviles del señor y la señora Abbott, que estaban desayunando. En la mesa, la plata brillaba y la porcelana relucía, como suele ocurrir, cuando la friegan y le sacan brillo unas manos primorosas. Era domingo por la mañana, como se deducía fácilmente por lo avanzado de la hora y la quietud inusitada, tanto fuera como dentro de la pequeña pero cómoda casa de los Abbott.

—Digo que lo mejor será irnos de aquí —repitió el señor Abbott con incredulidad.

Bajó el periódico y miró a su mujer por encima de las gafas. Era el periódico del domingo, naturalmente, y el señor Abbott había echado un vistazo a los anuncios de las editoriales. Él también tenía una editorial y, por tanto, esa publicidad le interesaba mucho, pero no se dejaba engañar. El anuncio de que los señores Faction & Whiting iban a publicar la mejor novela del siglo, una obra deslumbrante, repleta de aventuras y con un sentido del humor incomparable, solo despertó en su interior una leve curiosidad por saber cuánto habrían pagado a la agencia de publicidad. Dejó el periódico tranquilamente y miró a su mujer, y, al mirarla, sonrió, porque daba gusto verla y porque la quería, y porque le divertía y le interesaba muchísimo. Hacía ya nueve meses que se habían casado y, aunque a veces le parecía que la conocía como si fuera transparente, otras, en cambio, tenía la sensación de no saber absolutamente nada de ella: era una relación matrimonial sumamente satisfactoria.

—Sí, he dicho «irnos» —repitió (en un tono que Barbara Abbott llamaba en secreto «la voz sonriente de Arthur»)—. ¿Por qué no nos vamos de aquí, Barbara? Sería la forma de resolver todos los inconvenientes de un plumazo. Podríamos comprar una casita lejos de la ciudad, con un bonito jardín... árboles, flores y de todo... —añadió, haciendo un gesto impreciso con la mano, como si quisiera que la casita apareciese ante los ojos de Barbara por arte de magia.

Y lo curioso es que lo consiguió. Barbara vio inmediatamente una casita con un bonito jardín, fuera de la ciudad. Apareció ante ella como una visión: parcelas de césped, árboles, macizos de flores cuajados de rosas y, en el centro, una casita... todo bañado por la luz del sol.

—Sí —dijo sin aliento—, sí, ¿por qué no? Si no te importa irte de Sunnydene... No hay motivo, es decir...

—Exacto —asintió su marido—, eso es. No hay ningún motivo y se acabarían los inconvenientes.

Se miraron y, un poco avergonzados, sonrieron, porque los inconvenientes a los que se referían eran absurdos. ¿Cuándo se había visto que dos personas aparentemente juiciosas se hubieran metido en un lío tan tonto y ridículo?

El pensamiento humano es un organismo maravilloso. Mientras el señor Abbott, un poco avergonzado, sonreía a su mujer, retrocedió en el tiempo y vio los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas como en un fogonazo. Se puso otro poco de mermelada y pensó: «Es curioso; si no hubiera probado el oporto de la señora Cluloe (¿y por qué lo tomé, si sabía que sería malísimo? No se puede uno fiar del oporto que haya en casa de una mujer... lo sabía y, sin embargo, me lo tomé como un bobo). Pues eso, que si ayer no hubiera probado el oporto de la señora Cluloe, no me habría dolido tantísimo la cabeza todo el día, y si ayer no me hubiera dolido tantísimo la cabeza todo el día, ahora no estaría proponiendo a Barbara que nos cambiáramos de casa. ¡Qué curioso!».

—¿En qué estás pensando, Arthur? —preguntó la señora Abbott.

—En ayer —respondió su marido escuetamente.

El día anterior por la mañana, el señor Abbott se había despertado con un dolor de cabeza espantoso. Se levantó tarde, desayunó a toda prisa y salió disparado a coger el tren de las ocho cincuenta y siete para ir al centro, porque tenía una cita importante con el señor Shillingsworth. Si no estaba en su despacho cuando éste llegara —si no estaba allí esperándolo, deshaciéndose en sonrisas y derrochando jovialidad— las cosas se pondrían feas. Para mayor fastidio, era sábado y, por lo general, el señor Abbott se tomaba los sábados libres y jugaba al golf con John Hutson, su vecino de al lado, que tenía exactamente el mismo hándicap que él. Pues bien, a petición del señor Shillingsworth había tenido que anular el partido de golf y salir zumbando con un dolor de cabeza tremendo para ir a la ciudad.

El señor Shillingsworth era un novelista famoso y el señor Abbott era su editor. El señor Shillingsworth ponía más peros y daba más quebraderos de cabeza a los señores Abbott & Spicer que todos los demás escritores juntos, pero no querían prescindir de él y lo calmaban y lo mimaban porque sus libros se vendían bien. (Personalmente, el señor Abbott opinaba que los libros de Shillingsworth eran basura, pero se vendían, sin duda.) La novela nueva era una solemne porquería —en la oficina, todos opinaban lo mismo—, pero habían decidido publicarla a pesar de todo, porque, si no, se la publicaría otro cualquiera, ese otro cualquiera se llevaría las ganancias y los señores Abbott & Spicer perderían a Shillingsworth para siempre.

En el tren, el señor Abbott iba pensando en esas cosas que tantísimo le irritaban —le repugnaba publicar literatura mala—, y, entre la prisa, el dolor de cabeza, el haberse quedado sin partido de golf y lo mucho que le disgustaban los libruchos de Shillingsworth, llegó al despacho en pésimas condiciones.

—¿Qué demonios le pasa al jefe? —exclamó la secretaria personal del señor Abbott, saliendo en tromba del despacho personal del señor Abbott—. Nunca lo había visto tan «incendiado». Resulta que he cometido una falta de ortografía (me he comido la «d» de «omitido») y por eso me ha tirado la cartas a la cara y me ha dicho que vuelva a la escuela.

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