Una irresistible invitación a rechazar la ética del trabajo y entregarse a los simples placeres de la vida (reír, beber, tumbarse al aire libre…). Un libro ingenioso y repleto de frases para anotar sobre la alegría de la ociosidad, pero también sobre la vejez y la abrumadora experiencia de enamorarse.
A lo largo de la historia, algunos libros han cambiado el mundo. Han transformado la manera en que nos vemos a nosotros mismos y a los demás. Han inspirado el debate, la discordia, la guerra y la revolución. Han iluminado, indignado, provocado y consolado. Han enriquecido vidas, y también las han destruido.
Robert Louis Stevenson
En defensa de los ociosos
ePub r1.0
Titivillus 24.05.16
Título original: An Apology for Idlers
Robert Louis Stevenson, 2009
Traducción: Belén Urrutia
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
ROBERT LOUIS STEVENSON (Edimburgo, Escocia, 13 de noviembre de 1850 - Vailima, cerca de Apia, Samoa, 3 de diciembre de 1894) fue un novelista, poeta y ensayista escocés. Stevenson, que padecía de tuberculosis, sólo llegó a cumplir 44 años; sin embargo, su legado es una vasta obra que incluye crónicas de viaje, novelas de aventuras e históricas, así como lírica y ensayos. Se le conoce principalmente por ser el autor de algunas de las historias fantásticas y de aventuras más clásicas de la literatura juvenil, La isla del tesoro, la novela histórica La flecha negra y la popular novela de horror El extraño caso del Doctor Jekyll y Mister Hyde, dedicada al tema de los fenómenos de la personalidad escindida, y que puede ser leída como novela psicológica de horror. Varias de sus novelas continúan siendo muy famosas y algunas de ellas han sido varias veces llevadas al cine en el siglo XX, en parte adaptadas para niños. Fue importante también su obra ensayística, breve pero decisiva en lo que se refiere a la estructura de la moderna novela de peripecias. Fue muy apreciado en su tiempo y siguió siéndolo después de su muerte.
Tuvo continuidad en autores como Joseph Conrad, Graham Greene, G. K. Chesterton, H. G. Wells, y en los argentinos Bioy Casares y Jorge Luis Borges.
Notas
[1] A continuación hay varias referencias a El progreso del peregrino, novela de John Bunyan. (N. de la T.).
[2] El coronel Newcome, Fred Bayham y Mr Barnes son personajes de la novela The Newcomers (Los recién llegados) (1854), de W. M. Thackeray. (N. de la T.).
[3] William Shakespeare, Troilo y Crésida, acto III, escena 3: «Y dan al polvo, aunque sea poco dorado, más elogios que al oro recubierto de polvo». (N. de la T.).
[4] Verso de «At a Solemn Music», de John Milton. (N. de la T.).
[5] «El viajero hace discursos en voz baja para mantener el ánimo en el camino». (N. de la T.).
[6] John Dryden (1631-1700), «Absalom and Achitopel». (N. de la T.).
En defensa de los ociosos
Boswell: Cuando estamos ociosos, nos aburrimos.
Johnson: Eso sucede, señor, porque como los demás están ocupados, nos falta compañía; pero si todos estuviéramos ociosos, no nos aburriríamos. Nos entretendríamos mutuamente.
En estos tiempos en que todo el mundo está obligado, so pena de ser condenado en ausencia por un delito de lesa respetabilidad, a emprender alguna profesión lucrativa y a esforzarse en ella con bríos cercanos al entusiasmo, la defensa de la opinión opuesta por parte de los que se contentan con tener lo suficiente, y prefieren mantenerse al margen y disfrutar, tiene algo de bravata y fanfarronería. Sin embargo, no debería ser así. La supuesta ociosidad, que no consiste en no hacer nada, sino en hacer muchas cosas que no están reconocidas en las dogmáticas prescripciones de la clase dominante, tiene tanto derecho a exponer su posición como la propia laboriosidad. Se suele admitir que la presencia de personas que se niegan a tomar parte en la gran carrera de obstáculos por un poco de calderilla no hace más que insultar y desalentar a quienes participan. Un individuo cabal (como tantos que vemos) toma su decisión, opta por la calderilla y, con esa enfática expresión tan americana, «va a por ella». Y, mientras este hombre va ascendiendo trabajosamente por la senda marcada, no es difícil comprender su resentimiento cuando ve que, junto al camino, hay personas cómodamente tendidas sobre la hierba del prado, con un pañuelo sobre las orejas y un vaso al alcance de la mano. La indiferencia de Diógenes tocó una fibra muy sensible de Alejandro. ¿Dónde estaba la gloria de haber conquistado Roma si cuando aquellos turbulentos bárbaros se precipitaron en el Senado encontraron allí a los Padres sentados en silencio e indiferentes a su hazaña? Es descorazonador haberse esforzado para escalar escarpadas cumbres y, al llegar arriba, encontrar que la humanidad permanece indiferente a tu proeza. De ahí que los físicos condenen a quienes se ocupan de lo que no entra en las leyes de la física, que los financieros no toleren más que superficialmente a los que no entienden de alzas y bajas de valores, que los literatos desprecien a los iletrados, y que los de todas las profesiones coincidan en su desprecio hacia quienes no desempeñan ninguna.
Sin embargo, no es ésta la mayor dificultad del asunto. Nadie va a la cárcel por hablar en contra de la laboriosidad, pero puede ocurrir que todos te den de lado si dices insensateces. En la mayor parte de los temas, la principal dificultad está en tratarlos bien; por lo tanto, recuerde que esto es una apología. Ciertamente, se pueden presentar muchos argumentos sensatos en favor de la diligencia, pero también se puede decir algo en contra, y eso es lo que quiero hacer en esta ocasión. Exponer un argumento no implica necesariamente que se haya de ser indiferente a todos los demás, lo mismo que haber escrito un libro de viajes por Montenegro no significa que su autor no haya estado nunca en Richmond.
No cabe duda de que las personas deben poder entregarse al ocio en la juventud. Pues aunque alguna vez haya un lord Macaulay que acabe sus estudios con todos los honores y en su sano juicio, la mayoría de los muchachos pagan un precio tan alto por sus medallas que salen al mundo en bancarrota y no se recuperan. Y lo mismo puede decirse de todo el tiempo que un muchacho pasa educándose, o soportando que le eduquen. Debió de ser un anciano insensato el que en Oxford se dirigió a Johnson en estos términos: «Joven, aplíquese ahora a los libros con diligencia y adquiera un buen caudal de conocimientos, porque cuando pasen los años su estudio le resultará fatigoso». Aquel caballero parecía no darse cuenta de que para cuando un hombre tiene que usar gafas y no puede caminar sin apoyarse en un bastón, aparte de leer hay muchas otras cosas que resultan fatigosas y no pocas imposibles. Los libros están muy bien a su manera, pero son un pálido sustituto de la vida. Parece una pena permanecer sentado, como la dama de Shalott, mirando en un espejo de espaldas al bullicio y la fascinación de la realidad. Y si un hombre lee demasiado, como nos recuerda una vieja anécdota, apenas le quedará tiempo para pensar.