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Robert Louis Stevenson - Viajar. Ensayos sobre viajes

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Narrador inolvidable, poeta valioso, viajero y acuñador de anécdotas biográficas, para conocer completamente el universo Stevenson es necesario visitar también su faceta ensayística, a la altura del resto de su obra, didáctica y cercana, pero también rigurosa y precisa. Envidiable.Viajar reúne sus Ensayos sobre viajes, aquellos maravillosos textos en los volcó la que fuera –junto a la literatura– su gran pasió. Una mirada personalísima y un estilo insuperable para dar cuenta de su Edimburgo natal, de sus excursiones por el paisaje inglés, de los viajes al continente europeo y, por fin, cruzando el océano, América. Un aspecto del autor de La flecha negra o El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hide que ningún lector debería pasar por alto.

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ENSAYOS SOBRE VIAJES

ROBERT LOUIS STEVENSON

FONTAINEBLEAU COMUNIDADES DE PINTORES I El encanto de Fontainebleau es cosa - photo 1

FONTAINEBLEAU. COMUNIDADES DE PINTORES
I

El encanto de Fontainebleau es cosa aparte. Es un lugar que la gente ama incluso más que admira. El vigoroso aire del bosque, el silencio, las majestuosas avenidas, lo salvaje de los peñascos caídos, la dignidad de ciertos bosquecillos añosos… Todo ello no son sino ingredientes, y en ningún caso el secreto de la poción mágica. Es un lugar curativo: el aire, la luz, los aromas y las formas de las cosas concuerdan en feliz armonía. El artista puede estar ocioso y no temer a la melancolía. Puede entretenerse, flirtear con la vida. La alegría, la alegría lírica, y la satisfacción clásica y vivaz son la esencia misma del mejor tipo de arte. Incluso en el llano de Bière, donde el ángelus de Millet aún resuena en todos los oídos que deseen oírlo, hay un aire más amplio y un cielo más alto, algo antiguo y saludable en el rostro de la naturaleza, que purifican la mente tanto de la monotonía como de la histeria. No hay lugar donde los jóvenes sean más conscientes de su juventud, ni de mejor gana, ni los viejos se conformen mejor con sus edades.

El mero hecho su belleza, tan grande y especial, es lo que recomienda esta región a los artistas. El campo ha sido elegido por hombres por cuya sangre aún corría parte de la exultación jubilosa o solemne del gran arte: Millet, que amaba la dignidad igual que Miguel Ángel; Rousseau, cuyos modernos pinceles se empapaban en el glamour de los antiguos. Lo eligieron antes del día en que se produjo ese extraño giro en la historia del arte cuya culminación percibimos ahora en las historias y pinturas expresionistas; esa voluntaria aversión del ojo, que se aparta de cualquier efecto engañoso, fuerte o bello; ese amor desinteresado por la monotonía que ha hecho que tantos Peter Bell pinten la prímula que hay junto al río. Lo eligieron por su cercanía con París y, por la misma causa -además de por la fuerza de la tradición-, el pintor de hoy continúa habitándolo y pintándolo. Hay en Francia otros marcos incomparables para el romance y la armonía. La Provenza, el valle del Ródano, desde Viena a Tarascon, son una sucesión de obras maestras que esperan los pinceles. La belleza no es belleza sin más; cuenta, además, una historia a la imaginación, y sorprende al tiempo que encandila. Aquí verán ustedes ciudades amuralladas que convienen al escenario de la tierra soñada; calles que lucen los mismos colores que las ventanas de la catedral; colinas de las más exquisitas proporciones; flores de cualquier color precioso, creciendo abundantes como si fueran hierba. Todo esto, por obra y gracia de un viaje en ferrocarril, llega hasta la misma puerta del pintor moderno. Aunque él no lo busque: permanece fiel a Fontainebleau, al eterno puente de Gretz, a la cascada del valle de Cernay, que es como una regadera. Hasta Fontainebleau ha sido elegida para él. Hasta en Fontainebleau se aparta de lo que tiene un carácter excesivamente marcado. Pero una cosa, al menos, es cierta: sea lo que sea lo que ha decidido pintar, e independientemente del estilo, es bueno para el artista habitar entre formas graciosas. Fontainebleau, aunque no fuera más que un escenario silencioso, tiene una gracia clásica. Y aunque el estudioso busque en ella cualidades diversas, esta en concreto, de silenciosa presencia, educa la mano y el ojo.

Pero antes de sus restantes ventajas -el encanto, la belleza o la proximidad a París- está el hecho de que ya ha sido colonizada. La institución de una colonia de pintores es una obra de tiempo y de tacto. La población ha de ser conquistada. Hay que enseñar al de la fonda, aunque él aprende pronto esa lección de crédito ilimitado; hay que enseñarle a dar la bienvenida, como si se tratara de un huésped especial, a un joven caballero con levita grasienta y con escaso equipaje, aparte de una caja de pinturas y un lienzo; y él ha de aprender a tener fe en esos clientes que comen de buen grado y beben de mejor, que piden dinero prestado para comprar tabaco y que tal vez no pagarán un chavo en todo un año entero. Si viene un vendedor de pinturas, también hay que atraerle. Hay que dar al lugar cierto atractivo porque, si no, el pintor, el menos gregario de los animales, se encontraría solo. Y una vez superadas estas dificultades aparecerán al otro lado nuevos riesgos. Los burgueses y los turistas están llamando a la puerta. Es un momento crucial de la colonia. Si estos intrusos avanzan unos pies, no sólo acabarán con la libertad y los servicios: enseguida habrán acabado, ayudados por sus billeteras, con la educación del posadero. Los precisos subirán, y el crédito se verá mermado. Y el pobre pintor deberá echarse otra vez a la carretera y encontrar otra aldea. «¡Aquí no, Oh Apolo!» se convertirá en su canción. Y así Trouville y, no hace tanto, San Rafael, se perdieron para el mundo del arte. Curiosos y no siempre edificantes son los movimientos que el estudiante francés emplea para defender su guarida. Como la sepia, a veces tiene que teñir de negro las aguas que ha elegido: y en ese momento, y para un propósito tan práctico, la señora Grundy ha de darle licencia. Cuando ni su monedero ni su crédito se ven amenazados, hará los honores a ese pueblo con generosidad. Cualquier artista es bienvenido, da igual el medio por el que busque expresarse; la ciencia se respeta; y hasta el ocioso, si resulta ser un caballero -cosa que rara vez sucede- pronto empezará a sentirse en casa. Y cuando esa criatura esencialmente moderna, la joven estudiante americana o inglesa, comience a caminar hacia su fonda predilecta como si entrara en el comedor de su casa, el pintor francés se quedará indefenso: se rendirá, o habrá de irse. Su respetabilidad francesa, tan precisa como la nuestra, aunque cubra cuatro provincias distintas de la vida, se batirá en retirada ante la innovación. Pero las chicas eran pintoras: no había nada que hacer; y Barbizon, la última vez que estuve allí y al menos durante aquel tiempo, se había entregado prácticamente entera al invasor: El Paterfamilias, el turista común, el vendedor que está de vacaciones o el joven caballero de chicha y nabo que vuelve de parranda, saldrán de esta ciudad con gesto de desprecio.

Esta sociedad puramente artística es excelente para el joven artista. Los chavales son en su mayoría novatos; se aferran a la última ortodoxia en toda su crudeza; están en esa fase de su formación, la mayoría de ellos, en la que un hombre está demasiado ocupado con el estilo para ser consciente de la necesidad de un tema; y esto, sobre todo para los ingleses, es excelente. Trabajar sobre todo en el oficio, olvidando el sentimiento, y pensar sólo en los materiales y en nada más, al menos durante un tiempo, es un salto de gigante. Aquí en Inglaterra hay demasiados pintores y escritores agazapados entre los burgueses inteligentes, dispersos y desprotegidos. Estos, cuando no se comportan con total indiferencia, le pondrán la cabeza como un bombo con los objetivos elevados y la influencia moral del arte. Y esta será la ruina del muchacho. Porque el arte es, sobre todo, un oficio. Es el amor por las palabras, y no el deseo de publicar descubrimientos nuevos, es el amor por la forma y no la lectura novedosa de acontecimientos históricos, lo que marca la vocación del escritor y del pintor. El arabesco, por así decirlo, incluso en literatura, es la primera fantasía del artista, que comienza jugando con sus materiales como hace un niño con un caleidoscopio y que, cuando pasa a la segunda fase, aprende a utilizar sus hermosos argumentos para el final de la representación. En esa fase debe detenerse un buen rato y trabajar duro y con fe, porque constituye su aprendizaje. Y sólo los pocos que realmente crezcan y pasen ese estadio, los que puedan seguir adelante totalmente equipados, son los que harán carrera en el verdadero arte: dar vida a las abstracciones, y significado y encanto a los hechos. Entre tanto, dejemos que se quede aquí metido entre sus colegas de profesión. Sólo ellos pueden tomarse verdadero interés en las tareas infantiles y en los dolorosos éxitos de estos años. Sólo ellos pueden contemplar con ecuanimidad este repaso a un teclado mudo, este pulido de frases vacías, esta pintura aburrida y literal de objetos aburridos e insignificantes. Los profanos le animarán. Le preguntarán: «¿Por qué no escribes un gran libro? ¿Por qué no pintas un gran cuadro?» Si su ángel de la guarda le falla pueden incluso persuadirle de que lo intente y entonces -me apuesto diez contra uno- su mano se habrá vulgarizado y su estilo, falsificado de por vida.

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