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Jacqueline West - Hechizada. Los libros de Otro Lugar 2 (Las Tres Edades)

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Jacqueline West Hechizada. Los libros de Otro Lugar 2 (Las Tres Edades)

Hechizada. Los libros de Otro Lugar 2 (Las Tres Edades): resumen, descripción y anotación

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Índice

T odos los que vivían en la gran casa de piedra de la calle Linden acababan - photo 2
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T odos los que vivían en la gran casa de piedra de la calle Linden acababan - photo 4

T odos los que vivían en la gran casa de piedra de la calle Linden acababan volviéndose locos. Eso era al menos lo que decían los vecinos. El señor Fergus le había hablado al señor Butler acerca de Aldous McMartin, el primer dueño de la casa, un viejo artista excéntrico que no vendió ni un solo cuadro y que solo salía de la casa por las noches. La señora Dewey y el señor Hanniman cuchicheaban sobre Annabelle McMartin, la nieta de Aldous, que había estirado la pata dentro de la propia casa a la edad de 104 años, sin amigos ni familiares que advirtieran su muerte con excepción de sus tres gatos gigantes, que tal vez habrían comenzado a mordisquearle la cabeza, o tal vez no.

Y ahora estaban esos tres nuevos propietarios, esos Dunwoodys, que al parecer ya habían comprado sus billetes para el tren de la locura.

Desde principios del verano, los vecinos de arriba y de abajo de la calle Linden se habían acostumbrado a ver a una niña callada y larguirucha jugando o leyendo en el patio trasero de la gran casa de piedra. La niña estaba normalmente sola, pero, de vez en cuando, aparecía un hombre con gafas gruesas y pelo fino, que sacaba la vieja cortadora de césped del cobertizo y cortaba una o dos hileras de hierba antes de detenerse a mirar fijamente el cielo y murmurar algo para sus adentros. Luego se apresuraba a entrar de nuevo en la casa, dejando la cortadora sobre el césped. A veces la máquina se quedaba allí durante días.

Y otras veces, una mujer de mediana edad salía de la casa y deambulaba por el césped, regando distraídamente las malas hierbas. La mujer también solía dejar las bolsas de la compra sobre el techo de su coche, de manera que una cascada de naranjas y cebollas salían botando calle abajo cada vez que ponía en marcha el vehículo. Los vecinos observaban todo esto y sacudían la cabeza.

Y de pronto ocurrió que una luminosa mañana de julio, la niña callada y larguirucha caminó hasta el buzón de la entrada con dos latas de pintura. Detrás de ella trotaba un gato salpicado de manchas de color y con una pecera sobre la cabeza. La casa se cernía amenazadora sobre ellos, con sus ventanas vacías y oscuras, vigilante. Mientras el gato esperaba, la niña se detuvo junto al bordillo y tapó con pintura el nombre de McMartin, que todavía estaba garabateado a un lado del buzón, y después escribió el apellido DUNWOODY encima, en letras mayúsculas grandes y verdes.

La señora Nivens, que vivía en la casa de al lado y estaba fingiendo rociar sus rosas con un aerosol, observó a la pareja con mayor detenimiento. Su rostro quedaba completamente oculto a la sombra de su gran pamela, pero si alguien hubiera tenido la oportunidad de mirarla bien, habría visto sus ojos agudos e interesados.

–¿Listo para regresar de la órbita? –la señora Nivens oyó que la niña le susurraba al gato–. Preparándonos para reingresar en la atmósfera de la Tierra en cinco, cuatro, tres, dos…

Tanto el gato como la niña dieron un salto hacia delante, precipitándose por las escaleras del porche para cruzar zumbando la pesada puerta principal, dando un portazo tras ellos que resonó como un trueno.

Todo el mundo en la calle Linden estaba de acuerdo: puede que los Dunwoodys representaran una mejora en comparación con los McMartins, pero seguían estando claramente locos.

La niña callada y larguirucha se llamaba Olivia. De momento tenía once años, pero cumpliría doce en octubre. Para su último cumpleaños, sus padres le habían regalado una pila de libros, una caja de pinturas y una sofisticada calculadora gráfica que Olivia todavía no había usado para otra cosa más que para los videojuegos. Y tampoco es que fuera muy buena jugando.

El hombre que olvidaba la cortadora de césped y la mujer que olvidaba las bolsas de la compra eran los padres de Olivia, Alec y Alice Dunwoody, dos matemáticos que enseñaban en una universidad cercana. Solían tener las manos manchadas de tinta. Cuando se movían, el polvo de tiza se desprendía de su ropa y flotaba suavemente. Lamentablemente, el gen de las matemáticas no había llegado hasta la ramita de Olivia en el árbol de la familia. La única vez que Olivia había sacado un sobresaliente en un examen de matemáticas, el señor y la señora Dunwoody habían colocado el examen en el centro de la puerta de la nevera y luego se habían quedado frente a él, cogidos de la mano, sonriendo radiantes ante el papel como si este fuera la ventana a un mundo de magia y matemáticas.

Olivia no sabía mucho de matemáticas. Sin embargo, desde que se habían mudado a la calle Linden, había aprendido algunas cosas sobre magia.

Por ejemplo, Olivia sabía que mirando a través de unas viejas gafas que los McMartins habían dejado en la casa, junto con todas sus demás pertenencias (sus cuadros, sus libros polvorientos, sus tres gatos capaces de hablar, las lápidas de sus antepasados incrustadas en las paredes del sótano), una persona podía lograr que los cuadros pintados por Aldous cobrasen vida. Una persona podía meterse dentro de esas pinturas y explorar. Una persona –tal vez una persona callada, larguirucha y solitaria– podía incluso devolver a la vida los retratos de Annabelle y Aldous McMartin y dejarlos entrar en el mundo real, poniéndose a sí misma y a todos sus seres queridos en un terrible peligro.

Aunque Olivia había logrado finalmente estar de nuevo fuera de peligro, también había conseguido romper las gafas. (Si Olivia hubiera sido en matemáticas la mitad de buena que era en romper cosas, sus padres se habrían sentido muy orgullosos.)

Por supuesto, Olivia se guardaba para sí las cosas que había aprendido. Si sus padres supieran que ella creía que su casa había estado asediada por brujos muertos –nada menos que brujos que salían de las pinturas–, probablemente la habrían llevado directamente a un hospital psiquiátrico. Los vecinos de arriba y de abajo de la calle Linden ya miraban a Olivia con cierta extrañeza, como si tuviera algún repulsivo sarpullido contagioso que no quisieran pillar. Le dedicaban sus tímidas sonrisas tensas, observando de soslayo la gran casa de piedra mientras tanto. Olivia desde luego no estaba dispuesta a confiar en ellos.

Había otra razón por la cual Olivia no le había hablado a nadie acerca de los gatos ni de los cuadros ni de los McMartins. Siempre ponía esa razón en segundo lugar, incluso dentro de su propia cabeza, pero la verdad era que sus secretos serían mucho menos divertidos si los compartía con alguien. Claro que una chocolatina sabía muy bien si te comías la mitad y le dabas la otra mitad a tu padre, pero era mucho muchísimo mejor comerte toda la chocolatina tú sola.

Así que Horacio, Leopoldo y Teodoro se esforzaban mucho por comportarse como gatos normales mientras el señor y la señora Dunwoody estaban cerca. Olivia nunca mencionó las gafas ni eso de entrar y salir de las pinturas. Y cada día, se quedaba durante un rato en el descansillo del primer piso, apretando la nariz contra el cuadro de la calle Linden, pensando en Morton, el pequeño niño en otro tiempo humano que ahora estaba atascado dentro, y pensando en sí misma, atascada fuera.

Como Horacio había dicho una vez, la versión pintada de la calle Linden era lo más cercano a un hogar que Morton podía tener. Sin una familia, ni un corazón latiente, ni un cuerpo capaz de crecer, Morton ya no pertenecía al mundo real. Pero como era alguien acostumbrado a tener todas esas cosas, tampoco podía pertenecer a un cuadro. Olivia todavía tenía esperanzas de encontrar un lugar al que él sí pudiera pertenecer, pero por mucho que pensara y apretara la nariz contra el cuadro, no había encontrado la manera de entrar dentro de la pintura por sí sola… ni tampoco la manera de ayudar a que Morton pudiera salir.

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