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Jacqueline Dauxois - El emperador de los alquimistas

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Jacqueline Dauxois El emperador de los alquimistas
  • Libro:
    El emperador de los alquimistas
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1996
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El emperador de los alquimistas: resumen, descripción y anotación

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Luz

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Libro I

El nieto de Carlos V

Capítulo Uno

La muerte del león

En enero, el león cayó enfermo. Su estado se agravó súbitamente. Las crines perdieron su brillo; la mirada, su vivacidad. Cuando bosteza de agotamiento, aparecen los dientes, de un amarillo malsano. El animal gruñe débilmente, ya no ruge ni tiene apetito.

Sin embargo, es una mano imperial la que lo alimenta y acaricia.

El león reconoce a su amo, levanta la cabeza y tiende el hocico, pero sus ojos se velan. Un hilo de baba corre entre los belfos retraídos y desaparece en los pelos del hocico. Los labios se ablandan. Las temibles mandíbulas se cierran. Ya no atemorizarán a nadie más.

La mano del emperador, hundida entre las crines donde busca en vano retener la vida, se retira lentamente, y sus ojos saltones, en los que el iris parece flotar como un huevo frito en el blanco desorbitado, se enturbian con un humor amarillento, semejante al que oscurece los de su fiera familiar. Una luz azorada se enciende en su mirada.

¿Cómo olvidaría Su Majestad Imperial la predicción del siniestro Tycho Brahe? El astrólogo de la nariz de oro dijo a Rodolfo que su animal favorito lo precedería de cerca en la muerte. Y el león yace sin vida a sus pies —gran juguete de peluche inofensivo.


El emperador se incorpora penosamente. Sus riñones están enfermos. Le duele la espalda. ¡Y si sólo fuesen los riñones! Sus hinchadas articulaciones lo hacen sufrir. Con su mano de dedos amorcillados se asegura sobre la cara el mentón postizo, del que no puede prescindir desde que una osteítis le destruye los huesos.

Abandona la jaula retrocediendo y se escapa a través de los jardines, tan rápido como sus hinchadas piernas se lo permiten. Cegado por el horror de su fin cercano, no tiene una mirada para el profundo barranco de la Fosa de los Ciervos, cuyos árboles se adornaron con jaulas en las que hizo que murieran alquimistas charlatanes; ni para la catedral, al otro lado; ni para el castillo de Hradcany, donde reina su detestado hermano Matías, que lo ha desposeído.

Atraviesa el Jardín de Verano, despojado por el invierno. Él, que no volverá a ver florecer sus tulipanes y sus lilas porque en la primavera estará muerto, deja atrás penosamente la cantarina fuente, tropieza bajo la columnata italiana del Belvedere, pabellón real de recreo, y se desploma.

Acuden criados y chambelanes y lo llevan a su habitación.

Entra en agonía y muere el 20 de enero de 1612, en esa ciudad de Praga que él convirtió en la capital de su imperio.

Rodolfo II de Habsburgo, rey de Bohemia y de Hungría, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, fundado por Carlomagno y sobre el cual reinaron sus antepasados antes que él, ya no existe.


Afuera sopla el cierzo.

Praga se ahoga porque Rodolfo ha muerto.

El barrio de Malá Strana se acurruca al pie del castillo. En las calles tortuosas del Nuevo Mundo, aglomerado bajo los muros del convento de los capuchinos, gorgotean los alambiques. Inquietantes vapores, olores mefíticos, se arremolinan sobre los tejados donde gimen las ráfagas de enero. Se diría que los hechiceros, los astrólogos, los adivinos, los nigromantes, los magos, los vendedores de larga vida, todos los hacedores de eternidad, lloran en el viento negro que sopla entre las chimeneas.

En el extremo del cordón umbilical del puente Carlos, la ciudad vieja está de duelo.

En el gueto cercado de murallas, el reloj de la sinagoga cuenta el tiempo al revés, los árboles del cementerio judío, fantasmas inclinados y cuchicheantes, agitan sus troncos crujientes de frío por encima de los doce pisos de estelas apiladas que enarbolan sus muñones en la noche.

Las fachadas pintadas se envuelven en la bruma.

Las cien torres de la ciudad, la torre Blanca, con sus mazmorras, la Negra, que fue dorada antes del incendio de 1541 que la devoró, la torre Daliborka, la torre del Puente, la del Polvorín, con sus agujas de agudos dientes, finas como alfileres, puntiagudas como dardos, las torres de la iglesia de Nuestra Señora de Tyn, ampliada con la extraña casa del Unicornio Blanco pegada a ella, las torres inconclusas de San Guido y las de todas las iglesias que erizan la ciudad, se desvanecen en una niebla opaca en la que la gente humilde ve el humo del diablo.

Los campanarios de los monasterios de los premonstratenses y de los capuchinos, diseminados en las colinas, se cubren de hielo.

Las cuerdas que sujetan las campanas se tienden entre los dedos enrojecidos de los sacerdotes que tocan el tañido fúnebre imperial, pues Rodolfo, rey de los adivinos y hacedores de horóscopos, emperador de los alquimistas, quirománticos y nigromantes, tendrá un entierro católico romano como el gran Carlos V, su abuelo materno.

Rodolfo vivió como quiso. La Iglesia va a sepultarlo como debe serlo un emperador del Sacro Imperio.


Un vapor opaco flota sobre el río, se demora entre los pesados arcos del puente y sube hacia el castillo.

La Fosa de los Ciervos se convierte en un abismo lleno de algodón blanco.

En el Hradcany, dentro de las murallas que encierran la enorme masa del castillo, se agitan los fantasmas. En la callejuela del Oro, espantados por el lansquenete de guardia que va y viene entre las casitas haciendo rechinar su armadura, no son todavía los espectros de madame de Tebas, quiromántica que predecirá la caída de Hitler en el n.º 4, y el de Kafka, ocupante del n.º 22, los que se atropellan en un rayo de luna, sino los de los caballeros decapitados y las mujeres descuartizadas.

En la tempestad de la muerte de Rodolfo, los fantasmas se agitan, los conocidos y los desconocidos, los ahorcados, los devorados por los osos, los torturados en las prisiones, los decapitados con el hacha. Olda, el barbero ebrio, es el primero en acercarse. Desde que los guardias del zoológico lo arrojaron para que el león de Rodolfo lo devorara vivo, regresa durante las noches de tormenta, cuando ruge el trueno. Toma como rehenes a los transeúntes que se niegan a pagarle un trago y los obliga a aparecerse con él en el castillo.

Después de Olda, viene el caballero Dalibor z Kozojed, que toca el violín en la torre donde murió casi de hambre antes de ser conducido ante el verdugo. Las noches en que silba el viento, arranca desgarradoras quejas a su instrumento y hace danzar a la condesa ardiente, la coqueta que Satanás llevó a bailar a los patios del castillo, con las piernas impúdicamente desnudas para atraer mejor a sus amantes, y los pies dentro de llameantes escarpines para castigarla por su lujuria.

La zarabanda termina cuando Brigita, su cadáver semicorrompido, escapa de la cripta de la basílica de San Jorge. Brigita era la prometida de un escultor, Michal, quien, loco de celos, incapaz de creer que su bella le fuese fiel, aunque él la había traicionado, la estranguló. Antes de hacerlo llevar al suplicio, Rodolfo condenó al asesino a esculpir los restos de su amante, encontrada semicorrompida en la Fosa de los Ciervos. Y las noches de tormenta, Brigita, con el cuerpo hormigueante de sapos y serpientes, salta sobre los transeúntes y besa sus labios en los que busca el sabor de la boca de su amante.


Rodolfo, con las manos piadosamente unidas sobre el pecho, ya no conoce el miedo en este mundo.

Ahora es Matías quien tiembla.

Matías, su hermano menor y futuro emperador, que le ha robado sus coronas en vida, vaga por los aposentos de los que lo ha expulsado y no logra alegrarse ante una muerte tan esperada. Tiembla mirando, al otro lado de la Fosa de los Ciervos, las luces del Belvedere.


No se ha enfriado el cuerpo todavía, cuando un ladrón se acerca. Una mano impaciente se desliza por la abertura de la camisa, toma el cordón de seda que el difunto lleva alrededor del cuello y arranca no una cruz, sino un frasquito de plata envuelto en terciopelo negro. El cadáver se sobresalta. El chambelán Kaspar Zrucky z Rudz se apodera del elixir de larga vida, el amuleto que el defensor de una Iglesia católica maltratada por los golpes de los protestantes y de los turcos guardaba contra su corazón, la promesa de la juventud y la longevidad.

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