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Elías Nandino - Juntando mis pasos

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Elías Nandino Juntando mis pasos

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Al escribir esta biografía no me lleva ninguna intención publicitaria o cínica. Si la hago es obligado por todos los conocimientos que obtuve en mi carrera médica y en mi vida, gozada y sufrida principalmente en la ciudad de México. Cuando me obligué a escribir mi biografía auténtica —del modo que yo quería— para reprobar el bodrio que traicioneramente publicaron, me di cuenta de la dificultad que tenía porque estoy casi ciego y apenas puedo mecanografiar mis poemas, medio viendo las teclas y escribiendo con un dedo. No me importa cómo juzguen mi vida, yo traté de vivirla haciendo estrictamente lo que ella apetecía. No hubo deseo tentación o capricho que no le realizara con eficaz esmero. Y fuera lo que fuera al tiempo de cumplirlo lo transformé en ensueño.

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Al escribir esta biografía no me lleva ninguna intención publicitaria o cínica - photo 1

Al escribir esta biografía no me lleva ninguna intención publicitaria o cínica. Si la hago es obligado por todos los conocimientos que obtuve en mi carrera médica y en mi vida, gozada y sufrida principalmente en la ciudad de México.

Cuando me obligué a escribir mi biografía auténtica —del modo que yo quería— para reprobar el bodrio que traicioneramente publicaron, me di cuenta de la dificultad que tenía porque estoy casi ciego y apenas puedo mecanografiar mis poemas, medio viendo las teclas y escribiendo con un dedo.

No me importa

cómo juzguen mi vida,

yo traté de vivirla

haciendo estrictamente

lo que ella apetecía.

No hubo deseo

tentación o capricho

que no le realizara

con eficaz esmero.

Y fuera lo que fuera

al tiempo de cumplirlo

lo transformé en ensueño.

Elías Nandino Juntando mis pasos ePub r10 Primo 210316 Elías Nandino 2000 - photo 2

Elías Nandino

Juntando mis pasos

ePub r1.0

Primo 21.03.16

Elías Nandino, 2000

Editor digital: Primo

ePub base r1.2

Nota CUANDO ME OBLIGUÉ A ESCRIBIR mi biografía auténtica del modo que yo - photo 3

Nota

CUANDO ME OBLIGUÉ A ESCRIBIR mi biografía auténtica —del modo que yo quería— para reprobar el bodrio que traicioneramente publicaron, me di cuenta de la dificultad que tenía porque estoy casi ciego y apenas puedo mecanografiar mis poemas, medio viendo las teclas y escribiendo con un dedo. Esto me desalentó, pero recordé que en el taller de literatura estuvo un joven poeta, Enrique López Navarro, y mutuamente nos teníamos mucha confianza y afecto. Algunas veces lo vi mecanografiar con gran habilidad y él podría captar vitalmente lo que yo dijera. Enrique accedió a venir uno o dos días a la semana para tomar los dictados, después corregirlos y pasarlos en limpio.

Quiero decir que sin Enrique yo no hubiera podido escribir todas estas largas páginas sobre mis ochenta y siete años de tempestuosa vida. Hago constar esto para agradecerle a mi joven amigo su sensibilidad y su inolvidable ayuda.

EN 1979 PRESENTÉ mi libro Cerca de lo lejos, en la Sala Manuel M. Ponce, del INBA. El recinto estuvo lleno y tuve un éxito completo. Gustavo Sainz, que era entonces director de Literatura, me dijo después del acto: «No cabe duda que tienes una vida muy interesante y yo quisiera hacerte tu biografía», a lo que yo consentí. A los dos días, Gustavo me invitó a comer a su casa y cuando llegamos estaban esperándonos dos personas: Francisco Alarcón y el que resultó ser Enrique Aguilar. Fue hasta ese momento que Gustavo me presentó a su empleado y me dijo: «Esta es la persona que quiero que vaya a hacerte las entrevistas a Cocula.» Yo le di instrucciones de cómo podía llegar a Cocula, Jalisco, advirtiéndole que desde Guadalajara no se podía ir más que en camiones de segunda clase.

A los pocos días, Enrique Aguilar llegó a mi casa y, como yo vivía solo, le ofrecí que se quedara en una recámara que hay en el segundo piso, y que tomara los alimentos conmigo, lo que él aceptó con gusto. Charlamos, hicimos una especie de programa de cómo iban a ser las entrevistas y esa misma tarde, después del café, empezamos a grabar. En la recámara que yo le asigné hay un gran librero, que tiene cajones abajo, en los que guardo los recortes de prensa que hablan de mí y la correspondencia privada con Xavier Villaurrutia, Salvador Novo, Carlos Luquín, Frank Dauster, Alfonso Reyes, Enrique González Martínez, Jaime Torres Bodet, y numerosos amigos más. En un cajón está mi archivo de retratos y recuerdos de viajes. Como dichos cajones no estaban bajo llave, me imagino que, con la curiosidad de un reportero, empezó a abrirlos y se dio cuenta de lo que había en ellos, que naturalmente le interesó.

Como yo vivo solo y de por sí soy muy amante de hablar y conversar me dio gusto tener con quien hacerlo, creyendo que Enrique Aguilar era una persona decente, discreta y respetuosa. Pronto le cobré afecto. Después le escribí muchas cartas confesionales para aumentar el conocimiento de mi vida. Antes de irse la primera vez, me pidió un favor: que le consiguiera notas del hotel «Cocula» y de un restorán, cuya dueña es mi amiga explicando que quería cobrarlas porque quería comprar su biblioteca particular. En cada viaje fue lo mismo y creció la intimidad. Le hablaba claro de mis actividades personales, artísticas o sexuales; de «Contemporáneos» y mi vida en el Distrito Federal.

Cuando me di cuenta del desorden que había en los cajones, le supliqué que lo que leyera lo dejara en su lugar, para que no alterara el orden. Estas visitas continuaron por varios largos meses. Decididamente le tuve confianza y amistad; ya no había secretos entre él y yo. Comprendí que era agresivo y que tenía el complejo de macho, cosa que comprobé porque un día en la plaza dos muchachos se iban a pelear y él quiso intervenir. Entonces yo le puse el dedo, diciéndole: «En mi tierra te portas decente y dejas el machismo para otra parte.» Se disculpó y olvidamos esto. Seguimos adelante y tratamos de ponernos de acuerdo en todo lo escrito. Lógicamente, yo pensé que le estaba entregando todo su trabajo a Gustavo Sainz. Cuando éste tuvo dificultades en el INBA y tuvo que salir, no hablamos de esto y Enrique Aguilar se quedó con todo lo que había grabado y con todas las cartas confesionales que yo le había escrito y con muchas que él había sustraído. Gustavo Sainz ya se había ido al Norte y después, con mucha dificultad, obligué a Enrique Aguilar a que me devolviera las cartas (yo me imagino que les sacó copias fotostáticas). Un día, me enseñó o me mandó un capítulo de la biografía que había publicado en Excélsior. Al leerlo, me decepcioné, comprendí que carecía completamente de talento, que no sabía ni escribir ni racionar sobre lo que había escrito. Le perdí la voluntad, pero al poco tiempo siguió viniendo y yo, entonces ya por decencia, por soledad y porque en el fondo le tenía estimación, lo seguí admitiendo.

Un día no encontré mi correspondencia con Xavier Villaurrutia y me encendí en cólera; le escribí una carta muy violenta y él me contestó que no juzgara mal, que por allí debía estar el legajo y, efectivamente, cuando busqué con calma, lo encontré sobre unos libros.

Continuó viniendo y hasta yo le ayudaba algunas veces para pagar el autobús. Cuando me dieron el Premio Nacional, en 1982, le hablé a mi jefe de Bellas Artes y le dije que Enrique Aguilar se había quedado con un material de mi biografía y que pertenecía al INBA porque Gustavo Sainz lo había mandado con dinero del INBA. Entonces mi jefe me sugirió que habláramos para ver si podíamos continuar el trabajo, pero resultó que Enrique Aguilar quería cobrar una cantidad exagerada y se convirtió en mi pesadilla, porque con el achaque de la biografía venía a cada rato y me leía pedazos que eran realmente insoportables, y además me hacía llamadas telefónicas por cobrar. Francamente ya me daba la lata. Al último, en una mutua y larga lectura de algunos capítulos, yo le comprobé sus faltas gramaticales, su cursilería y, sobre todo, esa acción de juzgar todos los actos no con la conciencia de un hombre, sino con la de un macho que piensa con los testículos. Todo esto se fue exagerando y yo ya estaba molesto, de tal manera que le pedí que sacara una copia fotostática de todo lo escrito y que viniera en algunos días y discutiéramos si era publicable. Entonces me dijo súbitamente: «¿Por qué no me compra usted su biografía?», a lo que le contesté con una carcajada y un movimiento negativo y le dije que estaba soñando. Vislumbré un intento de chantaje, pero no quise creer que fuera capaz de tal bajeza.

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