Doy las gracias a mi editor, Michael Krüger, por la siempre estimulante y comprensiva exigencia y respaldo durante las últimas tres décadas. Una auténtica fortuna para mí.
Doy las gracias a Kristian Wachtinger, que desde hace muchos años se ocupa de la lectura y edición de mis libros de forma concienzuda, experta y llena de empatía.
Doy las gracias a cuantos, en la editorial Hanser, se preocupan de que mis libros lleguen a la gente, especialmente, a Felicitas Feilhauer y Annette Polnert.
Este deseo vehemente de elevar tan alto como sea posible en el cielo abierto la pirámide de mi vida supera todo lo demás y apenas permite un instante de olvido. No puedo demorarme, tengo ya unos años; es posible que el destino me parta por la mitad y la torre babilónica quede truncada. Digamos por lo menos que fue proyectada con audacia.
Prólogo
Goethe es un acontecimiento en la historia del espíritu alemán..., un acontecimiento que, a decir de Nietzsche, careció de consecuencias. Pero lo cierto es que sí las tuvo. Aunque no dio un cauce más favorable a la historia alemana, es incuestionable que, en otro aspecto, Goethe tuvo una enorme trascendencia, y la tuvo como ejemplo de una existencia lograda, capaz de unir riqueza espiritual, fuerza creadora y prudencia ante la vida. La suya fue una vida rica en tensiones, que se encontró con ciertas dádivas en la cuna, pero que también hubo de luchar, pues desde dentro y desde fuera la amenazaban peligros y tribulaciones. Lo que no deja de fascinar es la figura individual de esta vida. Pero no es algo que vaya de suyo.
Hoy los tiempos no son propicios para el nacimiento de la individualidad. El encadenamiento de todo con todo es la gran hora del conformismo. Goethe estuvo entrelazado de la manera más íntima con la vida social y cultural de su época, pero se las compuso para seguir siendo un individuo. Adoptó como principio la máxima de acoger en sí tanto mundo como pudiera elaborar. Pasaba de largo ante aquello a lo que no podía dar de alguna manera una respuesta productiva; dicho de otro modo, tenía una admirable capacidad de ignorar. Es evidente que hubo de tomar parte en muchas cosas que hubiera preferido evitar. Sin embargo, en cuanto dependía de él, quería determinar por sí mismo el alcance del círculo de su vida.
En la actualidad tenemos cierto conocimiento de lo que es el metabolismo fisiológico. Y el ejemplo de Goethe nos permite aprender lo que es un metabolismo espiritual y psíquico con respecto al mundo. También nos permite aprender que, junto al sistema inmunológico corporal, gozamos además de una inmunología psíquico-espiritual. Hemos de saber a qué dar entrada y a qué no. Goethe lo sabía, y eso forma parte de la prudencia de su vida.
Por ello este poeta genial estimula no sólo con sus obras, sino también con su vida. Además de un gran escritor, fue un maestro de la vida. Ambas cosas juntas lo hacen inagotable para la posteridad. Él lo presentía, por más que en una de sus últimas cartas a Zelter escribiera que estaba enteramente entrelazado con una época que no había de volver. No obstante, Goethe puede estar más vivo y presente que algunos vivos con los que nos cruzamos en nuestro camino.
Cada generación tiene la oportunidad de verse reflejada en el espejo de Goethe y comprenderse mejor a sí misma y a su propio tiempo. En este libro emprendo un intento de ese tipo, por cuanto en él describo la vida y la obra de un siglo, y simultáneamente, a la luz de su ejemplo, me propongo explorar las posibilidades y los límites de un arte de la vida.
Un joven de buena cuna, nacido en Frankfurt del Meno, estudia en Leipzig y Estrasburgo, sin concluir una carrera en sentido estricto, aunque al final acaba haciéndose abogado. Se enamora sin pausa, revolotea en torno a él un enjambre de mujeres, jóvenes y maduras. Con Götz de Berlichingen alcanza la fama en Alemania, y la Europa literaria habla de él tras la aparición de Las desventuras del joven Werther. Napoleón afirmará haber leído la novela siete veces. Acude a Frankfurt un cuantioso número de visitantes, para ver y escuchar a aquel joven hermoso, elocuente y genial. Una generación antes de Lord Byron, se siente favorito de los dioses y, lo mismo que aquél, cultiva también un contacto poético con su diablo. Todavía en Frankfurt inicia la obra de su vida entera: Fausto, el drama canónico de la época moderna. Después de la era del genio en Frankfurt, Goethe se hastía de la vida literaria, está a punto de precipitarse en una ruptura radical y en 1775 se traslada al pequeño ducado de Sajonia-Weimar, donde traba amistad con el duque y asciende al rango de ministro. Se aficiona a las ciencias naturales, huye a Italia, vive en concubinato y, en medio de todo ello, escribe inolvidables historias de amor, entra en noble competición con Schiller, amigo y colega en el arte literario, escribe novelas, se ocupa de política, cuida el contacto con los grandes del arte y de la ciencia. Ya en el curso de su vida se convierte Goethe en una especie de institución. Se convierte en historia para sí mismo, pues escribe Poesía y verdad, sin duda la autobiografía más importante de la vieja Europa, tras las Confesiones de Agustín y las de Jean-Jacques Rousseau. Sin embargo, por rígido y solemne que en ocasiones se nos presente su aspecto, en la obra de los años de madurez aparece también como el audaz y sardónico Mefistófeles, que hace estallar todas las convenciones.
En medio de tanta creatividad, tiene siempre conciencia de que las obras literarias son solamente una dimensión, y de que la otra dimensión es la vida misma. También a ella quería darle el carácter de una obra. ¿Qué es una obra? Algo que destaca en el seno de los latidos del tiempo, con un principio y un final, y entre ambos una figura delimitada con rasgos firmes. Una isla de significado en el mar de lo casual e informe, algo que llenaba a Goethe de espanto. Para él todo había de tener forma. O bien la descubría, o bien la creaba en el vaivén cotidiano de los seres humanos, en las amistades, en cartas y conversaciones. Era un hombre de rituales, símbolos y alegorías, un amigo de insinuaciones y alusiones, y, sin embargo, también quería llegar siempre a un resultado, a una forma, a una obra. Esto tenía especial vigencia en los deberes oficiales. Había que mejorar las calles y carreteras, urgía liberar de gravámenes a los labradores, a los pobres, y quienes estaban capacitados debían obtener sueldo y pan, la explotación de minas tenía que producir beneficios, y en el teatro, dentro de lo posible, el público había de encontrar cada noche materia para reír o para llorar.
Tenemos así, por una parte, las obras, en las que la vida conquista una forma; y, por otra, la atención. Éste es el más bello cumplido que podemos hacer a la vida, a la propia y a la ajena. También la naturaleza merece ser percibida con amor. Goethe exploraba la naturaleza en la medida en que la observaba con atención. Estaba persuadido de que, si miramos con suficiente atención, se mostrará siempre lo importante y verdadero. Nada más que eso, nada de jugar a misterios. La ciencia que cultiva no acaba de oír ni ver. La mayor parte de las cosas que descubría le gustaban. Y le gustaba también lo que lograba. Si esto no agradaba a los demás, a la postre le daba igual. El tiempo de la vida le parecía demasiado valioso para dilapidarlo con los críticos. «El adversario no se toma en consideración», dijo una vez.
Goethe era un coleccionista no sólo de objetos, sino también de impresiones. Así actuaba en los encuentros personales. Se preguntaba siempre si y en qué le había «alentado» la persona en cuestión, a tenor de su expresión favorita. Amaba lo vivo, y quería retenerlo tanto como fuera posible para darle alguna forma. Un instante, llevado a una forma, está salvado. Medio año antes de su muerte sube otra vez al Kickelhahn, para leer aquellos garabatos de antaño en la pared interior de la cabaña de cazadores: «Sobre todas las cumbres hay quietud».