Introducción
¡Toca el tambor y no temas
y besa a la barragana!
En esto consiste toda la ciencia.
Tal es el más profundo sentido de los libros.
Heinrich Heine, Doctrina
El gran defecto de las cabezas alemanas consiste en que no tienen ningún sentido para la ironía, el cinismo, lo grotesco, el desprecio y la burla.
Otto Flake, Deutsch-Französisches, 1912
Desde hace un siglo, la filosofía se está muriendo y no puede hacerlo porque todavía no ha cumplido su misión. Por esto, su atormentadora agonía tiene que prolongarse indefinidamente. Allí donde no pereció convirtiéndose en una mera administración de pensamientos, se arrastra en una agonía brillante en la que se le va ocurriendo todo aquello que olvidó decir a lo largo de su vida. En vista del fin próximo quisiera ser honrada y entregar su último secreto. Lo admite: los grandes temas no fueron sino huidas y verdades a medias. Todos estos vuelos de altura vanamente bellos –Dios, universo, teoría, praxis, sujeto, objeto, cuerpo, espíritu, sentido, la nada– no son nada. Sólo son sustantivos para gente joven, para marginados, clérigos, sociólogos.
«Palabras, palabras... sustantivos. Sólo necesitan abrir las alas y milenios caen de su vuelo» (Gottfried Benn, Epilog und lyrisches Ich).
Esta última filosofía, dispuesta a confesar, trata semejantes temas en la rúbrica histórica... junto con los pecados de juventud. Su tiempo ya ha pasado. En nuestro pensamiento no queda ni una chispa más del impulso de los conceptos y de los éxtasis del comprender. Nosotros somos ilustrados, estamos apáticos, ya no se habla de un amor a la sabiduría. Ya no hay ningún saber del que se pueda ser amigo (philos). Ante lo que sabemos no se nos ocurre amarlo, sino que nos preguntamos cómo nos acomodaremos a vivir con ello sin convertirnos en estatuas de piedra.
Lo que aquí proponemos, bajo un título que alude a una gran tradición, es una meditación sobre la máxima «saber es poder»; precisamente la que en el siglo XIX se convirtió en el sepulturero de la filosofía. Ella resume la filosofía y es, al mismo tiempo, la primera confesión con la que empieza su agonía centenaria. Con ella termina la tradición de un saber que, como su nombre indica, era teoría erótica: amor a la verdad y verdad del amor. Del cadáver de la filosofía surgieron, en el siglo XIX , las modernas ciencias y las teorías del poder –en forma de ciencia política, de teoría de las luchas de clases, de tecnocracia, de vitalismo– que, en cada una de sus formas, estaban armadas hasta los dientes. «Saber es poder.» Fue lo que puso el punto tras la inevitable politización del pensamiento. Quien pronuncia esta máxima dice por una parte la verdad. Pero al pronunciarla quiere conseguir algo más que la verdad: penetrar en el juego del poder.
En la época en que Nietzsche empezaba a sacar a la luz, de debajo de cada voluntad de saber, una voluntad de poder, la antigua socialdemocracia alemana llamaba a sus miembros a participar en la competencia por el poder que es saber. Allí donde las opiniones de Nietzsche querían ser «peligrosas», frías y sin ilusión, la socialdemocracia se manifestaba pragmática y mostraba una afición formativa de cuño Biedermeier. Ambos hablaban de poder: Nietzsche, al socavar vitalistamente el idealismo burgués; los socialdemócratas, al intentar obtener una conexión, a través de la «formación», con las posibilidades de poder de la burguesía. Nietzsche enseñaba un realismo que tenía que facilitar a las futuras generaciones de burgueses y pequeño-burgueses la despedida de las patrañas idealistas que impedían la voluntad de poder; la socialdemocracia intentaba participar en un idealismo que hasta entonces había portado en sí mismo las esperanzas del poder. En Nietzsche, la burguesía podía ya estudiar los refinamientos y las inteligentes rudezas de una voluntad de poder carente de ideal, cuando el movimiento de trabajadores miraba todavía de reojo a un idealismo que se adecuaba mejor a su todavía ingenua voluntad de poder.
Hacia 1900, el ala radical de la izquierda había alcanzado el cinismo señorial de la derecha. La competición entre la conciencia cínicamente defensiva de los antiguos detentadores del poder y la utópicamente ofensiva de los nuevos creó el drama político-moral del siglo XX . En la carrera por la conciencia más dura de los duros hechos, Satán y Belcebú se impartían lecciones el uno al otro. Y de esta competencia de las conciencias surgió esa penumbra característica del presente: el acecho mutuo de las ideologías, la asimilación de los contrarios, la modernización del engaño; en pocas palabras, esa situación que envió al filósofo al vacío y en la que el mendaz llama al mendaz mendaz.
Y nosotros percibimos una segunda actualidad de Nietzsche, una vez que la primera ola nietzscheana, la fascista, se ha calmado. De nuevo queda de manifiesto cómo la civilización occidental ha desgastado su atuendo cristiano. Después de decenios de reconstrucción y de uno de utopías y «alternativas» es como si se hubiera perdido de repente un impulso naïf. Se temen catástrofes, los nuevos valores, al igual que los analgésicos, experimentan una fuerte demanda. Con todo, la época es cínica y sabe que los nuevos valores tienen las piernas cortas. Interés, proximidad al ciudadano, aseguramiento de la paz, calidad de vida, conciencia de responsabilidad, conciencia ecologista... Algo no marcha bien. Se puede esperar. En el fondo, el cinismo espera agazapado a que pase esta ola de charlatanería y las cosas inicien su curso. Nuestra modernidad, carente de impulso, sabe, efectivamente, «pensar de manera histórica», pero hace tiempo que duda de vivir en una historia coherente. «No hay necesidad de Historia Universal.»
El eterno retorno de lo idéntico, el pensamiento más subversivo de Nietzsche –desde un punto de vista cosmológico insostenible, pero desde un punto de vista morfológico-cultural fecundo– se encuentra con un nuevo avance de motivos cínicos que ya se habían desarrollado primeramente en la época imperial romana y, posteriormente, también en el Renacimiento, hasta convertirse en vida consciente. Lo idéntico son los aldabonazos de una vida orientada al placer que ha aprendido a contar con los acontecimientos. Estar dispuesto a todo nos hace invulnerablemente listos. Vivir a pesar de la historia, reducción existencial; proceso de integración en la sociedad «como si»; ironía contra política; desconfianza frente a los «bocetos». Una cultura neopagana que no cree en una vida después de la muerte tiene consiguientemente que buscarla antes de ésta.
La decisiva autodesignación de Nietzsche, a menudo pasada por alto, es la de «cínico». Con ello, él se convirtió, junto con Marx, en el pensador más influyente del siglo. En el «cinismo» de Nietzsche se presenta una relación modificada al acto de «decir la verdad»: es una relación de estrategia y de táctica, de sospecha y de desinhibición, de pragmatismo e instrumentalismo, todo ello en la maniobra de un yo político que piensa en primer y último término en sí mismo, que interiormente transige y exteriormente se acoraza.
El fuerte impulso antirracionalista en los países de Occidente reac ciona frente a un estado espiritual en el que todo pensamiento se ha hecho estrategia; él testimonia una náusea frente a cierta forma de autoconservación. Es un sensible encogerse de hombros ante el gélido hálito de una realidad en la que saber es poder y poder, saber. Al escribir este libro he pensado en lectores, he deseado lectores que sientan de esta manera; a ellos el libro podría tener que decirles algo, pienso yo.