Albert Camus - El Extranjero
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- Libro:El Extranjero
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- Año:1942
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El Extranjero: resumen, descripción y anotación
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La historia de un francés en Argelia, tal y como él mismo la va contando; desde el entierro de su madre un fin de semana, hasta los cinco tiros de revólver que descarga sobre un árabe; los consiguientes meses de prisión, el juicio y finalmente la condena. Todo dicho claramente y sin efectismos.
«El Extranjero» es una novela de dos partes que Albert Camus publicó en 1942 para ilustrar sus nociones sobre «el absurdo», concepto que es, no la conclusión, sino el punto de partida de una filosofía que expuso ese mismo año con todo detalle mediante un conjunto de ensayos.
La primera parte nos interna en el universo del protagonista, que es un universo de perpetua comunión con el absurdo, un universo más allá del cual sólo se puede encontrar el hundimiento y la nada de la muerte.
La segunda parte, tan lacónica como la primera, aborda el fracaso de la exigencia absurda, que es una exigencia de verdad, dentro de un mundo profundamente alimentado de ilusiones tales como la libertad, la justicia y la eternidad.
La novela se convirtió rápidamente en un clásico absoluto del existencialismo, y ha sido traducida a más de cuarenta idiomas.
Albert Camus recibió el Premio Nobel de Literatura en 1957.
Albert Camus
El extranjero
*
Primera parte
I
Hoy ha m uerto m am á. O quizá ay er. No lo sé. Recibí un telegram a del asilo:
« Falleció su m adre. Entierro m añana. Sentidas condolencias.» Pero no quiere decir nada. Quizá hay a sido ay er.
El asilo de ancianos está en Marengo, a ochenta kilóm etros de Argel. Tom aré el autobús a las dos y llegaré por la tarde. De esa m anera podré velarla, y regresaré m añana por la noche. Pedí dos días de licencia a m i patrón y no pudo negárm elos ante una excusa sem ej ante. Pero no parecía satisfecho. Llegué a decirle: « No es culpa m ía.» No m e respondió. Pensé entonces que no debía haberle dicho esto. Al fin y al cabo, no tenía por qué excusarm e. Más bien le correspondía a él presentarm e las condolencias. Pero lo hará sin duda pasado m añana, cuando m e vea de luto. Por ahora, es un poco com o si m am á no estuviera m uerta. Después del entierro, por el contrario, será un asunto archivado y todo habrá adquirido aspecto m ás oficial.
Tom é el autobús a las dos. Hacía m ucho calor. Com í en el restaurante de Celeste com o de costum bre. Todos se condolieron m ucho de m í, y Celeste m e dij o: « Madre hay una sola.» Cuando partí, m e acom pañaron hasta la puerta. Me sentía un poco aturdido pues fue necesario que subiera hasta la habitación de Manuel para pedirle prestados una corbata negra y un brazal. El perdió a su tío hace unos m eses.
Corrí para alcanzar el autobús. Me sentí adorm ecido sin duda por la prisa y la carrera, añadidas a los barquinazos, al olor a gasolina y a la reverberación del cam ino y del cielo. Dorm í casi todo el tray ecto. Y cuando desperté, estaba apoy ado contra un m ilitar que m e sonrió y m e preguntó si venía de lej os. Dij e
« sí» para no tener que hablar m ás.
El asilo está a dos kilóm etros del pueblo. Hice el cam ino a pie. Quise ver a m am á en seguida. Pero el portero m e dij o que era necesario ver antes al director. Com o estaba ocupado, esperé un poco. Mientras tanto, el portero m e estuvo hablando, y en seguida vi al director. Me recibió en su despacho. Era un viej ecito condecorado con la Legión de Honor. Me m iró con sus oj os claros.
Después m e estrechó la m ano y la retuvo tanto tiem po que y o no sabía cóm o retirarla. Consultó un legaj o y m e dij o: « La señora de Meursault entró aquí hace tres años. Usted era su único sostén.» Creí que m e reprochaba alguna cosa y em pecé a darle explicaciones. Pero m e interrum pió: « No tiene usted por qué j ustificarse, hij o m ío. He leído el legaj o de su m adre. Usted no podía subvenir a sus necesidades. Ella necesitaba una enferm era. Su salario es m odesto. Y, al fin de cuentas, era m ás feliz aquí.» Dij e: « Sí, señor director.» El agregó: « Sabe
usted, aquí tenía am igos, personas de su edad. Podía com partir recuerdos de otros tiem pos. Usted es j oven y ella debía de aburrirse con usted.»
Era verdad. Cuando m am á estaba en casa pasaba el tiem po en silencio, siguiéndom e con la m irada. Durante los prim eros días que estuvo en el asilo lloraba a m enudo. Pero era por la fuerza de la costum bre. Al cabo de unos m eses habría llorado si se la hubiera retirado del asilo. Siem pre por la fuerza de la costum bre. Un poco por eso en el últim o año casi no fui a verla. Y tam bién porque m e quitaba el dom ingo, sin contar el esfuerzo de ir hasta el autobús, tom ar los billetes y hacer dos horas de cam ino.
El director m e habló aún. Pero casi no le escuchaba. Luego m e dij o:
« Supongo que usted quiere ver a su m adre.» Me levanté sin decir nada, y salió delante de m í. En la escalera m e explicó: « La hem os llevado a nuestro pequeño depósito. Para no im presionar a los otros. Cada vez que un pensionista m uere, los otros se sienten nerviosos durante dos o tres días. Y dificulta el servicio.»
Atravesam os un patio en donde había m uchos ancianos, charlando en pequeños grupos. Callaban cuando pasábam os. Y reanudaban las conversaciones detrás de nosotros. Hubiérase dicho un sordo parloteo de cotorras. En la puerta de un pequeño edificio el director m e abandonó: « Le dej o a usted, señor Meursault.
Estoy a su disposición en m i despacho. En principio, el entierro está fij ado para las diez de la m añana. Hem os pensado que así podría usted velar a la difunta.
Una últim a palabra: según parece, su m adre expresó a m enudo a sus com pañeros el deseo de ser enterrada religiosam ente. He tom ado a m i cargo hacer lo necesario. Pero quería inform ar a usted.» Le di las gracias. Mam á, sin ser atea, j am ás había pensado en la religión m ientras vivió.
Entré. Era una sala m uy clara, blanqueada a la cal, con techo de vidrio.
Estaba am ueblada con sillas y caballetes en form a de X. En el centro de la sala, dos caballetes sostenían un féretro cerrado con la tapa. Sólo se veían los tornillos relucientes, hundidos apenas, destacándose sobre las tapas pintadas de nogalina.
Junto al féretro estaba una enferm era árabe, con blusa blanca y un pañuelo de color vivo en la cabeza.
En ese m om ento el portero entró por detrás de m í. Debió de haber corrido.
Tartam udeó un poco: « La hem os tapado, pero voy a destornillar el caj ón para que usted pueda verla.» Se aproxim aba al féretro cuando lo paré. Me dij o: « ¿No quiere usted?» Respondí: « No.» Se detuvo, y y o estaba m olesto porque sentía que no debí haber dicho esto. Al cabo de un instante m e m iró y m e preguntó:
« ¿Por qué?» , pero sin reproche, com o si estuviera inform ándose. Dij e: « No sé.» Entonces, retorciendo el bigote blanco, declaró, sin m irarm e:
« Com prendo.» Tenía oj os herm osos, azul claro, y la tez un poco roj a. Me dio una silla y se sentó tam bién, un poco a m is espaldas. La enferm era se levantó y se dirigió hacia la salida. El portero m e dij o: « Tiene un chancro.» Com o no com prendía, m iré a la enferm era y vi que llevaba, por debaj o de los oj os, una
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