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Albert Camus - El verano

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Albert Camus El verano

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Luz

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L’Été, El verano, es uno de los libros más personales de Albert Camus. En cierto sentido todos lo son, pero no menos cierto es que la habilidad literaria consiste frecuentemente en convertir los hechos y acontecimientos de la vida en una materia un tanto más perdurable. Proust, por ejemplo, cambió los nombres de las personas que conoció, fundió a dos o tres en un solo personaje, disimuló y glosó, todo con el propósito de encontrar en la memoria la posibilidad de recuperar el tiempo perdido. El verano es personal en ese sentido: un libro en que la esencia vital de Camus está ahí pero de forma evidente, palpable, emotiva, como si explorara sus fibras más íntimas y, al mismo tiempo, las expusiera para sus lectores (o para sí mismo, en calidad de primer lector), sin artificio literario de por medio.

A medio camino entre diario de viaje, memorias y ensayo, El verano (1954) lleva al lector por Argelia, Grecia y Francia en una travesía guiada por ciertos mitos fundacionales de la cultura occidental europea —el Minotauro, Prometeo, Helena— y la metáfora del verano como una época ambigua y de transición, una temporada en que el Sol impera pero que también, por eso mismo, es el recordatorio de un segundo momento del año dominado por las condiciones adversas.

Albert Camus El verano ePub r10 Titivillus 020117 Título original LÉté - photo 1

Albert Camus

El verano

ePub r1.0

Titivillus 02.01.17

Título original: L’Été

Albert Camus, 1954

Traducción: Rafael Chirbes

Retoque de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

Pero tú has nacido para un día límpido HÓLDERLIN Notas 1 En Oran uno vuelve - photo 2

Pero tú has nacido para un día

límpido…

HÓLDERLIN

Notas

[1] En Oran uno vuelve a encontrarse con el Klestakoff de Gogol. Bosteza y, a continuación: «Siento que voy a tener que ocuparme de algún asunto elevado».

[2] En memoria, sin duda, de estas hermosas palabras, se ha originado una Sociedad oranesa de conferencias y debates bajo el lema de Cogito Club.

[3] Y el nuevo bulevar Front-de-Mer.

[4] En español en el original. (Nota del E.)

[5] Otra de las cualidades de la raza argelina es —ya se ve— la franqueza.

[6] Este ensayo trata de cierta tentación. Hay que haberla conocido. A continuación se puede actuar o no, pero con conocimiento de causa.

El Minotauro o el alto de Orán

A Pierre Galindo

Este ensayo data de 1939. El lector deberá recordarlo a la hora de juzgar lo que puede ser Oran en la actualidad. Apasionadas protestas llegadas de esa hermosa ciudad me aseguran, en efecto, que se ha puesto (o se pondrá) remedio a todas las imperfecciones. Por el contrario, las bellezas que este ensayo exalta han sido celosamente protegidas. Ciudad feliz y realista, en adelante Oran no necesita escritores: espera a los turistas.

1953

La calle

A Pierre Galindo

Con frecuencia he oído a los oraneses quejarse de su ciudad: «No hay un ambiente interesante». Pero, bueno, ¡si no lo querríais! Algunas almas candorosas han intentado que se aclimataran en ese desierto las costumbres de otro medio, fieles al principio de que para servir al arte o a las ideas hay que ponerse a ello entre unos cuantos. El resultado ha sido tal, que no quedan más ambientes instructivos que los de los jugadores de pócker, los aficionados al boxeo, los maníacos de los bolos y las sociedades regionales. Ahí, al menos, reina la naturalidad. Al fin y al cabo, existe cierta grandeza que no se presta a la elevación. Es infecunda por naturaleza. Y los que desean encontrarla, abandonan los «ambientes» para bajar a la calle.

Las calles de Oran son una ofrenda al polvo, a los pedruscos y al calor. Si llueve, es el diluvio y un mar de barro. Pero, con lluvia o con sol, las tiendas tienen el mismo aspecto extravagante y absurdo. Todo el mal gusto de Europa y Oriente se ha dado cita en ellas. Se encuentran, mezclados, lebreles de mármol, bailarinas en plan cisne, Dianas cazadoras de galalita verde, discóbolos y segadores: todo lo que sirve como regalo de cumpleaños o de boda, esa turbamulta lamentable que un genio comercial y burlón continúa colocando en las repisas de nuestras chimeneas. Pero esta insistencia en el mal gusto adquiere aquí un aire barroco que se lo hace perdonar todo. Presentado en un estuche de polvo, éste es el contenido de un escaparate: espantosos modelos en escayola de pies torturados, un lote de dibujos de Rembrandt «sacrificados a 150 francos la unidad», engañabobos, billeteras tricolores, un dibujo al pastel del siglo XVIII, un burrito mecánico de peluche, botellas de agua de Provenza para conservar las aceitunas verdes, y una espantosa virgen de madera, de sonrisa indecente. (Para que nadie se equivoque, la «dirección» ha colocado a sus pies un letrero: «Virgen de madera»).

En Oran se pueden encontrar:

  1. Cafés con el mostrador barnizado de roña, espolvoreado de patas y alas de moscas, con el dueño siempre sonriente a pesar de que el local siempre está vacío. El «solo en taza pequeña» costaba doce céntimos, y en taza grande, dieciocho.
  2. Tiendas de fotógrafos en las que la técnica no ha progresado desde la invención del papel sensible. Exponen una fauna singular, imposible de encontrar en la calle: desde el seudomarino, que apoya el codo en una consola, hasta la jovencita casadera, con el talle emperifollado y los brazos colgando ante un fondo silvestre. Puede suponerse que no son retratos del natural: son creaciones.
  3. Una edificante abundancia de funerarias. No es que en Oran se muera más la gente que en otras partes, pero me imagino que se le echa más cuento.

La simpática ingenuidad de este pueblo comerciante se extiende hasta la publicidad. En la propaganda de un cine oranés, leo el anuncio de una película de tercera. Subrayo los adjetivos «fastuosa», «espléndida», «extraordinaria», «prestigiosa», «sobrecogedora» y «formidable». Para concluir, la dirección informa al público de los considerables sacrificios que se ha impuesto para poder presentarle esta sorprendente «realización». Con todo, no se aumentará el precio de las entradas.

Sería una equivocación creer que sólo aquí se ejerce el gusto por la exageración propio del sur. Con exactitud, los autores de ese maravilloso programa demuestran su penetración psicológica. Se trata de vencer la indiferencia y la profunda apatía que experimentan en esta tierra en cuanto hay que elegir entre dos espectáculos, dos oficios y, con frecuencia, hasta entre dos mujeres. No se deciden más que a la fuerza. Y la publicidad lo sabe bien. Adquirirá proporciones americanas, teniendo —aquí y allá— las mismas razones para exasperarse.

Las calles de Oran nos informan finalmente acerca de los dos placeres fundamentales de la juventud local: que les limpien los zapatos, y pasear esos mismos zapatos por el bulevar. Para tener una idea exacta de la primera de esas delicias, hay que confiarles los zapatos, a las diez de la mañana de un domingo, a los limpiabotas del bulevar Gallieni. Encaramado en alguno de los altos sillones, uno puede disfrutar entonces de la particular satisfacción que produce incluso al profano el espectáculo de esos hombres enamorados de su oficio, como claramente lo están los limpiabotas oraneses. Todo se trabaja con detalle. Varios cepillos, tres clases de bayetas, el betún mezclado con gasolina: podría pensarse que la operación ha concluido cuando se ve el relámpago perfecto que nace bajo el cepillo blando. Pero la misma mano entregada vuelve a echar betún en la superficie reluciente, la frota, la empaña, lleva la crema hasta el corazón de las pieles y consigue entonces que brote, bajo el mismo cepillo, un doble y verdaderamente definitivo relámpago que sale de las profundidades del cuero.

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