Saint Brieuc
Cuarenta años más tarde, un hombre, en el pasillo del tren de Saint-Brieuc, miraba desfilar con desaprobación, bajo el pálido sol de una tarde de primavera, aquel país estrecho y chato, cubierto de pueblos y de casas feas que se extiende desde París hasta la Mancha. Los prados y los campos de una tierra cultivada durante siglos hasta el último metro cuadrado se sucedían ante sus ojos. La cabeza descubierta, el pelo cortado al rape, la cara larga y los rasgos finos, de buena estatura, la mirada azul y directa, el hombre, pese a la cuarentena, aún se veía delgado bajo su impermeable. Con las manos sólidamente apoyadas en la barra, el cuerpo descansando sobre una sola cadera, el pecho dilatado, daba una impresión de soltura y de energía. El tren aminoraba la marcha en ese momento y terminó por detenerse en una pequeña estación miserable. Al cabo de un rato una joven bastante elegante pasó por la portezuela donde se encontraba el hombre. Se detuvo para pasar la maleta de una mano a la otra y entonces vio al viajero. Éste la miraba sonriendo, y ella no pudo dejar de sonreír también. El hombre bajó el cristal, pero el tren ya partía. «Lástima», dijo. La joven seguía sonriéndole.
El viajero fue a sentarse a su compartimiento de tercera, donde ocupaba una plaza junto a la ventanilla. Frente a él un hombre de pelo ralo y apelmazado, más joven de lo que hacía pensar su cara hinchada y venosa, apoltronado, con los ojos cerrados, respiraba fuerte, evidentemente incomodado por una digestión laboriosa, y deslizaba de vez en cuando una mirada rápida hacia el pasajero de enfrente. En la misma banqueta, cerca del pasillo, una campesina endomingada, que llevaba un singular sombrero adornado con un racimo de uvas de cera, sonaba las narices de un niño pelirrojo de rostro apagado y pálido.
Poco después el tren se detuvo y un cartelito que decía SAINT-BRIEUC apareció lentamente en la portezuela. El viajero se incorporó en seguida, retiró sin esfuerzo del portaequipaje, sobre su cabeza, una maleta de fuelle y, después de saludar a sus compañeros de viaje, que le contestaron sorprendidos, salió con paso rápido y bajó los tres peldaños del vagón. En el andén se miró la mano izquierda todavía manchada por el hollín depositado en la barra de cobre que acababa de soltar, sacó el pañuelo y se limpió cuidadosamente. Después se encaminó hacia la salida, alcanzado poco a poco por un grupo de viajeros de ropas oscuras y tez parduzca. Bajo el alero de columnas esperó pacientemente el momento de entregar su billete, siguió esperando que el empleado taciturno se lo devolviera, atravesó una sala de espera de paredes desnudas y sucias, decoradas con viejos cartelones donde incluso la Costa Azul parecía tiznada, y apurando el paso, salió a la luz oblicua de la tarde, por la calle que bajaba de la estación hacia la ciudad.
En el hotel pidió la habitación que había reservado, rechazó los servicios de la camarera con cara de patata que quería llevarle el equipaje, a pesar de lo cual, después de que la mujer lo acompañara hasta su cuarto, le dio una propina que la sorprendió y devolvió la simpatía a su rostro. Después el viajero se lavó de nuevo las manos y volvió a bajar con el mismo paso vivo, sin cerrar con llave la puerta. En el hall encontró a la camarera, le preguntó dónde estaba el cementerio, recibió un exceso de explicaciones, las escuchó amablemente y se encaminó en la dirección indicada. Recorría ahora las calles estrechas y tristes, bordeadas de casas vulgares de feas tejas rojas. A veces algunas casas viejas de vigas aparentes dejaban ver de soslayo sus pizarras. Los escasos transeúntes ni siquiera se detenían delante de los escaparates que ofrecían las mercancías de vidrio, las obras maestras de plástico y de nailon, las cerámicas calamitosas que se encuentran en todas las ciudades del Occidente moderno. Sólo en las tiendas de alimentación se apreciaba la opulencia. El cementerio estaba rodeado de altos muros disuasivos. Cerca de la puerta, puestos de flores pobres y marmolerías. Delante de una de ellas el viajero se detuvo para mirar a un niño de aire despierto que hacía los deberes en un rincón sobre la piedra de una lápida, virgen aún de inscripción. Después entró y se encaminó a la casa del guardián. El guardián no estaba. El viajero esperó en el pequeño despacho pobremente amueblado, después vio un plano que estaba descifrando cuando entró el guardián. Era un hombre alto y nudoso, de nariz fuerte, que olía a transpiración bajo su gruesa chaqueta cerrada. El viajero preguntó por el sector de los muertos de la guerra de 1914.
—Sí —dijo el guardián—. Se llama el sector del Souvenir Français. ¿Qué nombre busca?
—Henri Cormery —respondió el viajero.
El guardián abrió un gran libro forrado con papel de embalaje y siguió con su dedo terroso una lista de nombres. El dedo se detuvo.
—Cormery, Henri, «herido mortalmente en la batalla del Marne, muerto en Saint-Brieuc el 11 de octubre de 1914».
—Eso es —dijo el viajero.
El guardián cerró el libro.
—Venga —dijo.
Y lo precedió en el camino hacia las primeras filas de tumbas, unas modestas, otras pretenciosas y feas, todas cubiertas de ese batiborrillo de mármol y abalorios que deshonraría cualquier lugar del mundo.
—¿Es un pariente? —preguntó el guardián con aire distraído.
—Era mi padre.
—Lo siento.
—No, no, yo aún no tenía un año cuando murió. Así que, usted comprenderá.
—Sí —dijo el guardián—, pero da igual. Fueron demasiados muertos. Jacques Cormery no contestó nada. Seguramente habían sido demasiados muertos, pero en lo que respectaba a su padre, no podía inventarse una compasión que no sentía. Desde que vivía en Francia, hacía años, se prometía hacer lo que su madre, que había permanecido en Argelia, le pedía desde hacía tanto tiempo: ir a ver la tumba de su padre que ella misma jamás había visto. A Jacques le parecía que esa visita no tenía ningún sentido, ante todo, para él, que no había conocido a su padre, que ignoraba casi todo de lo que había sido y le horrorizaban los gestos y los trámites convencionales, en segundo lugar, para su madre, que nunca hablaba del desaparecido y no podía imaginar nada de lo que él vería. Pero como su viejo maestro se había retirado en Saint-Brieuc y de ese modo se le presentaba la oportunidad de volver a verle, resolvió visitar a ese muerto desconocido e incluso hacerlo antes de encontrar a su viejo amigo, para tras ello sentirse totalmente libre.
—Es aquí —dijo el guardián.
Habían llegado ante un sector cuadrado, rodeado por pequeños mojones de piedra gris unidos por una gruesa cadena pintada de negro. Las lápidas, numerosas, eran todas iguales, unos simples rectángulos grabados, situados a intervalos regulares en hileras sucesivas. Todas adornadas con un ramito de flores frescas.
—El Souvenir Français se encarga del mantenimiento desde hace cuarenta años. Mire, ahí está. —Señalaba una lápida en la primera fila.
Jacques Cormery se detuvo a cierta distancia de la piedra.
—Lo dejo —dijo el guardián.
Cormery se acercó a la lápida y la miró distraídamente. Sí, era efectivamente su nombre. Alzó los ojos. Por el cielo pálido pasaban lentamente pequeñas nubes blancas y grises y caía una luz leve que por momentos se apagaba. A su alrededor, en el vasto campo de los muertos, reinaba el silencio. Sólo llegaba un rumor sordo de la ciudad por encima de los altos muros. A veces una silueta negra pasaba por entre las tumbas lejanas. Jacques Cormery, la mirada puesta en la lenta navegación de las nubes en el cielo, trataba de percibir, detrás del olor de las flores mojadas, el aroma salado que en ese momento venía del mar lejano e inmóvil, cuando el tintineo de un cubo contra el mármol de una tumba lo sacó de sus ensoñaciones. Fue en ese momento cuando leyó sobre la lápida la fecha de nacimiento de su padre, percatándose entonces de haberla ignorado. Después leyó las dos fechas, «1885-1914», e hizo maquinalmente el cálculo: veintinueve años. De pronto le asaltó un pensamiento que lo sacudió incluso físicamente. El tenía cuarenta. El hombre enterrado bajo esa lápida, y que había sido su padre, era más joven que él.