Jeffrey Archer
La falsificación
Título original: False Impression
© 2005, Jeffrey Archer
© 2006, Margarita Cavándoli y Alberto Coscarelli, por la traducción
Me gustaría manifestar mi agradecimiento a las siguientes personas por la ayuda inconmensurable que me han prestado y los consejos que me han dado para esta obra: a Rosie de Courcy, a Mari Roberts, a Simon Bainbridge, a Victoria Leacock, a Kelley Ragland, a Mark Poltimore (director de pinturas de los siglos xix y xx de Sotheby's), a Louis van Tilborgh (conservador de cuadros del Museo Van Gogh), a Gregory DeBoer, a Rachel Rauchwerger (directora de Art Logistics), al National Art Collections Fund, al Courtauld Institute of Art, a John Power, a Jun Nagai y a Terry Lenzer.
Victoria Wentworth cenaba sola ante la misma mesa en la que Wellington se había reunido con dieciséis oficiales de alto rango del ejército la víspera de su partida a Waterloo.
Aquella noche el general Harry Wentworth estaba sentado a la diestra del Duque de Hierro. Comandaba el flanco izquierdo de las tropas de Wellington cuando un vencido Napoleón abandonó el campo de batalla rumbo al exilio. Agradecido, el monarca concedió al general el título de conde de Wentworth, que la familia ostentaba con orgullo desde 1815.
Esas ideas rondaban la mente de Victoria cuando releyó el informe de la doctora Petrescu. Volvió la última página y dejó escapar un suspiro de alivio. Por fin habían encontrado una solución para todos sus problemas, literalmente en el último momento.
La puerta del comedor se abrió sin hacer ruido y Andrews, que de la condición de segundo lacayo a la de mayordomo había prestado servicios a tres generaciones de Wentworth, retiró hábilmente el plato de postre de la dama.
– Gracias -dijo Victoria y aguardó a que Andrews llegase a la puerta para añadir-: ¿Está todo preparado para la retirada del cuadro?
La mujer fue incapaz de pronunciar el nombre del pintor.
– Sí, milady -repuso Andrews y se volvió para mirar a su señora-. El cuadro será retirado antes de que baje a desayunar.
– ¿Está todo listo para la visita de la doctora Petrescu?
– Sí, milady -repitió Andrews-. La doctora Petrescu llegará el miércoles, más o menos al mediodía, y ya he informado a la cocinera de que comerá con usted en el invernadero.
– Gracias, Andrews -concluyó Victoria.
El mayordomo hizo una ligera reverencia, salió y cerró la puerta sin hacer ruido.
Cuando llegase la doctora Petrescu, una de las joyas más queridas de la familia estaría de camino a Estados Unidos y, a pesar de que la obra maestra no volvería a verse en Wentworth Hall, tampoco hacía falta que se enterase nadie más allá de la familia más directa.
Victoria dobló la servilleta y se levantó de la mesa. Cogió el informe de la doctora Petrescu, cruzó el comedor y salió al pasillo. El sonido de sus pisadas retumbó en el corredor de mármol. Se detuvo al llegar a la escalera para contemplar con admiración el retrato de cuerpo entero que Gainsborough había realizado de lady Catherine Wentworth, que lucía un magnífico vestido largo de seda y tafetán que el collar de diamantes y los pendientes a juego no hacían más que destacar. Victoria se llevó la mano a la oreja y sonrió al pensar que, en época de su antepasada, esas chucherías extravagantes se habrían considerado subidas de tono.
Victoria miró hacia delante mientras ascendía por la ancha escalera de mármol hasta su dormitorio de la primera planta. Fue incapaz de mirar a los ojos a sus antepasados, a los que Romney, Lawrence, Reynolds, Lely y Kneller parecían haber dado vida. Era consciente de que les había fallado. Aceptó que antes de retirarse a sus aposentos debía escribir a su hermana para comunicarle la decisión que había tomado.
Arabella era muy lista y sensata. Si su querida gemela hubiera nacido unos minutos antes en lugar de unos minutos después, sería la heredera de las propiedades y, sin duda, habría afrontado el problema con mucho más aplomo. Por si eso fuera poco, cuando se enterase de las novedades, Arabella no se quejaría ni la regañaría, sino que se limitaría a seguir mostrando la flema que caracterizaba a la familia.
Victoria cerró la puerta del dormitorio, atravesó la estancia y dejó sobre su escritorio el informe de la doctora Petrescu. Se soltó el moño y dejó que el cabello cayese en cascada sobre sus hombros. Dedicó los minutos siguientes a cepillarse la melena, se quitó la ropa y se puso el camisón de seda que una doncella había dejado a los pies de la cama. Finalmente se calzó las zapatillas. Incapaz de eludir un minuto más sus responsabilidades, se sentó al escritorio y cogió la pluma.
Wentworth Hall
10 de septiembre de 2001
Mi queridísima Arabella:
He postergado demasiado tiempo la redacción de esta carta, ya que eres la última persona que merece enterarse de noticias tan angustiosas.
Cuando nuestro querido papá murió y heredé, tardé un tiempo en percatarme del verdadero alcance de las deudas que había contraído. Lamentablemente, mi falta de experiencia en los negocios, a lo que hay que sumar los abrumadores impuestos de sucesión, agravaron el problema.
Pensé que la solución consistía en pedir prestado más dinero, pero solo ha servido para empeorar las cosas. En cierto momento temí que, debido a mi ingenuidad, quizá tendríamos que vender las propiedades familiares, pero me alegra comunicarte que se ha encontrado una salida.
El miércoles me reuniré con…
Victoria tuvo la sensación de que oía cómo se abría la puerta del dormitorio. Se preguntó si entre sus criados había alguien capaz de presentarse sin llamar.
Cuando Victoria se volvió para ver quién era, la persona ya estaba a su lado.
Victoria contempló a la mujer, a la que hasta entonces jamás había visto. Era joven, delgada e incluso más baja que ella. Sonrió tiernamente, lo que le dio aspecto de vulnerable. Victoria respondió a su sonrisa y fue entonces cuando se percató de que en la mano derecha esgrimía un cuchillo de cocina.
– ¿Quién…? -intentó decir Victoria cuando la mujer estiró la mano, la agarró del pelo y le apoyó la cabeza en el respaldo de la silla.
Victoria notó que la hoja delgada y afilada como una navaja rozaba la piel de su cuello. Con un veloz movimiento del cuchillo, la mujer le rajó el pescuezo como si fuera un cordero en el matadero.
Segundos antes de que Victoria muriese, la joven le cortó la oreja izquierda.
Anna Petrescu pulsó el botón de la parte de arriba del despertador de la mesilla. Marcaba las 5.56. Cuatro minutos después la habría despertado con el informativo de primera hora. Pero ese día no ocurriría. Su mente había discurrido a toda velocidad a lo largo de la noche, por lo que había dormido intermitentemente. Cuando por fin se despejó, Anna ya había decidido qué haría si el presidente no aceptaba sus recomendaciones. Desconectó el despertador automático para evitar las noticias que pudieran distraerla, se levantó de un salto y enfiló hacia el cuarto de baño. Permaneció bajo el agua fría de la ducha unos instantes más que de costumbre, con la esperanza de que contribuyese a despejarla por completo. A su último amante… bien sabe Dios cuánto tiempo había pasado desde entonces… a su último amante le resultaba gracioso que se duchase antes de salir a correr por la mañana.
En cuanto se secó, Anna se puso una camiseta blanca y pantalón corto azul. Aunque el sol todavía no había salido, tampoco hizo falta que descorriese las cortinas de su pequeño dormitorio para saber que el día sería despejado y soleado. Subió la cremallera de la chaqueta del chándal, que todavía mostraba el contorno de una P desteñida en la zona de la que había descosido la llamativa letra azul. Anna no quería pregonar el hecho de que en el pasado había formado parte del equipo de atletismo de la Universidad de Pensilvania. Al fin y al cabo, ya habían transcurrido nueve años. Finalmente se puso las deportivas Nike y ató los cordones con firmeza. Nada le molestaba tanto como tener que detenerse en medio de la carrera matinal para volver a atarlos. Esa mañana solo llevaba otra cosa: la llave de la puerta de su casa, ensartada en una delgada cadena de plata que le colgaba del cuello.
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