Jeffrey Archer
En pocas palabras
Para Stephan, Alison y David
Antes de que empiecen este volumen de quince relatos breves, al igual que en anteriores ocasiones, me gustaría confesar que algunos están basados en incidentes verdaderos. En el índice los encontrarán señalados con un asterisco.
En mis viajes alrededor del mundo, siempre en busca de alguna anécdota que poseyera vida propia, me topé con «La muerte habla», y me impresionó tanto que he colocado el relato al principio del libro.
Fue traducido del árabe, y pese a laboriosas investigaciones, el autor sigue siendo «Anónimo», si bien el cuento apareció en la obra de Somerset Maugham Sheppey, y más tarde como prefacio de Cita en Samarra, de John O'Hara.
Raras veces me he encontrado con un ejemplo mejor del sencillo arte de contar historias. Se trata de un don que carece de prejuicios, y se reparte con independencia de la cuna, la educación o la cultura. Para demostrar mi aseveración, bastará con que piensen en las diferentes educaciones de Joseph Conrad y Walter Scott, de John Buchan y O. Henry, de H.H. Munro y Hans Christian Andersen.
En este, mi cuarto volumen de relatos, he intentado dos ejemplos muy cortos del género: «La carta» y «Amor a primera vista».
Pero antes, «La muerte habla»:
Érase una vez un mercader de Bagdad que envió a su criado al mercado para comprar provisiones, y el criado regresó al poco rato, pálido y tembloroso, y dijo: Amo, cuando estaba en el mercado, una mujer me empujó en medio de la multitud, y cuando me volví, vi que era la muerte quien me había empujado. Me miró e hizo un gesto amenazador. Prestadme vuestro caballo, huiré de esta ciudad y burlaré a mi destino. Iré a Samarra, y allí la muerte no me encontrará. El mercader le prestó el caballo, el criado lo montó, hundió las espuelas en sus flancos y el caballo partió a galope tendido. Después, el mercader fue al mercado, me vio entre la multitud, se acercó a mí y dijo: ¿Por qué hiciste un gesto amenazador a mi criado cuando te vio esta mañana? No fue un gesto amenazador, dije, solo de sorpresa. Me sorprendió verle en Bagdad, porque tenía una cita con él esta noche en Samarra.
– Un golpe excelente -dijo Toby, mientras veía la pelota de su oponente surcar el aire-. De unos doscientos treinta metros, tal vez doscientos cincuenta -añadió, mientras se llevaba la mano a la frente para proteger los ojos del sol, y continuó mirando la pelota hasta que rebotó en mitad de la calle.
– Gracias -dijo Harry.
– ¿Qué has desayunado esta mañana, Harry? -preguntó Toby cuando la pelota se detuvo por fin.
– Una discusión con mi mujer -fue la inmediata respuesta de su contrincante-. Quería que fuera con ella de compras esta mañana.
– Me tentaría la posibilidad de casarme si pensara que fuera a mejorar tanto mi golf -dijo Toby, mientras golpeaba su pelota-. Maldita sea-añadió un momento después, mientras veía que su débil esfuerzo se desviaba hacia los obstáculos, a menos de cien metros de donde él estaba.
El juego de Toby no mejoró en el hoyo nueve, y cuando se dirigieron al club antes de comer, advirtió a su contrincante:
– Me vengaré en el tribunal la semana que viene.
– Espero que no -rió Harry.
– ¿Por qué? -preguntó Toby cuando entraron en el club.
– Porque presto testimonio como testigo experto a tu favor -contestó Harry cuando se sentaron a comer.
– Qué curioso -dijo Toby-. Habría jurado que estabas contra mí.
Sir Toby Gray, QC, [1]y el profesor Harry Bamford no siempre estaban en el mismo bando cuando se encontraban en los tribunales.
– Todas las personas que tengan alguna función que ejercer ante los señores magistrados de la reina procedan a acercarse y presentarse.
El tribunal de la Corona de Leeds estaba celebrando sesión. El juez Fenton presidía.
Sir Toby echó un vistazo al anciano juez. Consideraba que era un hombre honrado y justo, si bien sus recapitulaciones podían ser algo prolijas. El juez Fenton cabeceó en dirección al banquillo.
Sir Toby se levantó para presentar el caso de la defensa.
– Con permiso de Su Señoría, miembros del jurado, soy consciente de la gran responsabilidad que pesa sobre mis hombros. Defender a un hombre acusado de asesinato nunca es fácil. Resulta aún más difícil cuando la víctima es su esposa, con la cual había estado felizmente casado durante más de veinte años. La Corona ha aceptado esta circunstancia, incluso la ha admitido de forma oficial.
»No ha facilitado mi tarea, señor -continuó sir Toby-, el hecho de que todas las pruebas circunstanciales, presentadas con tanta habilidad por mi docto amigo el señor Rodgers en su exposición de apertura de ayer, apuntaron a la culpabilidad de mi defendido. No obstante -dijo sir Toby, al tiempo que aferraba las cintas de su toga de seda negra y se volvía hacia el jurado-, me propongo llamar a un testigo cuya reputación es irreprochable. Abrigo la confianza de que les dejará, señores miembros del jurado, sin otra elección que emitir un veredicto de no culpable. Llamo al profesor Harold Bamford.
Un hombre elegante, vestido con un traje de americana cruzada azul, camisa blanca y corbata del Yorkshire County Cricket Club, entró en la sala y ocupó su lugar en el estrado de los testigos. Le acercaron un ejemplar del Nuevo Testamento, y leyó el juramento con tal confianza, que a ningún miembro del jurado le cupo duda de que no era su primera aparición en un juicio por asesinato.
Sir Toby se ajustó la toga y miró a su compañero de golf.
– Profesor Bamford -dijo, como si jamás hubiera visto al hombre-, con el fin de confirmar su experiencia, será necesario formularle algunas preguntas preliminares que tal vez le pongan en un aprieto, pero es de capital importancia que sea capaz de demostrar al jurado la relevancia de sus cualificaciones, pues afectan a este caso en particular.
Harry asintió con semblante serio.
– Usted, profesor Bamford, se educó en la escuela de segunda enseñanza de Leeds -dijo sir Toby, mientras miraba al jurado, compuesto en su totalidad por habitantes de Yorkshire-, donde consiguió una beca para estudiar leyes en el Magdalen College de Oxford.
Harry asintió de nuevo.
– Exacto -dijo, en tanto Toby echaba un vistazo a su informe, un gesto innecesario, pues ya había repetido esta rutina con Harry en anteriores ocasiones.
– Pero no aceptó esta oportunidad -continuó sir Toby-, y prefirió pasar sus días de estudiante universitario no graduado aquí en Leeds. ¿Es eso cierto?
– Sí-dijo Harry.
Esta vez, el jurado asintió con él. No hay nada más leal u orgulloso que un ciudadano de Yorkshire en lo tocante a cosas de Yorkshire, pensó sir Toby con satisfacción.
– Cuando se graduó en la Universidad de Leeds, ¿puede confirmar para que conste en acta que lo hizo con matrícula de honor?
– En efecto.
– ¿Y le ofrecieron una plaza en la Universidad de Harvard para hacer un máster, y a continuación un doctorado?
Harry se inclinó levemente y confirmó que así era. Tuvo ganas de decir: «No dejes de marear la perdiz, Toby», pero sabía que su viejo amigo iba a explotar los siguientes minutos por la cuenta que le traía.
– Y para su tesis doctoral, ¿escogió el tema de las armas de fuego en relación con los casos de asesinato?
– Correcto, sir Toby.
– ¿Es también cierto -continuó el distinguido QC- que cuando su tesis fue presentada ante el tribunal, suscitó tal interés que fue publicada por la Harvard University Press y ahora es lectura obligatoria para cualquiera que desee especializarse en ciencia forense?
– Es muy amable por su parte decirlo -dijo Harry, dando pie a Toby para su siguiente frase.
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