Jeffrey Archer
Casi Culpables
Traducción de Eduardo G. Murillo
Título original: Cat O’Nine Tales
Primera edición: septiembre, 2007
© 2006, Jeffrey Archer
© 2006, Ronald Searle, por las ilustraciones
Para Elizabeth
Durante los dos años que estuve encarcelado, en cinco prisiones diferentes, seleccioné varias historias que no eran apropiadas para incluirlas en mis Diarios de la cárcel. Estos relatos están marcados en el índice con un asterisco.
Si bien he aderezado las nueve historias, todas están basadas en hechos reales. En todas excepto una el preso al que conciernen me pidió que no revelara su verdadero nombre.
Las otras tres historias recogidas en este volumen también son reales, pero me las encontré después de salir de la cárcel: en Atenas («Una tragedia griega»), en Londres («La sabiduría de Salomón») y en Roma, mi favorita («Sobre gustos no hay nada escrito»).
El hombre que robo su propia oficina postal
***
El juez Gray miró a los dos acusados que ocupaban el banquillo. Chris y Sue Haskins se habían declarado culpables del robo de doscientas cincuenta mil libras, propiedad de Correos, y de falsificar cuatro pasaportes.
El señor y la señora Haskins parecían tener la misma edad, algo poco sorprendente, puesto que habían ido al colegio juntos unos cuarenta años atrás. Podías cruzarte con ellos en la calle sin volverte a mirar. Chris medía un metro setenta y cinco; su cabello, ondulado y oscuro, comenzaba a encanecer, y le sobraban seis kilos como mínimo. Estaba muy erguido ante el banquillo y, aunque el traje se veía muy usado, la camisa estaba limpia y la corbata de rayas invitaba a pensar que era miembro de un club. En cuanto a sus zapatos, relucían como si les sacara brillo cada mañana. Su esposa, Sue, se hallaba a su lado. Su pulcro vestido floreado y el cómodo calzado denotaban una mujer ordenada y organizada; claro que ambos llevaban la clase de ropa que debían de ponerse para ir a la iglesia. Al fin y al cabo, consideraban que la ley era nada más y nada menos que una prolongación del Todopoderoso.
El juez Gray desvió su atención hacia el abogado de los señores Haskins, un joven al que habían elegido en función de sus honorarios antes que de la experiencia.
– Sin duda desea señalar que existen circunstancias atenuantes en este caso, señor Rodgers -observó el juez amablemente.
– Sí, señoría -admitió el recién licenciado abogado, al tiempo que se levantaba de su asiento. Le habría gustado explicar a su señoría que este era tan solo su segundo caso, pero no creía que su señoría lo considerara una circunstancia atenuante.
El juez Gray se retrepó en la silla, mientras se disponía a escuchar que el pobre señor Haskins había sido vapuleado por un padrastro cruel noche tras noche, y que la señora Haskins había sido violada por un tío malvado a una edad crítica, pero no. El señor Rodgers aseguró al tribunal que los Haskins eran vástagos de familias felices y equilibradas, y que habían ido al colegio juntos. Su única hija, Tracey, licenciada en la Universidad de Bristol, trabajaba ahora como agente de bienes raíces en Ashford. Una familia modélica.
El señor Rodgers echó un vistazo a su maletín antes de pasar a explicar cómo habían terminado los Haskins en el banquillo de los acusados. El juez Gray se sintió cada vez más intrigado por la historia y, cuando el abogado volvió a sentarse por fin, pensó que necesitaba más tiempo para reflexionar sobre la duración de la condena. Ordenó a los dos acusados que se presentaran ante él el lunes siguiente a las diez de la mañana, en cuyo momento ya habría tomado una decisión.
El señor Rodgers se levantó por segunda vez.
– Sin duda espera que conceda a sus clientes la libertad bajo fianza, ¿verdad? -preguntó el juez, al tiempo que enarcaba una ceja, y antes de que el sorprendido abogado pudiera contestar añadió-: Concedida.
Jasper Gray explicó a su mujer la grave situación en que se encontraban los señores Haskins el domingo mientras comían. Mucho antes de que el juez terminara de devorar sus costillas de cordero, Vanessa Gray le había ofrecido su opinión.
– Condénales a una hora de servicios comunitarios y después ordena a Correos que les devuelva toda su inversión -aconsejó, revelando un sentido común no siempre concedido al macho de la especie. Para ser justos con él, el juez dio la razón a su esposa, aunque le dijo que nunca podría emitir dicha sentencia-. ¿Por qué? -preguntó ella.
– Por los cuatro pasaportes.
Al juez Gray no le sorprendió encontrar a los señores Haskins en el banquillo de los acusados a las diez de la mañana del lunes siguiente. Al fin y al cabo, no eran delincuentes.
El juez levantó la cabeza, les miró y trató de adoptar un semblante serio.
– Ambos se han declarado culpables de los delitos de robo en una oficina postal y falsificación de cuatro pasaportes.-No se molestó en añadir adjetivos como ruines, atroces o vergonzosos, pues no los consideraba apropiados en esta ocasión-. En consecuencia, no me han dejado más opción que enviarles a la cárcel -continuó. El juez centró su atención en Chris Haskins-. No cabe duda de que es usted el instigador del delito y, teniendo eso en cuenta, le condenó a tres años de prisión.
Chris Haskins fue incapaz de disimular su sorpresa. El abogado le había dicho que no esperara menos de cinco años. Chris se abstuvo de decir: «Gracias, señoría».
A continuación el juez miró a la señora Haskins.
– Entiendo que su participación en esta conspiración debió de ser un acto de lealtad hacia su marido. Sin embargo, usted es muy consciente de la diferencia entre el bien y el mal, y por lo tanto la condeno a un año de prisión.
– Señoría -protestó Chris Haskins.
El juez Gray frunció el ceño por primera vez. No estaba acostumbrado a que le interrumpieran mientras dictaba sentencia.
– Señor Haskins, si abriga la intención de apelar contra esta sentencia…
– En absoluto, señoría -dijo Chris Haskins, interrumpiendo al juez por segunda vez-. Solo quería preguntarle si me permitiría cumplir la pena de mi mujer.
El juez Gray se quedó tan estupefacto por la petición que fue incapaz de encontrar una respuesta pertinente a una pregunta que jamás le habían planteado. Dio un golpe con el mazo, se levantó y salió a toda prisa de la sala del tribunal.
– Todo el mundo en pie -gritó un ujier.
Chris y Sue se conocieron en el patio de la escuela de Cleethorpes, una ciudad de la costa oriental de Inglaterra. Chris guardaba cola para que le dieran su cuarto de litro de leche, tal como había establecido el gobierno para escolares menores de dieciséis años. Sue era la supervisora del reparto. Su trabajo consistía en asegurarse de que todo el mundo recibía su ración. Cuando entregó la botellita a Chris, ninguno de los dos se paró a mirar al otro. Sue iba un curso por delante de Chris, de modo que pocas veces coincidían durante el día, excepto cuando él hacía la cola de la leche. A finales de año Sue aprobó la reválida y obtuvo una plaza en el instituto local. El septiembre siguiente, Chris siguió sus pasos y también entró en el instituto de Cleethorpes.
No mantuvieron la menor relación durante los años que pasaron en el instituto, hasta que Sue fue nombrada representante de los alumnos. Entonces Chris no pudo por menos de fijarse en ella, porque al final de la reunión matutina leía en voz alta las noticias del día relativas al instituto. Siempre que el nombre de Sue aparecía en las conversaciones de los chicos, «marimandona» era el adjetivo más utilizado (es curioso que las mujeres dotadas de autoridad reciban con frecuencia el apelativo de «marimandona», mientras que los hombres de posición equivalente se ven investidos de las cualidades del liderazgo).
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