Sarah Pribek 01
Todos los agentes de policía tienen al menos una historia sobre el día en que se encontraron con su trabajo sin proponérselo. Es algo muy frecuente. Yendo por la calle, en horas de servicio o fuera de ellas, de pronto un oficial ve a un par de chicos tocados con gorras de béisbol y gafas oscuras merodeando un banco con aspecto más que sospechoso. Entonces, por pura casualidad, aparece un agente en escena, incluso antes de que se reciba la llamada en comisaría.
En el caso de las personas desaparecidas, sin embargo, las cosas son un poco diferentes. Por lo general, los desaparecidos están muertos, o se hallan fuera de la ciudad o incluso del estado, o son retenidos en un lugar oculto. No suelen estar en lugares francamente visibles, esperando a que alguien corra hacia ellos. Ellie Bernhardt, de catorce años, iba a ser la excepción que confirma la regla.
El día anterior, su hermana había venido a verme a Minneapolis desde Bemidji, en el noroeste de Minnesota. Ainsley Carter tenía veintiuno o veintidós años, como máximo. Era delgada y tenía esa belleza nerviosa que parece ser privativa de las rubias, pero ese día, y probablemente muchos otros, había decidido subrayar sus rasgos con rímel marrón y un leve toque de maquillaje en las ojeras, aunque no lograba disimular el hecho de que esa noche apenas había dormido. Vestía téjanos y una camiseta deportiva con el cuerpo blanco y las mangas azules. Lucía un brazalete de plata en la muñeca derecha y un pequeñísimo solitario en la otra.
– Pienso que mi hermana está en alguna parte de la ciudad -me dijo en cuanto estuvo sentada ante mi escritorio, tomándose un café-. Anteayer no volvió de la escuela.
– ¿Se ha puesto en contacto con la policía de Bemidji?
– Sí, en Thief River Falls -contestó-, que es donde vive Ellie con nuestro padre. Mi marido y yo nos mudamos cuando nos casamos. Allí continúan investigando, pero yo creo que está aquí. Me parece que se ha escapado.
– ¿Ha echado en falta alguna bolsa de viaje, alguna maleta?
Ainsley inclinó la cabeza hacia un lado, reflexionando.
– No -respondió-, pero su mochila escolar es bastante grande y, cuando revisé sus pertenencias, advertí que faltaban algunas cosas. Eran cosas que no había por qué llevar al colegio, pero que necesitaría si pensaba marcharse de casa.
– ¿Por ejemplo?
– Bueno, tenía una foto de nuestra madre -dijo Ainsley-. Mamá murió hace seis años. Fue entonces cuando yo me casé y Joe y yo nos mudamos. Ahora vive ella sola con papá.
Consideré que podía sacar información interesante de este marco general, de modo que permanecí en silencio y dejé que la situación se encauzara por sí misma.
– Ellie tenía las amistades propias de su edad. Era un poco tímida, pero tenía amigos. Sin embargo, el año pasado papá nos comentó que se mostraba algo distante. Creo que es por el cambio que ha hecho: se ha convertido en una mujer guapísima. De repente, en menos de un año, se ha transformado en una muchacha alta, completamente desarrollada y con un rostro muy hermoso. Ese mismo año ha pasado de la escuela al instituto secundario, lo que no es poco cambio. Imagino que las muchachas y los chicos habrán empezado a tratarla de otra forma.
– ¿Qué chicos?
– Desde que Ellie cumplió los trece, más o menos, comenzaron a llamarla por teléfono. Muchos eran mayores que ella. Eso preocupaba mucho a papá.
– ¿Se veía Ellie con alguien de mayor edad, con alguien que su padre no aprobara?
– No -contestó Ainsley-. Al menos que yo sepa, no salía con nadie. Sin embargo, estoy inquieta por ella. -Hizo una pausa-. Papá está cerca de los setenta. Nunca habla con nosotras de cosas de mujeres. Yo intento hacerlo con Ellie por teléfono, pero no es lo mismo. En fin, que no creo que tenga a nadie a quien pueda contar sus secretos.
– Ainsley -dije con voz tranquila-, cuando ha hablado con Ellie, cuando la ha visitado en su casa, ¿ha notado algo extraño en la relación con su padre?
– ¡Oh, no, por Dios! -exclamó, comprendiendo de inmediato a qué me refería. Cogió su taza de café y sus ojos azules me indicaron que esperaba otra pregunta.
Me pasé por los dientes la punta de la lengua, pensativa, mientras daba golpecitos con mi pluma en el bloc de notas.
– Entiendo que estuviera usted preocupada por el hecho de que su hermana no tuviera amigas o algún familiar de su propio sexo en quien confiar. De todos modos, no creo que eso sea un motivo para que huyera de casa. ¿Se le ocurre alguna otra razón?
– Sí -dijo Ainsley-. He preguntado a sus amigas, quiero decir, a sus compañeras de clase.
– ¿Qué le han dicho?
– Poca cosa. Se sintieron un poco avergonzadas, quizá culpables. Ellie se ha escapado y yo soy su hermana, probablemente supusieron que iba a reprocharles que no fuesen más cariñosas con ella o que no la ayudaran.
– ¿No le contaron nada más?
– Sí. Una de las chicas dijo que corrían ciertos rumores.
– ¿De qué clase?
– De que Ellie era sexualmente activa. Eso fue lo que entendí. Intenté averiguar más, pero se limitaron a decirme que eran sólo rumores. No recuerdo nada más.
– Pero me acaba de decir que Ellie no tenía novio. Eso no da mucho pie a este tipo de rumores.
– Papá la dejaba ir a fiestas hasta las tantas de la madrugada -dijo Ainsley levantando su taza, pero sin llevársela a los labios-. Él pensaba que sólo asistían chicas, pero yo sospechaba que no era así. Ya sabe, uno oye que los chicos ahora lo hacen cada vez más jóvenes… -Su voz se desvaneció, dejando lo más conflictivo en el aire.
– Bueno -dije-. Nada de todo lo que me ha comentado sirve para aclarar su desaparición.
– Yo quería que viniese a vivir con nosotros -añadió Ainsley, siguiendo su línea de pensamiento-. Lo hablé con Joe, pero él me contestó que no había suficiente espacio en la casa. -Iba dándole vueltas a su solitario alrededor del dedo.
– ¿Por qué cree que está aquí, en las Ciudades Gemelas?
– Le gustaba este lugar -se limitó a responder.
De hecho, era un buen argumento. Los chicos a menudo se escapan a la metrópoli más cercana. Al parecer, creen que en la ciudad encontrarán una vida mejor.
– ¿Ha traído alguna fotografía de Ellie para que pueda quedármela?
– Sí. Le he traído una.
Se trataba de una muchacha encantadora, con el cabello de un rubio intenso, como el de su hermana, aunque tenía los ojos verdes. Tenía algunas pecas y su rostro era luminoso, aunque había en él algo inexpresivo, como suele pasar con las fotos escolares.
– Es del año pasado -aclaró Ainsley-. Me han dicho en el instituto que dentro de una semana o dos tendrán la de este curso. -Estábamos a principios de octubre.
– ¿Se queda usted con alguna otra para su uso?
– ¿Yo?
– Mire, en estos momentos tengo muchísimos casos -le expliqué-. En cambio, usted dispone de todo su tiempo para buscar a Ellie. Puede seguir buscándola.
– Pero yo creía que… -Ainsley pareció un poco desilusionada.
– Yo haré lo que pueda -le aclaré-. Pero en estos momentos, usted es el mejor abogado de Ellie. Muéstrele la foto a todo el mundo: porteros de hoteles, gente sin hogar, los sacerdotes y pastores que se ocupan de éstos, en fin, cualquiera que pueda haber visto a Ellie. Haga unas fotocopias a color, añada una descripción y cuélguelas por todas partes. Dedique todo su tiempo a la tarea.
Ainsley Cárter me había comprendido. A ella le tocaba seguir mis instrucciones. Sin embargo, al final acabé encontrando a Ellie, aunque fue por pura casualidad.
Al día siguiente de la visita de Ainsley me hallaba yo conduciendo hacia un hotel de las afueras. La recepcionista había visto algo extraño en un hombre que se había registrado con un chico y me solicitó que investigase el asunto.
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