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Nélida Piñon - Libro de horas

Aquí puedes leer online Nélida Piñon - Libro de horas texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2012, Editor: ePubLibre, Género: Historia. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Nélida Piñon Libro de horas
  • Libro:
    Libro de horas
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    ePubLibre
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    2012
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Que el lector prepare para el viaje remos firmes y sobre todo brújula y - photo 1

Que el lector prepare para el viaje remos firmes y, sobre todo, brújula y timón. Estas aguas aparentemente plácidas ocultan las grutas profundas y las turbulencias interiores de una de las más importantes escritoras brasileñas. Nélida Piñon alterna paisajes míticos e históricos, erige puentes etéreos entre el pasado y el presente, y nos invita a conocer las inquietudes más recónditas de su alma, líricamente impetuosa.

La línea de la vida oculta muchos secretos, pero su trazado es una experiencia que sólo se completa viviendo. En este Libro de horas, Nélida Piñon une, de manera generosa y emocionada, su magistral capacidad de contar historias y su más valioso patrimonio: la memoria.

Nélida Piñon Libro de horas ePub r10 jugaor 130615 Título original Livro - photo 2

Nélida Piñon

Libro de horas

ePub r1.0

jugaor 13.06.15

Título original: Livro das horas

Nélida Piñon, 2012

Traducción: Elkin Obregón

Editor digital: jugaor [www.epublibre.org]

ePub base r1.2

En memoria de mi padre Lino Piñon Muiños galante y misterioso Apenas comienza - photo 3

En memoria de mi padre, Lino Piñon Muiños, galante y misterioso

Apenas comienza y ya el siglo XXI me parece envejecido. Nos maldice con su aire de falso vencedor, cuyo teatro del terror, amparado en la limpieza étnica, religiosa e ideológica, nos amenaza con purgas, genocidios, crueldades inauditas.

Semejante visión negativa tal vez sea el efecto de las flores que, inmersas en el agua del florero de cristal que Carmen me regaló hace mucho, murieron precozmente. O porque el alma del Brasil arde en llamas que no logro extinguir ni con los lametazos amorosos de Gravetinho.

Por donde camine, me llegan sollozos venidos del desencanto de varias voces. Sufridas e inescrupulosas, realzan la materia contenida en la obra de arte y en los libros escritos hace siglos, cuyos escritores osaron nombrar personajes con nombres tan simples como Juan y María. Seres que, de apariencia real, actúan según normas impuestas por las designaciones del bautismo.

Pero, como simples personajes, propagaron la tragedia inherente a la historia. Saciaron mi ansia por las aventuras narrativas, por el repertorio de las emociones recogidas en las plazas, en las calles, en las casas de ventanas y puertas calafateadas. Y nos convencen de que no hay distancia entre lo que circula en las páginas de una novela o fuera de la moldura del arte.

Hay, pues, escasa diferencia entre actuar dentro del libro o en su periferia. Para que ambos, personaje y lector, hagan uso de un lenguaje mediante el cual se debaten costumbres, sentimientos sociales, en suma, el modelo humano.

Por lo tanto, personajes o no, somos dignos de misericordia. Del lado en que se esté, afincamos en la memoria colectiva la saga de una modernidad siempre postergada, tal vez inexistente.

La tradición familiar me acompaña. Me cedió un repertorio de aciertos y desaciertos. Un bagaje que actualiza ciertos episodios, como los dos años vividos en Borela, en comunión con la naturaleza gallega.

En la casa de mi abuela, el mundo me exaltaba. Me sentía Atlas sosteniendo en sus manos la esfera de la Tierra. Enfrentaba, audaz, la geografía adversa, mientras aprendía el gallego, el español, las costumbres locales, el sustrato de la grey de la que provenía.

En la aldea de mi padre, era feliz. Por las mañanas, a pesar del frío, pasaba revista al sembradío de la abuela. Subía y bajaba las laderas, protegida por los zuecos, botas de cuero con tachas en la suela de madera. Y, gracias a la fantasía, iba al encuentro de Agamenón en las Argólidas.

Las tareas del campo me llevaban al paroxismo del placer y de la tristeza. En especial al contemplar las vacas amigas, uncidas al arado o encerradas en el corral. Mi favorita era Manchada, nombre común en Cotobade. Tenía cuernos cortos, manchas blancas en la piel y la mirada triste, resignada a la miseria humana. Las vacas de la aldea recibían nombres enraizados en la comunidad. Nadie se atrevía a quebrar una tradición que consagraba este bautismo. Cualquier innovación en este sentido habría significado un desamor por los animales que los servían hasta la muerte sin exigir reconocimiento.

Lentamente aprendía a respetar las funciones milenarias de las aldeas, a entender las peculiaridades inherentes al campesino gallego. No eludía participar en los episodios diarios, que formaban ya parte de mi vida. En especial la recolección del maíz, que exigía celebración. A fin de cuentas, el maíz los salvaba del hambre, de la inclemencia del invierno.

Reunidos en el patio de la casa de la abuela Isolina, deshojábamos las mazorcas que se almacenarían en el bello hórreo, o canastro, localizado detrás de la casa. El trabajo de la plantación, hasta la etapa final, que era la cosecha, no prescindía de la mano de obra de los jornaleiros, como se les llamaba, trabajadores contratados en el verano para el trabajo pesado del campo.

El clima era festivo. Yo copiaba la diligencia con que ellos retiraban la paja de las mazorcas, para ponerlas luego en las cestas que se apilaban frente a nosotros. De allí las mazorcas eran llevadas al hórreo, construcción hoy clásica en el paisaje gallego. Todo de piedra, apoyado en cuatro pilastras, su diseño, en la parte superior, se redondeaba para impedir el acceso a los roedores.

El trabajo arduo sólo se interrumpía para la merienda, regada con vino y con historias fomentadas por las leyendas. Todos a la espera de ver surgir en cualquier momento la mazorca rojiza elevada a la categoría de reliquia. Y esto porque el que la obtuviera ganaba el derecho de pedir un beso a quien fuera. Un hallazgo que propiciaba festejar los sentidos, entonar canciones con poemas de Rosalía de Castro y rubores en el rostro, además de timideces.

No recuerdo cuántos besos gané al hacerme con las mazorcas rojas. Sé que, al evocar el patio de la casa de la abuela Isolina, perfecciono preciosas viñetas de la memoria, que me suscitan emociones. Es con ellas, y con la óptica relativa de la subjetividad, como examino el mundo.

Estoy acampada a la orilla del río Araguaia, en la isla artificial que mis anfitriones, la familia Pinheiro, ocupan en la bajante del río. Ellos me rodean de atenciones, pero me exigen el instinto animal con el cual sobreviviré en las semanas siguientes.

Para orientarme, tengo a Tarzán y a Nyoka como ejemplos. Héroes de mi infancia, se defendían en medio de los peligros del bosque, saliendo incólumes de cada prueba. Al contrario que yo, que, sin sus arrestos físicos, me acomodo precariamente en la tienda exigua, que dificulta mis movimientos. Para recoger un mínimo objeto, debo calcular mi estrategia. Vivo en una mitad de la tienda, dividida en dos por un toldo. El otro lado lo ocupa una pareja que apenas vi en la temporada.

Me levanté ansiosa por aprovechar el primer día. Para ducharme, tenía que ir al baño improvisado al otro extremo del campamento. El cuerpo reclamaba agua y jabón, armonizarse con Mozart, que salía del transistor.

Obediente, pues, a las reglas establecidas por la tradicional grey goiana para las dos semanas de convivencia, abrí la cremallera de la lona. Me disponía a salir cuando la luz fuerte de la mañana, que iluminó el interior de la tienda, y las risas, que venían de afuera avisándome lo que podría estar ocurriendo, me hicieron retroceder. Antes tuve tiempo de ver, a la entrada de la tienda, inmóvil, un caimán de tamaño medio, que parecía estar a mi espera, con la esperanza de devorarme.

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