Jean Genet - Cuatro horas en Chatila
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- Libro:Cuatro horas en Chatila
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1983
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Cuatro horas en Chatila: resumen, descripción y anotación
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Cuatro horas en Chatila, del autor francés Jean Genet (París, 1910-1986), es un testimonio políticamente contundente y de una belleza sobrecogedora de las matanzas de los campamentos de refugiados palestinos de Sabra y Chatila perpetradas por las milicias de la ultraderecha libanesa en connivencia con el ejército israelí, cuyo ministro era Ariel Sharon, durante los días 16, 17 y 18 de septiembre de 1982, trágicas jornadas en las que el tiempo se detuvo en las afueras de Beirut.
Jean Genet
ePub r1.0
Titivillus 30.10.16
Título original: Quatre heures à Chatila
Jean Genet, 1983
Traducción: Antonio Martínez Castro
Epílogo: Juan Goytisolo
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
«En Chatila, en Sabra, unos no-judíos han masacrado a unos no-judíos, ¿en qué nos concierne eso a nosotros?»
MENAHEM BEGIN
(primer ministro de Israel en 1982, ante el Parlamento israelí)
N adie, ni nada, ni ninguna técnica narrativa, dirán lo que fueron los seis meses que pasaron los fedayines. Otros han dado cuenta de los hechos y han establecido la cronología, los logros y los errores de la OLP. Se podrá describir el aspecto del tiempo y el color del cielo, de la tierra y de los árboles, mas nunca transmitir la ligera borrachera, la marcha sobre el polvo, el estallido en los ojos, la transparencia de la relación entre fedayines y de éstos con sus jefes. Todo, todos, bajo los árboles, vibraban, reían, maravillados por una nueva vida para todos, y en aquellas vibraciones había algo sorprendentemente fijo, al acecho, reservado, protegido como alguien que reza sin decir nada. Todo era de todos. Cada uno en sí mismo estaba solo. Quizá no. En suma, sonrientes e inquietos. La región jordana donde se habían retirado, siguiendo una decisión política, era el perímetro que iba de la frontera siria a As-Salt y estaba delimitado en profundidad por el Jordán y la carretera de Yeras a Irbid. Alrededor de sesenta kilómetros de largo y una profundidad de veinte en un territorio muy montañoso cubierto de encinas verdes y villorrios jordanos de cultivos muy pobres. Bajo los bosques y las tiendas camufladas los fedayines habían dispuesto unidades de combate y armas ligeras y semipesadas. Una vez en el lugar, dirigida la artillería principalmente contra las eventuales operaciones jordanas, los jóvenes soldados se ocupaban de las armas, las desmontaban para limpiarlas, engrasarlas y las montaban a toda velocidad. Algunos lograban montar y desmontar las armas con los ojos vendados a fin de entrenarse para la noche. Entre cada soldado y su arma se había establecido una relación amorosa y mágica. Como los fedayines habían dejado hacía poco la adolescencia, el fusil en cuanto arma era el signo de la virilidad triunfante, y aportaba la certeza de ser. La agresividad desaparecía: la sonrisa mostraba los dientes.
El resto del tiempo, los fedayines bebían té, criticaban a sus jefes y a la gente rica —palestinos y otros—, insultaban a Israel; pero más que nada hablaban de la revolución, de aquella que hacían y de aquella que iban a emprender.
Para mí, esté en un título, en el cuerpo de un artículo o en un panfleto, la palabra palestinos evoca inmediatamente a los fedayines de un lugar preciso —Jordania— y en una época que podemos datar fácilmente: octubre, noviembre, diciembre del 70, enero, febrero, marzo, abril de 1971. Entonces y allí es donde conocí la Revolución palestina. La extraordinaria evidencia de lo que pasaba, la fuerza de esa dicha de ser, también se denomina belleza.
Pasaron diez años y no supe nada de ellos, salvo que los fedayines estaban en Líbano. La prensa europea hablaba de los palestinos despreocupadamente, incluso con desdén. Y, de repente, Beirut Oeste.
* * *
U na fotografía tiene dos dimensiones, la pantalla de un televisor también, ni la una ni la otra pueden recorrerse. De un lado al otro de una calle, doblados o arqueados, los pies empujando una pared y la cabeza apoyada en la otra, los cadáveres, negros e hinchados, que debía franquear eran todos palestinos y libaneses. Para mí, como para el resto de la población que quedaba, deambular por Chatila y Sabra se parecía al juego de la pídola. Un niño muerto puede a veces bloquear una calle, son tan estrechas, tan angostas, y los muertos tan cuantiosos. Su olor es sin duda familiar a los ancianos: a mí no me incomodaba. Pero cuántas moscas. Si levantaba el pañuelo o el periódico árabe puesto sobre una cabeza, las molestaba. Enfurecidas por mi gesto, venían en enjambre al dorso de mi mano y trataban de alimentarse ahí. El primer cadáver que vi era el de un hombre de unos cincuenta o sesenta años. Habría tenido una corona de cabellos blancos si una herida (un hachazo, me pareció) no le hubiera abierto el cráneo. Una parte ennegrecida del cerebro estaba en el suelo, junto a la cabeza. Todo el cuerpo estaba tumbado sobre un charco de sangre, negro y coagulado. El cinturón estaba desabrochado, el pantalón se sujetaba por un solo botón. Las piernas y los pies del muerto estaban desnudos, negros, violetas y malvas: ¿quizá fue sorprendido por la noche o a la aurora?, ¿huía? Estaba tumbado en una callejuela inmediatamente a la derecha de la entrada del campamento de Chatila que está frente a la embajada de Kuwait. ¿Cómo los israelíes, soldados y oficiales, pretenden no haber oído nada, no haberse dado cuenta de nada si ocupaban este edificio desde el miércoles por la mañana? ¿Es que se masacró en Chatila entre susurros o en silencio total?
Las fotografías no captan las moscas ni el olor blanco y espeso de la muerte. Tampoco dicen los saltos que hay que dar cuando se va de un cadáver a otro.
Si miramos atentamente un muerto, sucede un fenómeno curioso: la ausencia de vida en un cuerpo equivale a la ausencia total del cuerpo o más bien a su huida ininterrumpida. Aunque nos acerquemos, creemos que no lo tocaremos nunca. Eso si lo contemplamos. Pero si hacemos un gesto en su dirección, nos agachamos junto a él, le movemos un brazo, un dedo, de repente se vuelve presente e incluso amigo.
El amor y la muerte. Estos dos términos se asocian muy rápidamente cuando se escribe sobre uno de ellos. Me ha hecho falta ir a Chatila para captar la obscenidad del amor y la obscenidad de la muerte. Los cuerpos, en ambos casos, no tienen nada que esconder: posturas, contorsiones, gestos, expresiones, incluso los silencios pertenecen a uno y otro mundo. El cuerpo de un hombre de treinta a treinta y cinco años estaba tumbado boca abajo. Como si todo el cuerpo no fuese más que una vejiga con forma humana, se había hinchado bajo el sol y por la química de la descomposición hasta inflar el pantalón, que amenazaba con estallar en las nalgas y en los muslos. La única parte de su rostro que pude ver era violeta y negra. Un poco más arriba de la rodilla, bajo la tela desgarrada, el muslo mostraba un tajo. Origen del tajo: ¿una bayoneta, un cuchillo, un puñal? Unas moscas en la herida y otras alrededor. La cabeza, más grande que una sandía —una sandía negra—. Pregunté su nombre, era musulmán.
—¿Quién es?
—Palestino —me respondió en francés un hombre de unos cuarenta años—. Vea lo que le han hecho.
Tiró de la manta que cubría los pies y una parte de las piernas. Las pantorrillas estaban desnudas, negras e hinchadas. Los pies, calzados con botines negros desatados, y los tobillos atados fuertemente con el nudo de una soga —visiblemente resistente— de aproximadamente tres metros de largo, que yo colocaba para que la señora S. (americana) pudiese fotografiar con precisión. Pregunté al hombre de cuarenta años si podía ver la cara.
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